Patreon
Volumen Aurora:
Prólogo
Episodio 1 - Capítulo 1, Libro de Danko
Episodio 2 - Capítulo 1, Libro de Álvaro
Episodio 3 - Capítulo 2, Libro de Andrea
Episodio 4 - Capítulo 2, Libro de Diana
Episodio 5 - Capítulo 3, Libro de Merlo
Episodio 6 - Capítulo 3, Libro de Carla
Episodio 7 - Capítulo 3, Libro de Hugo
Episodio 8 - Capítulo 3, Libro de Álvaro
Episodio 9 - Capítulo 4, Libro de Adán
Episodio 10 - Capítulo 4, Libro de Danko
Episodio 11 - Capítulo 4, Libro de Diana
Episodio 12 - Capítulo 5, Libro de Esteban
Episodio 13 - Capítulo 5, Libro de Álvaro
Episodio 14 - Capítulo 5, Libro de Hugo
Capítulo 1 – El precio de sobrevivir
"Todos
creen que tener talento es cuestión de suerte; nadie piensa que la suerte puede
ser cuestión de talento" – Jacinto Benavente.
Libro de Danko
05/10/2012; 20:03 – Monte del Jar
Población humana viva: 7.046.613.002
Tomó el cuchillo por el filo; hecho de
una sola pieza de metal, sin mango ni embellecedores, contrapesado y perforado
para facilitar un vuelo óptimo. Balanceó el brazo hacia abajo y luego con un
rápido movimiento ascendente, tal y como le había enseñado su padre, soltó el
cuchillo en mitad del arco arrojándolo a gran velocidad. En las películas de
acción siempre arrojaban los cuchillos con movimientos que partían del codo
descendiendo; no es que no pudiera hacerse así también, pero él sabía que esta
forma de hacerlo era más precisa y daba más fuerza al vuelo.
El proyectil voló recto limpiamente
hasta incrustarse con ruido seco y escaso cerca del centro de su objetivo. No
contento con el resultado cambió de mano el hacha que sostenía en la izquierda,
pequeña y también de una sola pieza agujereada y, elevando el brazo; el
lanzamiento no quedaba ahora más remedio que hacerlo con trayectoria
descendente para que el arma adquiriese giro en el aire; sacudió brusco hombro
y codo, descargando con fuerza el ataque. Este impacto sonó más estrepitoso y
en vez de clavarse, el hacha rebotó y cayó al suelo.
Se acercó caminando despacio, recuperó
su “juguete” de la arena, y después desclavó el cuchillo del tronco con el que
se estaba divirtiendo. La gente de los alrededores lo miraba de soslayo. Por
internet habían dejado completamente claro que las armas estaban
terminantemente prohibidas en el juego en que iban a participar dentro de pocas
horas. Él no tenía intención de llevarlas luego, las dejaría en el maletero del
coche, pero no tenía muchas oportunidades de poder jugar con ellas en su día a
día y, en el fondo, le gustaba secretamente convertirse en el centro de
atención de aquella manera.
—¿Puedo? —Esteban se le acercó y extendió la mano
como petición, con un gesto de sonrisa habitual en él, torciendo la comisura
derecha de la boca ligeramente más que la izquierda.
—¡Claro! —respondió de buen humor y
le cedió un par de cuchillos y el hacha.
Esteban agarró uno por la hoja y con un
gesto intuitivo lo arrojó hacia el tronco provocando que su larga melena
castaña se sacudiera caótica. El arma dio varias vueltas en el aire antes de
rozar el tocón y salir despedida descontrolada un par de metros. Cautelarmente
no había nadie cerca de ellos así que no fue un acto tan temerario como cabría
imaginar.
—¿Cómo se hace? —inquirió ocioso su
amigo.
—¡Mejor al revés!, de abajo arriba, no
que gire, sino que la punta toque recta. —Acompañó su frase con un gesto certero de dos
dedos hacia delante.
Con el siguiente lanzamiento consiguió
que se clavara, aunque no muy profundo, en una de las vetas de la madera; luego
con el hacha buscó su mirada para que le diera instrucciones, pero éste sólo le
sonrió, esperando aprovecharse un poco y reírse. Ante el silencio Esteban arrojó
de nuevo con gesto ascendente, y sorprendentemente el arma se clavó toscamente
en la madera; por el mango.
—¡Vale! El hacha se tira al revés,
pero se ha clavado… —Estaba a la vez fastidiado porque le hubiera salido bien,
pero también entretenido, era algo raro de conseguir.
—¡Ahora yo!, ¡ahora yo! —Carla se
acababa de sumar a la escena saltando a la chepa de su novio, Esteban.
Percibió un gesto de fastidio momentáneo
en la cara del otro, que atribuyó a que se había asustado con el abordaje
repentino. Un momento después el chico asintió y se marchó a recoger los
proyectiles mientras Carla le preguntaba con los ojos. Sólo respondió con un
gesto obvio de manos y rostro, y un sí insonoro. Cuando el otro regresó le
entregó los utensilios a su novia en la mano, dándole un beso y rozando su
cintura con los dedos cariñosamente.
En sus lanzamientos ella consiguió que
el hacha se incrustase estéticamente, aunque no tuvo suerte con los puñales.
—¿Oye y éstos…? —consultó al cabo Esteban.
—No sé… —Miró alrededor y ambos dejaron sus
frases en el aire al ver que ya se acercaban Merlo y Adán hacia ellos. Merlo
con un “mini” de cerveza en la mano.
—¡Me lo han regalado unos —exclamó jocoso y
triunfante con su bebida, ladeando la cabeza vagamente—, unos coches para
allá!
—En serio macho… ¡¿Cómo lo haces?! —interrogó Esteban de
nuevo sin esperar una respuesta, que de hecho no obtuvo, más allá de una
sonrisa de autocomplacencia por parte de Merlo.
—¡Oh! ¡Danko! ¿Puedo?, ¿puedo? —Adán se abalanzó hacia
las armas que ahora volvía a tener su dueño en las manos.
Todos juntos ya; Adán y Carla se
pusieron a jugar por turnos, mientras Esteban y Merlo compartían la cerveza y
charlaban, y él se dividía a ratos entre ambos frentes.
Danko Gordanov tenía veintidós años; era
un chico de constitución sólida y esbelta; con piel clara, pelo rizado, negro y
corto; y unos ojos siempre surcados de ojeras por la falta de sueño, de un tono
azul oscuro que delataba su origen búlgaro. Él mismo sabía que a causa de sus
ojeras, su mirada intensa, y su rostro afilado, mucha gente lo tenía por una
persona inquietante y que incluso intimidaba en las primeras impresiones, y
esto lo halagaba pese a que no reflejase su personalidad. La última década se
había criado en España y ahora estudiaba una formación profesional de
informática, alargando las noches para jugar en el ordenador más allá de lo
saludable. Su padre, piloto militar soviético prejubilado en su país, había
traído a la familia a Madrid para trabajar de responsable de mantenimiento en
un complejo hotelero, y le había enseñado de tanto en cuando cosas sobre
armamento, aviones y reparaciones; incluso algún verano trabajó con él en
“ñapas” domésticas. Ese viernes había viajado con algunos de sus amigos a un
pueblo distante de la ciudad para participar juntos de un evento al que se
habían inscrito por internet.
A Adán lo conocía desde que compartieron
clase en el instituto, aunque se habían vuelto más cercanos recientemente,
después de haber ido al mismo gimnasio por un par de años. Tenía su misma edad,
su cuerpo era muy fibroso y atlético, con piel morena, rostro redondo y
lampiño, de ojos azul claro y pelo corto muy oscuro con bucles; su mirada, pese
a que también penetrante, le transmitía confianza. Le gustaba practicar
actividades físicas con él porque tenía un vigor sorprendente y una tolerancia
al dolor rayana a lo inhumano. Le caía bastante bien, le gustaban mucho las
motos, los mismos juegos y andar cacharreando con electrónica y armas
variopintas; y le parecía una persona espontánea y sencilla, si alguna vez le
resultaba monotemática, enseguida encontraban algo que hacer. Sabía que tuvo el
sueño de ser bombero, pero ahora trabajaba en un taller.
—Por lo que me han dicho los de aquel
coche va a haber nueve sitios “secretos” con pruebas que hay que encontrar. —Merlo estaba hablando
con los otros dos mientras se desenvolvía un bocata de chorizo que, había
mencionado, estaba hecho por su madre.
—¿Pruebas? ¿Qué hay que hacer? —Esteban.
—“Nu sé”, no sabían ellos. En el centro
del pueblo dan unos mapas, ¿vamos…?
—¡Yo gano! —Carla estaba compitiendo con Adán en ese
momento y su exclamación le llamó.
—¡Ni de coña! —Se acercó para unirse a
la competición, sin muchas ganas de ir ahora al centro del pueblo, mientras
veía a Merlo y Esteban levantarse y alejarse.
—¡Ahora venimos! —gritó Esteban, ya a
varios metros.
A los otros tres los conocía por un
amigo común, Jesús, que no había podido ir con ellos ese día, de hecho empezaba
a inquietarle no saber nada de él desde hacía mucho tiempo. Aunque ya tenía
confianza con los demás. Merlo conocía de antes a Adán y también había ido al
mismo instituto, pero era un año menor y nunca habían cruzado entre ellos, en
aquella época, más de dos palabras. Era un chico no muy alto pero robusto y
velludo, con facciones muy mediterráneas, piel ligeramente bronceada, y profusa
barba y bigote negros; su pelo le caía hacia atrás a media melena poblada. Sus
ojos eran de un tono pardo profundo y tenía un semblante muy expresivo. Nunca
había tenido demasiada intimidad con él, pero se divertían fácilmente y
compartían aficiones y tiempo a menudo.
Carla se integró al grupo a la vez que
Esteban, y por lo visto habían conocido al amigo que les hizo de puente en una
tetería de la ciudad que frecuentaban todos, pues en aquel grupo era un hábito
común el fumar shisha de tabaco juntos. Era una chica muy bonita de veintiséis
años, de cuerpo y rasgos finos, piel pálida y muy lisa, ojos oscuros, y cabello
largo y granate intenso teñido, ahora recogido en una coleta; su sonrisa era
especialmente blanca y con un toque inocente. No la conocía mucho, a menudo le
mostraba una personalidad alegre y juguetona, jovial y extrovertida; pero
también con cierta frecuencia la había visto cambiar rápido a un humor más
ensimismado y huidizo. No era infrecuente que ella y Esteban discutieran brevemente
por algo, más como piques rápidos y con temprana solución. Compartía con ella gustos
por las actividades de ocio frikis y eso le bastaba para ser amistoso e ir
entablando la relación.
Esteban era delgado y alto, pero mucho
más fuerte de lo que aparentaba; también de tez clara y redonda, y ojos
avellana, con algo de barba y la melena más larga de todos, castaña y suelta.
Tenía bastante contacto con él, aunque a la vez era hacia el que más reservas
guardaba. La mayor parte del tiempo era una persona muy entretenida, que sabía
mantener el espíritu y las ganas de todo el mundo, e incluso apoyar y ayudar a
quien lo necesitaba, de hecho era quien había encontrado el juego al que iban a
participar; pero a veces se le antojaba demasiado expansivo, que tal vez tomaba
la voz cantante incluso cuando no era necesario, tratando de controlar
demasiado las situaciones.
—¡Danko! ¡Contigo no vale! —protestó en broma Carla—. Tú ya sabes cómo lanzarlos…
Ahora que se había concentrado estaba
ganándoles sistemáticamente, aunque le parecía que, realmente, lo que a todos
les apetecía era jugar con las armas, así que a nadie le suponía un problema.
Se encontraban en las lindes arboladas
de un aparcamiento de arena al exterior de un recogido pueblo castellano;
edificado en círculo alrededor de una plaza central, constituido en su mayoría
por pequeñas y antiguas casas de paredes de cal, ladrillo o piedra, formando un
conglomerado de estrechas callejuelas y patios comunes. Desde donde jugaban se
veían por doquier extensos campos sembrados cercando todo el lugar.
Apenas se hubieron quedado solos
compitiendo, dos chicas bastante atractivas para él se quedaron mirándolos
relativamente cerca, con expresión de querer hablar con ellos. Por un momento
se sintió tentado de invitarlas a unirse, o al menos de charlar y flirtear un
poco, más instintiva que premeditadamente, pero súbitamente esto precipitó que
echase de menos a su novia, que había vuelto por estudios a su pueblo en
Bulgaria, y se abstrajo en la competición. Jamás le contaría a nadie sin que mediase
pregunta ese tipo de pensamientos, pues era “muy hombre” y opinaba que no
servía de nada darle importancia a esos sentimientos. Se sabía un chico
apuesto, aunque creía que bien podrían estar fijándose más en Adán, al que
tenía también por un chaval bastante atractivo.
Las muchachas, tras largos segundos de ser
tácitamente ignoradas, continuaron paseando por entre los coches y se alejaron.
Adán parecía haberse fijado igualmente en ellas y conforme les dieron la espalda
hizo un gesto con la cabeza en su dirección mientras esbozaba una sonrisa
traviesa, y exclamaba:
—¡Madre mía! —Adán también tenía
novia; Liliana, “Lili”, que no había querido venir.
—¿Qué ocurre? —Carla se le antojó muy
inocente en ese momento, pues estaba por completo enfrascada en intentar
ganarles.
Fingió no haberles prestado mucha
atención ante el comentario de Adán, encogiéndose simplemente de hombros. Los
dos se rieron cómplices y contestaron parcamente “nada” volviendo a su
quehacer. Carla, con semblante algo confuso, también se reincorporó.
Conforme la luz del día fue mermando
decidieron recoger ya las armas, antes de poder hacer daño a alguien con ellas,
y las devolvieron al maletero del coche de Esteban, a esperar a que regresaran
él y Merlo.
Poco a poco se había ido amontonando
bastante gente en el aparcamiento; ahora estaban la mayoría por grupos;
charlando, cenando y bebiendo. Diversas músicas desde los vehículos se
entremezclaban en la atmósfera sin llegar a formar estrépito. Podía distinguir,
en muchos de los casos, a los dos tipos de jugadores que iban a participar un
rato después. Unos interpretarían supervivientes y otros zombis.
Los zombis eran unos seres fantásticos
bastante desconocidos; él y sus amigos estaban recientemente muy interesados en
la ficción que los rodeaba y por eso habían venido. Era el primer evento del
que tuvieran constancia que alguien había organizado sobre ellos, y creía que
seguramente todos los que sabían algo del tema y les gustaba, de Madrid y los
alrededores, habrían ido allí también; pues aunque ahora habían parecido cobrar
algo de notoriedad en las comunidades más frikis, siempre habían sido, y
seguían siendo, algo bastante reservado y de culto.
La idea general detrás de ellos, en las
pocas obras que se conocían, consistía en que eran el resultado de una
enfermedad que afectaba al ser humano y que lo convertía en un muerto viviente,
es decir, una criatura que ya no realizaba sus funciones biológicas, pero que
seguía siendo capaz de moverse. En la mayoría de los casos los reflejaban como
monstruos medio descompuestos, casi sin inteligencia y torpes, pero que se desplazaban
en grandes grupos con el único propósito de devorar carne humana o sus cerebros,
y que propagaban la enfermedad a través de sus mordiscos o arañazos. Según
había escuchado, decían que la idea original había sido inspirada por ciertos
ritos ancestrales con drogas de la religión vudú. O en la peste negra europea…
Los que iban a interpretarlos habían
empezado a caracterizarse de ellos, vistiendo ropas artificialmente desgarradas
y muchos empleando maquillaje para aparentar heridas y putrefacción. Los que
irían como supervivientes, en su mayoría vestían ropas cómodas o de imitación
militar y llevaban mochilas, linternas, y algunos también habían traído
walkie-talkies.
Danko se había puesto unos pantalones de
chándal gris oscuro y una camiseta de manga corta negra; en la mochila llevaba
una chaqueta a juego con los pantalones por si a la madrugada refrescaba. Adán
vestía, al igual que Carla, unos pantalones de camuflaje caquis. Él también
llevaba una camiseta negra, en su caso muy ceñida; ella de tirantes y color
azul marino, tapada por una sudadera fina de tono ocre. Merlo había preferido unos
pantalones de camuflaje urbano y, antes de marcharse hacia el pueblo con
Esteban, se puso su incombustible sudadera tipo “ska” de tono verde oscuro
junto con una palestina blanca al cuello. Esteban había escogido sus pantalones
de escalada marrón apagado y una camiseta térmica deportiva de manga larga y
tono humo, completada con una braga beige al cuello…
—¡Cuánto tardan éstos! —exclamó Carla al cabo,
algo aburrida de esperar otros quince minutos sobre el capó del coche.
—Qué capullos… Llama a tu novio a ver…
—Voy —contestó ella perezosamente—. No sé dónde tengo el
móvil.
Mientras rebuscaba la chica en su
mochila, se fijó en que parecía hacerlo remolona y preparó su propio móvil para
llamar a Merlo, aunque a la vez ella sacó el suyo y quedó en suspenso.
—“¡Piiii…!”.
—El teléfono de Carla
estaba bastante alto de volumen y podía escucharse parcialmente—. “¡Piiii…!”. ¡¿Sí?, ¿Carla?!
—Sí… —bajó un poco el tono de voz—. ¿Que dónde estáis?
—Esto… ¡¿Merlo dónde estamos?! —Sonó una voz
ininteligible de fondo, envuelta por bastante ruido humano—. Que… no lo sé, por el
centro —concluyó tras un breve
silencio.
—Por el centro, ¿dónde?
—¡No sé, al lado de la iglesia! —Cada vez había más
ruido y en consecuencia Esteban estaba alzando la voz inconscientemente.
—¿Vais a venir?
—¡¿Qué?!
—¡¿Que si vais a venir?!
—¡Sí, ahora vamos! —Carla se quedó
sosteniendo el teléfono unos momentos mientras éste sólo emitía jaleo.
—Déjalo, ahora vamos nosotros.
—¡¿Qué?! ¡Oye!, ¿por qué no os venís
vosotros? ¡Ya se está juntando mucha peña aquí!
Carla colgó la llamada y tras unos
segundos, en que le pareció algo enfadada, preguntó con media sonrisa “¿Vamos?”. Ellos dos asintieron, cogieron
sus cosas, y la esperaron. Ella cogió las dos mochilas, la suya y la de
Esteban, cerró el coche y se pusieron en marcha. Eran las veintiuna treintaidós
horas, y la noche ya había caído por completo.
Conforme fueron adentrándose hacia el
centro, buscando el campanario de la iglesia como referencia, comprobó que, en
efecto, se habían empezado a arremolinar multitudes y que la mayor parte de los
participantes estaban zascandileando por las calles. Los lugareños del pueblo,
en su mayoría gente mayor, salvo algún que otro grupo joven, parecían
entretenidos y curiosos respecto de los, algunos, esperpénticos visitantes. Supuso
que los organizadores de la actividad debían de haber pagado algún dinero al
ayuntamiento local para que avalase el juego; la participación le había costado
quince euros. El premio que esperaba, si lograba ganar con su equipo, era un
viaje en helicóptero de combate a una base militar real, tal y como prometían
en la web del evento. Aunque supuestamente nadie sabía en qué consistiría el
ganar o perder, había escuchado rumores de favoritismo cuando llegaron.
De camino a su destino, mientras pasaban
por la plaza central del lugar, atestada, vio que en el centro habían montado
un quiosco con aire a tienda de campaña de guerra, donde había dos hombres y
una mujer muy bien ataviados con chaquetas galardonadas, botas gruesas,
pañuelos rojos cubriéndoles la boca y gafas de sol, unos brazaletes con el logo
de la organización, y cada uno con un kalashnikov a la cintura de aspecto
realista; apostados tras unos sacos de arena y con actitud de lucir y pavonear
uniforme.
—¡Eh! —Ninguno de ellos reaccionó a la primera llamada
a causa del barullo, pero al poco se giraron instintivamente y vieron a los dos
que faltaban acercándoseles, filtrándose entre la multitud.
—¡Hola! —exclamó Adán saludando con la mano.
—¡“Ey”! —Merlo venía con otro “mini”, esta vez de
calimocho; no sabía si éste lo habría pagado, porque había muchos puestos por
la calle en los que los comercios locales aprovechaban para vender comida y
bebida, o si de nuevo habría realizado su magia; pero supuso que éste sí era
comprado, dado que Esteban venía con una litrona de cerveza también.
—Nos la podemos ventilar antes de que
empiece —dijo éste último
enseñándosela a todos con un gesto de ofrenda; y acto seguido se acercó a dar
un pico a Carla.
Ella le devolvió el beso, sin que a
Danko se le escapase que lo hizo con un gesto serio y al instante se lo llevó lejos
del resto.
—Dijiste que ibais a venir… —empezó a discutir
bajando la voz—. Podíamos habernos
quedado echando raíces esperando, ¿no?
—Ah… yo… —titubeó un momento aún con tono
desenfadado—, estábamos aquí y nos
pusimos a charlar con la gente; ¡pero nos hemos enterado de bastantes cosas! ¿“Verceza”?
—He tenido que coger tu mochila y todo…
—Lo siento… no te pongas así tampoco…
Toma, ¡jo!, ¡invito a “verceza”! ¿Cerraste el coche? —terminó atropellando
las palabras de ella fingiendo un tono de no estar discutiendo.
—No es eso… ¡Sí, cerré el coche…!
Dejó de prestar atención a esa
conversación y se acercó a los otros, que tenían un mapa abierto ante ellos y
parecían estar comentando algo mientras Adán se preparaba un porrillo.
—Entonces, ¿de qué va esto? —interrogó con la
esperanza de que reiniciaran la conversación.
—A ver —contestó poniendo los ojos en blanco por
una fracción de segundo—, estos mapas los dan
esos, los del quiosco de allá; son del pueblo. Pero no cuentan nada, sólo dicen
que si queremos los exploremos. Esteban y yo nos hemos pasado por unas cuantas
de las letras que hay apuntadas; algunas no tienen nada, creemos, en otras hay
unos cartelitos tapados por un logo de la organización.
—Ajá…
—Tienen celo, así que creo que luego los
quitarán y se verá lo que haya debajo. Supongo
—alargó la palabra dándole
énfasis—, que cuando empiece
tendremos que ir a estos sitios.
—¿Y cuándo empieza?
—Pues en la página ponía que a las diez y
media, pero dicen que seguramente a las once aquí en la plaza. Se supone que luego
hay de tiempo hasta las seis de la mañana.
—Ok, ¿y eso de las pruebas? —Adán les seguía la
conversación como distraído mientras comenzaba a fumar, ¿porque todo eso acababa
de escucharlo ya?
—Pues no nos han dicho mucho; unos creen
que en algunos sitios habrá unas pruebas que hacer que serán más importantes…
para lo que sea.
—Ya… ¿Cuántos mapas tenemos?
—Éste… ¿Por?
—No sé. —Miró un momento a su alrededor y
localizó el puesto oficial—. ¡Voy a por más!
—¿“Pa” qué?
—Por si se pierden, o lo que sea, mejor
más, ¿no? —terminó sin esperar
respuesta, alejándose ya de ellos.
Le gustaba adquirir ventaja.
Secretamente estaba empezando a conspirar unas cuantas ideas.
—¡Friki! —le gritó un chico que paseaba junto a
otros dos muy cerca de él. Tenía aspecto de lugareño borracho.
Se fue a detener un momento, pero como
el grupo ya se alejaba caminando y le parecían más unos idiotas que unos
camorristas, al final, siguió paseando. No era una persona violenta, y
seguramente evitaría salvo que fuera necesario una pelea, pero eso tampoco
significaba que no tuviera agallas y que no respondiera ante una provocación.
—Perdona, ¿puedo coger un par de mapas? —Había un puñado de
ellos amontonados en una mesa de madera rústica, adornada con compases, una
brújula, y otros instrumentos de logística distribuidos al azar, simulando un puesto
de decisión estratégica.
—¡Claro ciudadano!, tenga precaución —respondió dentro su
papel uno de los soldados.
Dobló uno de ellos en su bolsillo y se
alejó un par de pasos a estudiar el otro. Había una marca en él por cada letra
del abecedario español; algunas de ellas bastante fuera del pueblo, en los
campos de los alrededores y en algunas edificaciones que no sabía lo que eran.
El mapa era completamente realista, tenía la sensación de que hubiera sido
sacado de Google Maps.
Miró la letra “zulú”; estaba bastante a
las afueras, tras un camino de tierra que se alejaba a algún tipo de edificio.
Lo escudriñó acercándoselo a la cara y se dio cuenta de algo: era un
cementerio. Dada la temática y la letra que le habían asignado, pensó que
estaba más que claro que sería algún sitio importante. Ya iría. Se puso a dar
un paseo a buscar las más cercanas, bastante rápido, sin perder el tiempo en
charlar con nadie como habían hecho los otros.
Un poco antes de las veintidós diez horas
estaba de vuelta; había hecho un perímetro de las ocho ubicaciones más
cercanas, colándose entre las personas que iban y venían. En seis de ellas,
como le habían descrito, había encontrado logos de la organización sobre
postes, farolas, o paredes, escondiendo algo tras ellos; en uno de los lugares
no vio absolutamente nada pese a perder algo de tiempo en él, obcecándose en
encontrar lo que fuera. En el último, a diferencia del resto, había un sello
del evento pintado en la puerta de un bar, que por lo demás estaba funcionando
normalmente y no parecía tener nada de especial.
Cuando regresó le tomó unos momentos
encontrar a sus amigos que ya no estaban frente a la plaza, sino sentados sobre
un falso muro de piedra algo apartado del bullicio central. Carla estaba
sentada entre las piernas de Esteban y éste le acariciaba el pelo mecánicamente,
aunque con dulzura; ambos miraban a Adán que estaba “haciendo el cabra” con las
piedras de la fachada de un edificio cercano. Merlo parecía un poco aburrido en
aquel momento.
Conforme se les acercó buscó la litrona
con la vista, y cuando la localizó puso un gesto desencajado con la mandíbula,
apremió el ritmo y empezó a emitir un gruñido simulando un zombi mientras
extendía los brazos hacia la botella.
Nada más lo vio, Esteban sonrió, le hizo
un gesto a Merlo y este le pasó lo que quedaba, que apenas le sirvió para un
trago.
—Creo que habría que ir pronto a zulú.
—¿Zulú?, ¿por? —Esteban apartó
amablemente a Carla y se le acercó a mirar su mapa.
—No sé, es la letra “zeta” ¿no?, ¡zombi! —Empezó a reírse
mientras acompañaba con un gesto del dedo pulgar e índice en vaivén desde la
muñeca.
Esteban se rio y le devolvió
cómplicemente el movimiento. Siempre realizaba ese movimiento cuando hacía un
chiste especialmente malo.
—Pero está un poco lejos, ¿no crees?
—Mira. —Indicó el lugar con el dedo—. ¡Es un cementerio!
—¡¿No jodas?! —Esteban acercó la nariz
al plano—. ¡Es verdad! ¡Qué
bueno! Sí, hay que ir allí. ¡Qué guay!
Los otros se acercaron también a verlo y
después volvieron a sus despropósitos durante escasos quince minutos más por
allí; hasta que la mayoría de la gente se aglutinó en torno a la tienda de
campaña, momento en el cual decidieron aproximarse también para no estar
demasiado lejos.
De pie entre tanta gente los cinco se le
empezó a hacer cansado esperar, eterno. No le gustaba demasiado estar tan
rodeado de personas, sobre todo si además eran ruidosas. A las veintidós
cincuentaiséis horas, súbitamente las farolas de la plaza se apagaron y empezó
a sonar desde el centro una tenue música tensa.
Una lámpara rojiza y potente se
encendió, revelando que aprovechando la oscuridad habían desmontado la tienda
de campaña y ahora, en donde antes estaba ésta, había equipo de ambientación,
con amplificadores y una máquina de humo que acababa de ponerse a funcionar.
Justo conforme aquello comenzó a pasar se dio cuenta de que hacía algún tiempo
que no veía a ningún jugador de los que iban de zombis.
—¡Compañeros supervivientes! —comenzó uno de los
falsos militares a través de los altavoces—. ¡Lamento muchísimo comunicaros que se avecina
una noche aciaga! La plaga zombi ha alcanzado Monte del Jar. —En ese momento, también
por la megafonía, comenzaron a escucharse gemidos y gruñidos dispersos.
—Nos comunican que acaban de caer los
últimos puestos de defensa y que se han avistado algunos zetas por las calles,
acercándose hacia aquí. —Tomó la palabra la
mujer del equipo—. Por si fuera poco, los
altos mandos han decidido dar esta tierra por perdida, y al alba la
bombardearán.
—¡Pero no perdáis toda esperanza! —Se incorporó el otro
hombre que faltaba, haciendo una larga pausa; casi todo el mundo se había
quedado en silencio, como embelesados por el despliegue y la puesta en escena,
que aunque relativamente baratas, cumplían bien su función y parecían bastante
profesionales—. No voy a mentiros, ¡la
mayoría de nosotros no sobreviviremos a esta noche!; pero tenemos noticia de
que unos compañeros han aterrizado un helicóptero cerca de aquí, el problema es
que no sabemos dónde, ni cómo contactarles.
—Para casos como éste —volvió a tomar turno la
mujer—, repartieron por este
último bastión del país fragmentos del número de teléfono que se podía usar
para contactarles. Escondidos tras nueve pruebas por si había aquí algún
infiltrado de esos locos que desean la extinción. Tenéis todos unos mapas con
las ubicaciones más probables de pistas que puedan conducir al paradero de
dichos números. Si conseguís llamarlos a tiempo, tal vez puedan realizar una
extracción antes de que sea demasiado tarde. ¡Os deseo la mejor de las suertes!
Nosotros mantendremos la posición en la plaza por si cualquiera necesita ayuda.
—¡Recordad que el espacio máximo del
helicóptero es para cinco personas! Así que si os movéis en un grupo más
numeroso habréis de dejar camaradas en tierra. —Entonces volvió a hablar el primer
hombre; Danko recordaba que ese dato ya lo habían dado en la página web—. No obstante estamos
seguros de que algunos lugares supondrán pruebas tan difíciles que no podréis sobrevivirlas
menos de tres personas. —Empezó a tener
bastantes ideas.
—Pero lo más importante de todo; respetad
y no involucréis a la población civil. No son soldados como vosotros, no pueden
ayudaros y molestarlos va contra el código de conducta del buen militar.
Recordad también que estamos tan escasos de munición que está terminantemente
prohibido enfrentarse a los zombis, de modo alguno, en ninguna circunstancia.
Si os consiguen tocar deberéis daros por muertos; ningún posible infectado
subirá al helicóptero. Si consiguen tocaros será mejor que os quitéis vuestro
brazalete y se lo entreguéis al zombi que ahora será vuestro dueño y os llevará
al lugar donde podréis completar la transformación.
Recordó que cuando llegaron al lugar del
evento y se inscribieron como grupo les dieron a todos unos brazaletes verdes;
a los que iban a participar como zombis se los dieron morados, y les explicaron
a todos que los de la organización llevarían brazales rojos o dorados y que
quienes quisieran y fueran infectados podrían acudir a un lugar a ser
maquillados como zombis por dos euros y unirse a sus filas. Los zombis también
podían conseguir algún tipo de premio, aunque no sabía cuál.
—También está terminantemente prohibido
invadir o alterar cualquier propiedad civil, incluso si se es invitado, debemos
ser éticos y no llevarles la guerra cerca, si tienen alguna posibilidad de
sobrevivir no podemos ponerla en riesgo.
De repente, por una de las calles de
acceso empezó a surgir una leve bruma y un montón de figuras tambaleantes
irrumpieron en la plaza. Los militares gritaron “¡Corred!” y empezaron a
disparar ráfagas de fogueo desde sus “AKs”, mientras la gente se lanzaba en
estampida en dirección contraria. Antes de unirse a su grupo, que trataba de
tirar de él, Danko se sorprendió al fijarse en ellos; juraría que las armas,
por el modo de escupir casquillos, eran de verdad, pese a que estuvieran
disparando munición falsa.
Empujado por Esteban se unió a la
carrera.
Sonaban gritos de susto por doquier
mientras zigzagueaban entre callejuelas, tratando de alejarse de la masa
principal de corredores, aunque por ahora, nunca estaban solos en ninguno de
los cruces que tomaban. Supuso que durante toda la charla habrían distribuido
zombis por muchos lugares cercanos para hacer la situación lo más arriesgada posible.
Sonaban los tiros, sonaban los gritos,
sonaban los pasos y sonaban algunos gruñidos falsos mientras ellos corrían;
calle arriba y calle abajo, a derecha e izquierda, huyendo lo máximo posible
del caos del centro. Algunos pueblerinos los miraban muy divertidos. Merlo y
Carla fueron los primeros en perder el aliento, y al cabo de unas cuantas
carreras, en un pequeño soportal aparentemente tranquilo, ya lejos de ningún
otro grupo, les pidieron pararse a tomar aire.
Juraría haber visto brazales morados
entre la oscuridad unas cuantas calles más atrás, pero no estaba seguro.
Parecía que por ahora habían apagado casi todas las luces del pueblo, salvo las
de las viviendas. Ellos en verdad todavía no habían visto ningún zombi.
—¡Vale! —resolló Esteban tomando aliento—. ¡¿Qué hacemos?!
—Está claro —empezó él—, tenemos que
separarnos.
—¿Qué? No tío; ¿no has oído? Las pruebas
no pueden hacerlas menos de tres personas.
—¡Por eso mismo! Lo va a hacer todo el mundo. —Pronunció muchísimo la
“o” tónica—. Todos van a ir juntos,
a buscar las letras para encontrar los sitios de las pruebas; eso es “mu”
lento.
—¡Sí! Pero si nos separamos no podemos
hacer las pruebas, somos cinco, aunque fuéramos dos y tres, unos irían justos y
otros ni siquiera.
—¡Es que ahora no hay que hacer pruebas!;
ahora tenemos que cubrir terreno, averiguar dónde están todas. Una en la zeta,
seguro; ¡luego ya nos juntamos y las hacemos todas seguidas!
—Que no macho, que así no vamos a
lograrlo; son muchas ubicaciones como para recopilarlas todas.
—¡Por eso! Separados mejor, las cubrimos
mucho más rápido.
—En serio, que no; y si pillan a alguno,
nosotros ni lo sabremos. —Esteban empezó a
mostrar un tono molesto.
—¡Pues llama por el móvil y lo dice! —Puso una voz un tanto
gutural en tono de burla, por considerarlo un problema de solución obvia, algo
fastidiado por la reticencia del otro—. Bueno; yo me piro; Merlo, ¿te vienes conmigo?
—Anda macho, no seas así —insistió Esteban—. Será más divertido que
si pringamos lo hagamos juntos y que si no, ganemos juntos.
—Que no, que me voy a conseguir todos los
sitios; ganar ganamos juntos así. Quedamos entre las dos con treinta y las tres
en la iglesia, y ya está. Si no, nos llamamos por el móvil antes; y ya vamos
todos a las pruebas, ¡ahora no tiene sentido!
—¡Tío! —protestó.
—Si queréis id vosotros cuatro a piñón a
la zeta ahora y una menos por delante.
—“Nah”, ¡yo voy contigo también! —Merlo se sumó a la
refriega y Esteban lo miró con incredulidad y disgusto.
—Vale, ¡pues vamos! —Él se puso ya en marcha
hacia uno de los extremos de la calle, con el mapa arrebuñado en la mano, y
Merlo lo siguió de cerca. Esteban tomó unos segundos antes de contestar.
—¡Pues ale! ¡Hasta luego eh! —Su voz sonaba bastante
indignada—. Vaya unos capullos —dijo finalmente en voz
más baja, aunque audible, mirando a Adán, buscando evidentemente complicidad al
utilizar su misma muletilla.
Ya no se fijó en si los otros asentían o
no. Pronto doblaron la esquina y los perdieron. Le molestaba un poco que le
dijera qué tenía que hacer; comprendía que también tenía su punto de razón,
pero a él le gustaba jugar tomándose las cosas en serio, sobre todo si era una
competición como aquella, y sabía que a Esteban también, así que no entendía
por qué no veía claro que era mucho mejor hacer las cosas de aquel modo. No es
que lo tuviera por un amigo autoritario, nunca les había tratado mal y es
cierto que cuando jugaban a algo y tomaba el rol de líder lo hacía
inteligentemente bien; pero en esta situación era contraproducente.
Pararon de nuevo a cierta distancia y
sacó el mapa para organizarse y ubicarse, escrutándolo con una linternita en la
boca. Merlo se sumó a verlo con él.
—¿Nos encargamos del sur, y les dejamos a
estos el norte, con la zeta?
—Vale… Oye, ¿cuándo te marchaste por unos
mapas ya tenías esto “pensao”?
—No —contestó riéndose—; bueno, pensé que a lo mejor nos
separábamos, ¿no? Así que mejor tener de más. Toma.
Desdobló el que tenía en el bolsillo y
se lo dio a su compañero.
—De aquí al sur hay unas cuantas en línea,
pero después seguramente sea mejor que tú y yo nos separemos también.
Sacó su teléfono y escribió un mensaje
para Esteban: “Nosotros nos encargamos de la mitad sur del pueblo, para no
repetir letras”. Sabía que no le respondería, pero que le haría caso, después
de todo era lo más inteligente que hacer y debería admitirlo.
Dos personas con pulseras verdes
aparecieron abruptamente desde una esquina y pasaron corriendo a su lado; se
giró a mirar. Al mismo tiempo, de uno de los portales se asomó una señora mayor
en pijama, con actitud de curiosear. De la misma esquina, nada más que unos
segundos después, concurrieron siete personas a paso lento, con los brazos
endeblemente extendidos hacia adelante y gruñendo desganadamente con una leve
sonrisa. Iban bastante bien disfrazados, con manchitas de algo rojo por la ropa
y heridas ficticias puestas por la cara; en la semioscuridad del callejón eran
casi impactantes.
—¡Corre!
Ambos dos empezaron a trotar, era su
primer encuentro. Los dos que les habían pasado sin decirles nada pegaron un
brinco en el primer cruce un poco más adelante, en aquel pasillo entre casas de
piedra vieja. De un salto y un grito habían conseguido esquivar por los pelos a
otros tres zombis que se les habían echado encima agazapados en el rincón.
Ellos tenían peor suerte; ahora mientras corrían se acercaban a esos tres
mismos zombis, que avanzaban despacio hacia ellos, encerrándoles contra los
otros siete que venían por detrás en la calle.
Estaba prohibida cualquier acción de
escalada o de parkour, así que no era una opción subirse a una fachada. El
tiempo se les echaba encima. A un lado siete, al otro tres. Escogió la opción
menos mala y azuzó a Merlo para cargar hacia el grupo menos numeroso. Corrió
haciendo una larga diagonal hacia una de las paredes y en el último momento,
cuando los tres que venían a por él se colocaron para tratar de bloquearle todo
movimiento (después de todo sólo necesitaban tocarle para eliminarle), él pegó
un brinco, hizo un regate y saltó al suelo hacia la pared contraria, con cabeza
y brazos por delante. En el mismo momento en que su hombro rozó tierra rodó y
se incorporó al otro lado de la línea enemiga.
Merlo no fue tan intrépido y se quedó
momentáneamente atrás; pero tuvo astucia y aprovechó que dos de aquellos se
habían dado la vuelta tratando de rozar inútilmente a Danko para intentar
atravesar caminando de lado justo por sus espaldas.
Uno lo advirtió, lanzó el brazo hacia
él, que pegó un bote hacia atrás, echando el culo primero y haciendo un gesto
bastante atlético. Dio contra la pared con la nuca, haciendo un ruido bastante
seco. Otra mano iba recta hacia su pecho. Se agachó y quedó de rodillas en el
suelo; gateó todo lo rápido que pudo. Los tres zombis caminaban a apresarlo,
pero ya estaba al otro lado. Él, mientras le veía hacer todo esto, se acercó y
le tendió la mano. En vez de ayudarlo a levantarse directamente lo lanzó con
todas sus fuerzas. Vio como casi volvía a caerse del impulso.
—¡Corre!
Corrieron.
Se habían salvado.
Él estaba con la respiración
entrecortada, a Merlo directamente podía verle subir y bajar el diafragma
mientras se recobraba.
—¡Ves! —exclamó resollando, buscando apoyo—. Si aquí hubiéramos
estado todos. —Respiró de nuevo—. Todos fuera —sentenció sin poder
hablar mucho de seguido, acompañando sus palabras de un movimiento de manos de
degüello.
—¡Sí! —Merlo tenía la cara roja.
Habrían corrido, calculaba, algo más de
un kilómetro, hasta llegar a uno de los límites oeste del pueblo, pues desde
aquí hasta donde estaban antes habían encontrado, en casi todas las calles,
zombis; la mayoría ocupados con otros grupos, pero que indudablemente los
habrían percibido y luego irían a por ellos si se quedaban por la zona. Muchos
gritos breves se escuchaban cada dos por tres, más habitualmente femeninos que
masculinos, resonando entre los adoquines, y algunos perjurios perturbando la
noche estrellada. En su carrera habían visto impotentes a tres personas por
completo rodeadas que no tuvieron más remedio que dejarse atrapar. Donde
estaban ahora, con todo el campo para correr, era mucho más difícil que les
encerrasen y podían descansar un par de minutos.
—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño antes? —Se tocó la nuca para
referirse a la de su amigo.
—¿Qué? Sí, bueno… ¡Au! —exclamó y se rio ya más
recobrado.
Eran las veintitrés veintiuna horas de
la noche. Cerca de ellos se percató de un par de hombres sentados a la fresca
que los miraban, y nada más cruzaron sus ojos les interpelaron jocosos.
—¡¿Qué?! ¿Vais ganando?
—“¡Shhh!”
—expresó él poniendo un
dedo en sus labios y sonriendo tratando de causar empatía—. Creo que sí —mintió en un susurro.
—¡Vale, vale! ¡Suerte chavales! —terminó el interlocutor
entre risas.
Se apartaron un poco.
—Yo creo que se lo están pasando mejor
los del pueblo que nosotros.
Danko se encogió de hombros asintiendo y
volvió a comprobar su mapa.
—Vale, estamos aquí. —Puso un dedo en una parte
e invitó al otro a mirar—. Mira, tenemos todas
estas en línea y aquí.
—Señaló
otro lugar más o menos centrado—. Yo tiro para el sur, hacia el aparcamiento haciendo todas
estas letras; que esta calle cuando cruzamos estaba muy mal, y te dejo a ti
estas cuatro hacia el este, que no parecen tan chungas. —Respiró—. Luego si acabamos nos
llamamos a ver qué pasa y cómo van los demás.
—¿Vamos a entrar de nuevo al pueblo? Pero
si estaba fatal.
—No hay otra; antes estábamos en el puto
medio y no sabíamos dónde estaban. Si ahora vamos mirando podemos asegurarnos
de que no nos cierren por detrás. Debería ir bien.
—Vale…
Aún cansado, se puso a andar, dando un
rodeo para entrar por una calle distinta.
—¿Y por qué no empezamos por fuera, dando
un rodeo para mirar todas las exteriores?
—¡Uf…! Una vuelta muy grande. Mucho
tiempo yo creo.
—Vale sí, pero joder…
—Ya…
Entraron de nuevo en el pueblo. Apenas
hubieron penetrado un par de calles se cruzaron con tres chicos y dos chicas
sudorosos que venían a paso rápido en dirección contraria.
—No vayáis, que vienen mogollón —les advirtieron sin
detenerse.
Se miraron. Negó con la cabeza y
siguieron avanzando lentamente. Al poco oyeron pasos acercarse. La calle hacía
curva y no podían ver qué había al otro lado. Si les aparecían por la espalda
estarían en otro cuello de botella tal vez incluso peor. Decidió que no cabía
otra opción que volver a retroceder y buscar otro acceso; pero cuando fue a
tirar de Merlo él ya no estaba a su lado. Lo buscó con la mirada y lo vio
agachado tras un cubo de basura en un rincón oscuro de un portal, haciéndole señas
de que se uniera y volviendo a negar.
Era imposible que no los vieran allí en
cuanto pasaran por su lado. Sin hacer ningún ruido le hizo un montón de gestos
bruscos con la mano para que se levantara y corriera; ya se veían siluetas en
la pared de enfrente; a causa de la luz de una de las viviendas abiertas, a lo
mejor. Eran muchas. Su amigo seguía obstinado; no quería dejarlo atrás… Se
encogió de hombros y corrió a pegarse a él contra la pared y el cubo, justo al
tiempo que sentía aparecer unas siluetas por el quicio del camino,
cuchicheando.
—No es justo que a nosotros no nos dejen
correr; sólo podemos atraparles cuando los rodeamos.
—De eso va esto, a mí me mola, además
como van diciendo por dónde andan no es tan difícil encerrarles.
Los zombis estaban muy cerca, podía
escucharlos nítidamente. Iban a atraparlos; pensó en si podría esprintar lo
suficientemente rápido. El primero apareció por el borde del cubo; mirando
hacia el lado contrario hablando con su compañero. Éste sí miró en su
dirección, el corazón se le subió a la garganta y empezó a crepitarle en las
sienes; aunque iban hablando como personas normales, su aspecto llegaba a
producir engaño. ¡No les vio!
Breves pasos después, tres más doblaron
la esquina; ¡pero iban distraídos, confiados de sus compañeros delante de
ellos!
Otros tres más los seguían paseando desatentos,
estaban en medio. No se lo creía. Del portal un hombre salió causando que todos
lo mirasen, abrió la tapa del cubo para tirar la basura. Todos miraron la bolsa
de basura y los ignoraron. ¡Pero si estaban ahí mismo, justo al lado! Había
oscuridad, pero no tanta. Pensó todo lo rápidamente que podía. Al otro lado de
la calle había luz… debía de ser que ahora mismo tenían la visión nocturna
desacostumbrada… Pero eso significaría que tenían que haber deambulado mucho
rato con buena iluminación… Eso iba a complicarlo todo luego.
Una chica pasó finalmente, cerrando el
séquito de zombis, dejándolos atrás sin titubear, sin fijarse en ellos dos allí
acurrucados tras los contenedores. Ni siquiera el señor se percató de ellos.
Merlo fue a salir a correr nada más la última zombi hubo cruzado. Él lo frenó
reciamente con una mano en el hombro.
Así que era eso, los zombis estaban
siempre en el peor sitio porque se comunicaban de algún modo. Entonces no era
sólo peligroso estar cerca de ellos, sino simplemente ser visto si no se sabía
a dónde se iba… De ahí en adelante no obstante habría luz, así que no podrían
moverse más entre las sombras, sería mejor ser rápidos en vez de sigilosos
después.
—Los zombis se comunican. Si corremos
ahora nos tienden una trampa luego —le susurró al oído.
Una vez se hubieron alejado bastante los
otros y se difuminaron en la oscuridad de las calles castizas de pueblo,
continuó susurrando.
—Tú y tu suerte… es increíble. —Merlo le sonrió
satisfecho—. Ahora habrá luz, así
que tenemos que tratar de hacer esta parte muy rápido.
Se levantaron y salieron al trote; no
estaban muy lejos de la primera letra. En efecto, en aquella zona volvían a
estar las farolas encendidas. Cuando llegaron se aproximaron cautamente. Asomó
la cabeza momentáneamente a la nueva vía. Un zombi custodiaba la ubicación
marcada de cerca: había un papel escrito pegado en un poste, con un logo grande
estampado. Debía ser allí.
—Mira tú lo que pone en el papel; pero espera
unos segundos.
Salió corriendo todo lo rápido que pudo
hacia el poste; el zombi lo interceptó poniéndose entre los dos. Él se acercó
hasta el alcance de su mano y cuando intentó tocarle dio un saltito y empezó a
simular rodearlo, encarándolo hacia la dirección contraria de la que habían
venido. Fingió estar todo el tiempo tratando de sobrepasarlo para llegar al
palo con la nota. Cuando lo hubo colocado en el extremo contrario, hizo una
señal con la mano y Merlo salió deprisa de entre el quicio de las calles acercándose
al madero.
—¡Joder! —bufó el zombi e hizo ademán de ir a
correr hacia el otro, pero luego se contuvo y empezó a andar deprisa.
No había mucho espacio así que deseó que
su amigo fuera rápido; no obstante le molestó el comportamiento del zombi, uno
“de verdad” no habría perdido su atención en él.
Vio que Merlo ponía una cara extraña y
de fastidio al mirar el poste y sacó rápidamente su teléfono en el que empezó a
teclear, apurando hasta el último segundo. Luego cogió un poco de carrerilla
hacia atrás, y con espacio de sobra, dio un rodeo al actor y llegó a reunirse
con él.
—¿Qué pone?
—¡Letras! —jadeó—. Sólo letras, muchas, aunque faltaban algunas;
he apuntado creo que todas.
Danko miró el móvil; había dieciocho
letras.
—Mándamelo si puedes en un mensaje.
Merlo asintió y comenzó a hacerlo
mientras trotaban sin prisa alejándose del zombi; hacia la siguiente ubicación.
Barrieron tres lugares más del mismo
modo. No tuvieron mucho riesgo, sin perder él la sospecha de que deberían de
estar preparándoles algo, salvo que hubiese muchos otros grupos por la zona de
los que preocuparse. Todos fueron iguales; uno en la fachada de una casa, otro
en una parada de autobús y el último dentro de la vidriera de una tienda.
Letras. Dieciocho siempre.
Enseguida cayó en la cuenta. Faltaban
nueve letras en cada caso. Nueve números que tiene un teléfono, y nueve pruebas
repartidas por la zona. Las letras que faltaban servían para descartar lugares.
Las mismas nueve letras que aparecieran en todos los papeles deberían ser las
ubicaciones que realmente importaban. Pensó en el bar en el que había visto el
símbolo del evento cuando exploró; esa debía de ser una de ellas, la letra “bravo”,
así que ya le faltaban sólo siete, contando con zulú que daba por sentada.
Mientras caminaba atento a los
alrededores, sacó su teléfono y abrió una aplicación de bloc de notas donde
escribió una primera fila con todas las letras del abecedario; acto seguido
empezó a escribir en fila, debajo, de nuevo las letras de los tres papeles que
habían apuntado; dejando huecos vacíos para las letras que faltaban, con
intención de poder cotejarlas todas luego visualmente rápido. Finalmente
subrayó en la primera fila que había escrito las letras “bravo” y “zulu”. En
total había podido descartar trece letras, pues en las tres tablillas que tenía
había muchas desaparecidas por repetido. Casi la mitad…
Fue a mandar un mensaje a Esteban con la
información, pero estaban acercándose a la última ubicación antes de separarse
y decidió hacerlo luego, cuando estuviera a solas. Miró la hora antes de guardar
su celular; las cero, cero con diecisiete horas. Se preguntaba cómo irían otros
equipos. Tenía esperanza en que no estuvieran tan avanzados en descubrir el
truco. Les había llevado un buen rato llegar a tener esta información; pero
confiaba en que ahora que sabían esto, todo fuera mucho más rápido.
Un chirrido, un grito fuerte y grave; y
una silueta enorme se descolgó a su lado desde encima del muro de un jardín.
Medía al menos metro noventa, con melena greñuda; llevaba pantalones militares
agujereados, una casaca enorme manchada de algo que parecía sangre; una máscara
de gas cubriéndole la nariz y ojos, y un brazalete dorado sobre la manga. Danko
chilló como acto reflejo y saltó a un lado; Merlo se quedó paralizado un
segundo y luego dio pasos muy cortos y rápidos hacia atrás. Volvió a vociferarles
muy fuerte en la cara. Sintió como se le disparaba la adrenalina y el pulso de
nuevo.
—¡Yo! —comenzó con voz teatral—. ¡Soy cincuenta y tres!,
experimento fallido con la enfermedad de la organización; ¡y puedo correr e
infectar!
Esprintó hacia ellos desbocado.
Corrieron gritando momentáneamente. Daba bastante miedo su aspecto, pero al
menos él se recompuso pronto y se concentró en seguir corriendo; agarró de la
muñeca a Merlo para tirar de él en las encrucijadas y que no acabasen
separándose caóticamente.
—¡Cuando —jadeó en la carrera—, lleguemos —jadeó—, al —jadeó—, sitio —jadeó—, que dijimos…! —jadeó.
—¡Vale! —contestó aturdido.
—¡Hacemos… como… dijimos… donde… dijimos!
—insistió irreflexivo ante
que su amigo ya le había contestado entendiéndole.
—¡Sí!
Les pisaba los talones. Era bastante
rápido, aunque parecía que con todo aquello que llevaba iba perdiendo algo de
ritmo; pero no el suficiente. Tenía que estar en forma para seguirles tan pertrechado.
Calle a la derecha; un poco perdido… El aire de una mano en su nuca… Zombis al
acercarse a otra esquina; tres. Empujón de un amigo al otro para apartarse,
escapando casi sin contarlo por los lados; dando contra las paredes. Su
perseguidor gruñendo fuerte por en medio de los zombis, volviendo a estar muy
cerca. Calle a la izquierda. Luego recto. Dos zombis solitarios en una
callejuela estrecha. Problema. Driblar. Su perseguidor chocando contra el
primero. ¡Segundos extra, a por el otro!, uno por cada flanco. Al decidirse el
chaval caracterizado a por quién va, los dos aprovechando para virar y pasarle
por la otra dirección. Menos mal que esos no tenían permitido ser rápidos. Carrera.
Carrera… Bifurcación con cartel del evento en una pared y zombi custodiándolo. Sin
tiempo para leerlo. Bifurcación para ellos también. Merlo de frente, él a la
derecha. El corredor… ¿persiguiendo a Merlo? Carrera. Carrera…
Se detuvo. Respiró.
Estaba en un cruce y no había zombis.
Pero sabía que sabían que estaba por ahí. Siguió caminando de frente; hacía el
sur. Le dolían las piernas. ¿Cuánto tiempo habría estado corriendo con toda su
alma? Estaba siendo muy divertido; se sentía satisfecho y cansado. Al a llegar a
un pequeño descampado abierto, con cuatro accesos, se sentó en una piedra a
respirar y revisar el mapa, sin idea de dónde se encontraba; se había aprendido
más o menos la ruta hasta la bifurcación. Confiaba en que no pudieran rodearlo
por cuatro sitios a la vez.
Gracias al plano se acabó encontrando.
Coincidentemente no estaba muy lejos del bar al que habían adjudicado la letra
“bravo”. No estaba exactamente de camino a la próxima pero decidió acercarse a
ver si podía descubrir de qué iban las pruebas.
Las calles allí estaban bien iluminadas
y seguían escuchándose sustos por entre los adoquines, aunque mucho menos
frecuentemente. Supuso que la mayor criba habría ocurrido al principio, cuando
empezaron todos hacinados; y que los que aún siguieran participando estarían ya
escondidos o sobreviviendo como ellos.
Reflexionó unos segundos sobre si le
iría bien a su amigo o no. Ahora estaban solos cada uno por su lado, y debían
aprovechar esa desventaja para obtener la mayor información posible y poder ir
a realizar las pruebas todos juntos cuanto antes.
Pasaron cerca de él dos mujeres
mediterráneas compartiendo una bolsa de pipas y decidió ponerse a caminar cerca
de ellas, por lo menos hasta que dejasen de llevar su misma ruta. No iba a
incumplir las normas e involucrarlas, pero paseando a su lado era más fácil
pasar desapercibido como si fuera uno más del pueblo, y sin esconder su emblema
de superviviente, eso tampoco estaba prohibido.
Contra el primer zombi solitario que se
cruzó funcionó la estratagema, pero no así con otros dos con que se topó un par
de calles más tarde y que comenzaron a seguirle. Se dio una carrera alejándose
de las señoras; sabía que iba a tener que avanzar un poco a ciegas y eso no le
gustaba, así que prefirió tomar un rodeo para perderles y no desvelar su
verdadera dirección.
Tras haber alargado ligeramente su paseo,
se sorprendió al ir a acceder a la calle del bar; en la entrada de la misma
había construida una valla improvisada de tablones con la silueta dibujada de
un hombre armado en negro y unas letras que rezaban “¡No pueden entrar zombis!”
Sonrió y, aunque no del todo confiado,
se apresuró a la vía. Por lo demás la calle era como cualquier otra del pueblo.
Iluminada y bastante más viva que el resto, sin embargo. En los otros dos
cruces de la misma también podía ver la parte de atrás de unas señales
semejantes. Estaba en tierra segura, esperó. Lo agradecía.
Se dirigió derecho hacia el bar, responsable
de la actividad extra que había en el sitio; muchos lugareños jóvenes parecían
haber hecho de él su centro de reunión y estaban bebiendo por grupos en la
terraza.
Cuando se acercó se fijó en que lo
miraban risueños, pero también con cierta picardía, así que decidió mantenerse
alerta.
Dentro había también gente en la barra.
Uno de los camareros, aunque atareado en su labor, llevaba un brazal dorado
sobre la chaqueta. Recordó al último que había visto con uno semejante y se
preocupó; mas supuso que sería un brazal para indicar miembros de la
organización que participaban de algún modo en el juego.
Nada más se acercó a la barra notó como
el camarero se fijaba en su brazal verde; y al poco de atender a un cliente se
le acercó.
—¡“Psss”! ¡Camarada! —susurró en grito—. ¿Estás buscando
información? Aquí hemos oído muchos rumores… —Aunque su tono sonaba algo fabricado,
percibió que se esforzaba por interpretar su papel—. Acompáñame a la
trastienda; estoy seguro de que tengo algo que te interesará.
—No, gracias; yo también he oído muchos
rumores… —contestó siguiéndole el
juego, al fin y al cabo estaba sólo; como para participar de una prueba…—. Ponme una Coca-Cola por
ahora.
El otro lo miró confuso por un momento,
luego asintió y le sirvió, regresando a su rutina de camarero. Él quería
esperar a ver si tenía suerte y algún grupo se presentaba.
No tuvo que esperar demasiado; tres
cuartos de lata y medio trago exactamente. Cuatro chicos con insignias verdes
de aspecto cansado, dos de ellos en absoluto atléticos, se adentraron con paso
algo titubeante. Él empezó a mirarlos sólo de reojo esperando pasar
desapercibido.
—¡“Psss”! ¡Camaradas! ¿Estáis buscando
información? Aquí hemos oído muchos rumores…
Acompañadme a la trastienda; estoy seguro de que tengo algo que os
interesará. —Le hizo gracia que
fuera exactamente la misma frase.
Los muchachos se demoraron un momento
intercambiando miradas, y después asintieron con decisión y lo siguieron hacia
una puerta tras la barra. Esta segunda vez que había escuchado el guion, se
fijó en que cuando empezaba a decir la oración “acompañadme a la trastienda”,
lo hacía con un cierto tono malicioso que sin duda había de ser parte del
papel.
Todos desaparecieron tras el umbral y él
apuró el vaso para estar atento de qué oía. Silencio y ruido del bar. De golpe,
apenas un minuto después, chillidos bruscos de susto, seguidos de risa
instintiva de vergüenza y nerviosismo. Volvió a no poder oír nada por unos
segundos hasta que, de repente, escuchó un nítido “¡Cago en la puta!”, sucedido
de un par de “¡Joder!” ahogados y después protestas apagadas por las paredes.
Enseguida reapareció el miembro de la organización como si nada, aunque con una
sonrisita malevolente, y se puso a seguir atendiendo las mesas. ¿Sería un
empleado del bar por el que habría pagado la organización, o un miembro de la
misma que habrían ofrecido para trabajar allí por esa noche?
Tardaron medio minuto más en volver los
miembros del grupo, porfiando entre dientes, demasiado bajo como para oírlos;
sin sus brazales, y escoltados por un zombi con un brazalete morado sobre la
manga raída y cuatro verdes entre sus dedos, también con aspecto satisfecho.
Sonrió para sus adentros, pidió la
cuenta y se marchó. No había obtenido toda la información que querría, pero sí
toda la que necesitaba.
Justo al salir por la puerta recordó que
no había escrito a Esteban. Sacó su teléfono; eran las cero, cero cincuentaitrés
horas; y tecleó: “En las letras hay carteles con + letras; 18 en cada uno. las
9 q faltan se descartan; las q esten en todos son pruebas. Nosotrs ya sabemos q
la “a d g h i k l m n q s v x” no son nada. Bravo y zulu son algo. q tal ha ido
por alli? Las pruebas son trampas; en bravo t llevan a la parte d dentro d un
bar. No se q ocurre dentro pero se han cargado 1 equipo entero”.
Hacia el sur tenía a su alcance la letra
“india”, sabía que no era una prueba, pero si tenía un cartel con nueva
información merecería la pena revisarla. Con el tiempo que había pasado supuso
que ya no le seguirían la pista así que volvería a ir despacio, tratando de
pasar desapercibido, sentía que iban bien de tiempo si para las dos y algo
pretendían tener toda la información.
Por un buen rato se topó con calles
vacías; la letra “india” estaba abandonada y gracias a ella pudo descartar
también las letras “oscar” y “romeo”. Tecleó la información de nuevo, escondido
tras un árbol grueso, y mientras estaba en ello le llegó un mensaje de
respuesta.
“Ey! Muchas gracias! Nosotros muy bien.
No sabes lo que te estás perdiendo tío! La “z” ya la tenemos, es el tercer
número del teléfono, un 4! Ha estado muy guay! Había un enterrador y un montón
de zombis con unas mangueras, como si escupieran… y había que ponerles unas
cadenas; casi pringan a Adán! Nosotros encontramos un cartel. Qué tal
vosotros?”.
Le pareció que ya no estaba enfadado,
aunque sí que pensó que había algo de animosidad en ese “no sabes lo que te
estás perdiendo”. No le preocupó, él también se lo estaba pasando muy bien.
“Aquí todo ok, ‘o r’ descartadas tb, nos
hemos separado de nuevo, no se nada de merlo. Todo muy guay, mola mucho, nos
persiguio un zombi dorado que corria. Cuidado”.
Eran las cero, uno cero ocho horas. Se
dirigió a la siguiente letra, podía escoger entre dos así que fue a la ñoño,
que no sabía nada de ella.
—“¡Guarg!” —Una voz no muy lograda y ronca lo atacó
por un flanco.
—“¡Uuuuu!” —Otro zombi más se unió tomándose menos
en serio su trabajo.
—¡Joder! —chilla en bajo del susto.
Le saltaron desde una esquina y le
rozaron la mochila cuando los esquivó. Eran feos y pintados de verde. Se había
llevado un buen susto; corrió rápido dejándolos atrás, sabía que de nuevo había
revelado su posición. Fue todo lo deprisa que pudo; había otros dos zombis en
la siguiente calle, pero era ancha. Hicieron ademán de perseguirle pero lo
acabaron dando por imposible. Cada vez tenía más claro que, al menos para ir
por dentro del pueblo, moverse en grupos numerosos habría sido mucho más
difícil.
Corriendo, llegó a un cartel de “prohibido
zombis”, se tranquilizó momentáneamente, pero luego entendió que debía de ser
otra prueba. Era una encrucijada a las afueras del pueblo, desde allí podía
verse el inicio de los campos sembrados; era diáfana y en medio de los caminos
había un hombre tumbado boca abajo en el suelo con un brazalete dorado. De
acuerdo, era una prueba, y ésta parecía menos amistosa que la del bar. No iba a
arriesgarse a investigarla; cruzó corriendo todo lo rápido que pudo en
dirección a los campos. Oyó unos gruñidos detrás de él pero con un rápido
vistazo mientras trotaba no logró atisbar nada. Está bien, la ñoño era una
prueba con trampa también, pensó.
Llegó a terreno abierto y respiró de
nuevo. Empezaba a estar bastante cansado; le escocía un poco la garganta de
respirar corriendo aire frío, así que decidió ponerse la chaqueta.
A su espalda quedaban las casas de cal y
piedra del pueblo y frente a él tenía espacio en oscuridad rural. El cielo, no
obstante, estaba anticiclónico y se podían ver con claridad la luna casi llena,
algo menguante, y constelaciones como Orión o las osas. Gracias a su poca luz
pudo distinguir senderos y algunas siluetas de edificios entre los surcos y las
suaves colinas. Soplaba una leve brisa fresca revolviéndole el pelo y
dificultándole extender el mapa, linterna entre dientes y apuntando al suelo.
Había mucho silencio ahora, aunque a su espalda reverberaban brumosos ecos de
voces del gentío.
No muy lejos de él, en medio de ninguna
parte, había otra letra; analizó un poco más el mapa para tratar de hacer una
ruta eficiente. Desde esa iría a otra situada entre unos edificios, seguramente
aquellos que intuía en la distancia; luego habría de desandar parte del camino
rumbo sudoeste.
Caminar entre piedras y agujeros en la
tierra se le hizo pesado. Ahora que había dejado de estar en tensión el
cansancio acumulado se le echó encima; todavía lejos del agotamiento. Simplemente
algo menos ágil que de costumbre, anduvo sobrellevando el esfuerzo. Se secó
entre tramo y tramo el sudor del cuello y de la nuca con las mangas de la chaqueta,
procurando evitar que se lo enfriase el aire que corría.
Llegó al lugar. Un espantapájaros en
medio del arado, diáfano por completo. Pegado a él con un clavo había otro
cartel. Lo iluminó con la linternita cerciorándose de que contenía letras y se
aproximó tras echar un vistazo a los alrededores. Ya no había ningún ruido más
allá de sus pisadas, el viento y algún que otro crujir inidentificable.
Puso un pie frente al letrero y sacó el
teléfono para apuntar. Tecleó. Silencio. Tecleó. Entonces… silencio. Fácil.
Se puso en marcha alejándose del monigote,
hacia los edificios que tenía al frente. Veinte siluetas oscurecidas como chuchos
nocturnos entre basuras se incorporaron a pocos pasos de él, tumbadas antes en
los surcos de la tierra. Profirió un grito ahogado cayendo al suelo de culo. “¡Bum,
bum!”; el corazón le resonaba en las sienes. Reculó empujándose con talones y
manos mientras se giraba para levantarse. “¡Bum, bum!”; se atragantó con su
propia respiración. Era consciente de que se le había caído la linterna. Corrió
hacia atrás. Entonces, otras quince personas lo estaban cerrando desde esa
dirección. “¡Bum, bum!”; la garganta le sabía a hierro. Habían salido de la
nada, de las líneas de siembra. “¡Joder!”, volvió a maldecir. Andaban despacio
hacia él entre gruñidos y carcajadas, encerrándole a cada paso. “¡Bum, bum!”;
dialogó con sus músculos enviándoles adrenalina y sangre desbocadamente. Sólo
tenía un estrecho pasillo formado entre los dos frentes para intentar escapar,
y multitud de brazos extendidos entre medias. “¡Bum, bum!”; esprintó y tropezó
con todas sus fuerzas, corriendo al traspiés agitando los brazos
descontroladamente, cabeza por delante y agachado, tratando de recuperar el
equilibrio. El túnel a la salvación se estrechaba. Apretó aún más tomando
gigantescas bocanadas de aire frío; ya casi llegaba, una mano quería tocarle…
saltó como si fuera a una piscina, cuerpo estirado por delante. “¡Mierda!”
exclamaron a su espalda, “¡Cogedle!”, “¡Que no se escape!”. Aterrizó en el
suelo de tierra seca y guijarros, impactando primero con las manos y antebrazos
y después con el pecho, la barbilla y el vientre, deslizando unos centímetros
con estrépito de derrape. Lo recorrió un destello violeta de dolor, tenue y
relampagueante. Como un perro se propulsó unas zancadas a cuatro miembros,
incorporándose torpemente en carrera.
—¡Joder!
—¡Cabrón!
—¡Era nuestro!, ¡mierda!
Corrió todo lo que pudo alejándose muchísimo,
con el susto en el cuerpo. “¡Joder!”, pensó él también. Los zombis lo persiguieron
brevemente, pero sin poder correr, se retiraron. Entre ellos se vislumbraba un
brazalete dorado. Ese debía haber organizado aquello. Se detuvo y paseó.
“¡Bum, bum!”, el corazón fue recuperando
su ritmo. Se detuvo. Estaba a un estadio de fútbol de los zombis, a los que
podía entrever escondiéndose de nuevo. Tosió con fuerza, la garganta le ardía.
¡Había sido increíble! Estaba entusiasmado. Los antebrazos le escocían como
ascuas; trató de revisarlos pero estaba demasiado oscuro, los notaba rugosos,
algo húmedos y pegajosos. Supuso que se había hecho un raspón extenso y sangrante;
tenía las mangas desgarradas. También notaba herida la barbilla. Llevó un par
de dedos hasta ella pero no descubrió nada. Se crujió el cuello y los hombros;
estiró las falanges y las manos, se sacudió tierra y polvo del pecho y los
pantalones y, entusiasmado, empezó a pasear magullado hacia los edificios,
agarrando con un brazo la correa de su mochila y con una sonrisa de oreja a
oreja. Empezó a reírse solo.
Fue percatándose de que estaban más
lejos de lo que parecía. ¿Cómo iría Merlo? No había escrito nada así que, al
menos, no deberían haberle atrapado. Eran las cero, una treintainueve horas. Él
tenía ya quince letras, si entre los otros dos grupos hubieran conseguido tan
solo las tres que faltaban ya estaría todo hecho; prácticamente podía permitirse
volver a la iglesia; pero tenía el orgullo de conseguirlas todas él sólo ya,
para restregárselo a Esteban; así que quería apurar esa última localización al
menos. Aunque no tuvieran las que faltaran, ya no quedaban demasiadas letras
como para que fuese mucho problema tener que hacer alguna ubicación de más.
Ahora le preocupaba más cómo iban a lograr pasar las pruebas. Para eso tenía
intención de confiar en Esteban, que era buen estratega y ya había hecho una
por lo visto.
“¡Bip!”. Sonó un mensaje en el móvil.
“Como stas? e hecho 3 sitios. Vuelvo para la iglesia q n puedo mas. Ahora llamo
a esteban”. “Bien todo bien. Yo voy aora. Dame 30 minutos.”. Eran las cero, una
cuarentaisiete horas, y estaba llegando ya a los edificios. Parecían un par de
almacenes agrícolas en medio de unas calles pavimentadas y varios solares
cerrados por verjas, con andamiajes y armazones de construcción… ¿Un futuro
barrio a las afueras del pueblo? Había un par de farolas encendidas y sobre una
de ellas otro cartelito; menos mal que había más luz que su móvil. Casi tropezó
varias veces. Por desgracia había dos zombis custodiando el papel. Demasiados
para él sólo. Le chorreaba sudor por ambas sienes, y sentía la frente empapada;
ya había desistido de tratar de secárselo.
Tenía que esperar a que alguien se
acercase. De rato en rato se había cruzado con destellos de linternas en la
distancia, así que confió en que más supervivientes fueran a venir, y tomaría
ventaja de ellos. Oculto en una esquina de ladrillo medio construida aprovechó
su rato de descanso para sacar la botella de agua, beber un buen trago, y
después limpiarse las heridas de los brazos con la misma.
En la penumbra pudo examinarlas algo
mejor. Multitud de arañazos ya secos y terrosos le recorrían desde la muñeca
hasta el codo. Escocían bastante. Se sentía molesta la barbilla, pero parecía
que sólo era una contusión. Se la apretó un poco con cierto gusto y dolor,
comprobando que efectivamente todo estaba en su sitio, una pizca hinchada tal
vez. Había destrozado las mangas de su chaqueta, era lo que más le fastidiaba,
le gustaba esa chaqueta. Eran las cero, uno con cincuentaisiete horas.
Un grupo de tres chicas y dos chicos
apareció, raudo por una esquina hacia el centro del cruce. Una de las chicas
era bajita y bastante rellenita, con movimientos agotados, pero curiosamente
nada pesados. Otra rubia y muy delgada, vistiendo en vaqueros cortos y una
camiseta dedicada a la banda Nirvana; casi le pareció guapa. La otra, más
castaña que de pelo claro, tenía una constitución algo fina también, y esperaba
contra la pared de un modo similar al que había hecho Merlo en las últimas
ocasiones, vestida de camuflaje. De los dos chicos, uno dudaba si llegaría a
los dieciocho años obligatorios para participar, era pelirrojo, vestía de militar
y tenía la cara llena de granos y pecas. El otro era gordito, con pelo castaño
rizado y una camiseta ajustada que no le favorecía nada; moviéndose
pesadamente. Todos con insignias verdes. Entre los cuatro que estaban activos zigzagueaban,
mareando a los dos zombis tratando de abrir un hueco para mirar el cartel.
Miró el móvil, las cero, una
cincuentainueve horas. Perfecto para ir acto seguido a la iglesia. Se incorporó
dispuesto a ayudar para obtener él mismo su tajada también. Aceleró el ritmo al
grito de “¡Os ayudo!” y, pasos después, inició un trote.
De repente se detuvo; algo llamó
súbitamente su atención y la de los demás. Miró al cielo; entre la negrura rutilante,
una miríada de centelleos verdes chisporrotearon en la noche, recorriendo
instantáneamente franjas de un horizonte a otro; como un relampaguear turquesa
e inexplicable; completamente inaudible. Se hizo la paz siete segundos. Y
ominosa e inquietante se desplegó una gigantesca aurora boreal, bandereando
calma en el firmamento e iluminando de azul todo sobre el reino. Siete segundos
más se arremolinó y desenredó, llenando todo el paisaje, antes de desaparecer
translúcidamente en la nada.
Danko fue a bajar la vista interrogante
hacia el resto, cuando sin aviso un chirrido agudísimo e insoportable llenó sus
oídos, lo mareó; y un dolor de cabeza extremo lo sacudió hasta derribarlo
incontrolado de rodillas al suelo, llevándose las manos a los oídos. Entre
parpadeo y parpadeo, incapaz de mantener la vista quieta, observó que también
se revolvían en el suelo patéticamente los otros participantes y los falsos
zombis. Trató de gritar pero no supo si lo logró, todo su mundo era chirrido.
¿Iba a morir? Se sentía morir… Cree que vomitó.
Tal y como viene, se marcha el dolor, se
marcha el ruido y se queda desahogado. Se extiende y estira, liberado, en el
suelo, bocarriba; su mano se apoya en algo húmedo y caliente, su vómito; nota también
humedad tibia en su entrepierna y traga saliva abochornado. Se siente como si todavía
estuviera enfermo pero ya no le pasara nada, no quedan rastros del malestar y
descansa unos segundos doliendo solo de revivir el mal trago. Oye algo de
movimiento a su derecha; ladea la cabeza y trata de incorporarse sin muchos
problemas. Cinco de las personas que allí había también se están levantando,
con rostros confusos y asustados como el suyo.
Uno de los zombis se incorpora algo más
lentamente. Gime profundo y ronco y extiende los brazos hacia el chico pecoso,
con la cabeza ladeada.
—¡“Ey” tío! ¡Para! Ahora no… ¿Qué coño ha
pasado? —Gira la cabeza hacia la
chica rubia que tiene al lado—. ¿María?
La amiga lo mira paralizada e incrédula.
El zombi lo agarra de un brazo y el joven reacciona girándose abruptamente,
exponiendo todo su torso. El cuerpo del otro se abalanza sobre él y lo derriba
al suelo. Oye un alarido desgarrador que le retuerce los huesos y ve al agresor
realizar un gesto seco y rápido, arqueando toda la columna, desmembrando de
cuajo con los dientes un trozo del cuello del muchacho, en un estallido de
sangre; y sin contemplaciones, introduce los dedos en la herida agarrando y
tirando de trozos sanguinolentos para llevárselos a la boca goteante, que no
para de masticar, ante los impotentes y desvanecientes gemidos del pelirrojo.
Dos de las chicas chillan descontroladas
mientras el muchacho gordito tiembla contra la pared completamente blanco.
El otro zombi da unos pasos hacia atrás
tiritando y balbuceando “¿Qué haces?”. Choca de espaldas contra la superviviente
bajita. Ésta le agarra de la cabeza con ambas manos y tira de él causando que
se caiga sobre ella desplomándose los dos. Comienza a acercarse a ellos con la
mente por completo obscurecida. Antes de poder reaccionar o pensar, la
veinteañera se ha colocado sobre el otro y dirige su boca hacia la suya. Lo
muerde en los labios y estira de ellos hasta arrancárselos. Los chillidos del
zombi falso se expanden y le llenan hasta su nariz en toda su terrible agonía.
Éste golpea a la chica con brazos y piernas mientras patalea tratando de
zafarse histéricamente, llorando y suplicando, siendo mordido una y otra vez en
cada parte del cuerpo que se acerca a la boca de ella.
Durante unos segundos se detiene, mira. Sólo
mira. Y después empieza a correr hacia ellos para tratar de ayudar. La chica
rubia ha dejado de gritar y se abalanza contra el zombi que está mordiendo a su
amigo.
Éste gira la cabeza al verla venir. Ella
trata de empujarle con una pierna; pero no pone la intención suficiente, parece
algo dudosa, como si estuviera tratando de calibrar la fuerza para no hacer
daño a nadie realmente. El monstruo le agarra la pierna. Danko ve sus ojos;
completamente inexpresivos. Dilatados al extremo y sin mirar a nada en
concreto, sólo centrados en su posición. La criatura se lleva la pierna a los
dientes, con tal fuerza que derriba a la otra al suelo y la arrastra. La piel
desnuda de su tobillo está totalmente expuesta. Los dientes blancos, iluminados
por la amarillenta farola, se hunden en ella, que empieza a quejarse de dolor
mientras lo patea con el talón del otro pie intentando escapar. Ahora ya con
todas sus fuerzas, demasiado tarde…
La compañera de pelo castaño ha
desaparecido. El zombi que se retorcía en el suelo ha conseguido heroicamente
librarse de la presa que le habían hecho y comienza a correr aleatoriamente
hacia el campo, sangrando viscosamente por muchas heridas. Ni siquiera grita
ahora, sólo corre. El muchacho más grueso reacciona y agarra al que está
mordiendo a su aliada desde detrás, por los brazos, y comienza a intentar tirar
de él para ayudarla, pero éste está agarrándola con tal fuerza que por ahora
tira de los dos.
Él está a punto de llegar, quiere echar
una mano. Frente a él se cruza la chica rellenita, con la boca y dientes
ungidos en sangre, y trozos de carne que sigue masticando boquiabierta, en un
gesto que se asemeja a una sonrisa macabra. Los ojos muertos lo miran sin
mirarlo. Para bruscamente. Ella se acerca despacio, arrastrando los pies,
extendiendo los brazos hacia sus hombros. Tiene muchísimo miedo; apenas los
separan dos metros. Podría intentar rodearla. Podría intentar golpearla. Tiene
la imagen de ella incrustada en la retina. Al otro lado los otros dos siguen
forcejeando con el ¿zombi? caracterizado de zombi. La chica sigue acercándose.
Tiene demasiado miedo.
Se da la vuelta llorando. No tiene el
juicio por completo nublado, pero nota el terror que lo cimbrea. Esa “cosa”
acaba de casi comerse vivo a uno. Esprinta; chilla y se detiene a unos metros
con aún más lágrimas extranjeras. Mira hacia atrás y vuelve a esprintar.
Corre unos cientos de metros y se desploma
en los campos. Devuelve otra vez. Se siente enfermo, se siente un cobarde, se
siente culpable y se siente como una mierda. Está envuelto en la oscuridad y
llora junto a su reflujo. Aunque no sea por él, que consigan salvarse los otros…
A lo lejos, aún iluminada por la farola, puede vislumbrar la silueta rechoncha
de la chica zombi pisando lenta en su dirección. Debe recomponerse. “¿Debería
volver?”. Ahora sólo supondría arriesgarse inútilmente después del tiempo
pasado…
Ve salir del lugar dos figuras corriendo.
Suspira aliviado. Cierra el puño hasta incrustarse las uñas y se jura que jamás
volverá a hacer eso; a ser así de esclavo de sus emociones. Se ha fallado. Mira
con decisión hacia el pueblo y empieza a trotar. ¡Sus amigos! Para. Llama
iracundo a Esteban. El teléfono no da siquiera señal. Mira la pantalla, no
tiene cobertura. ¿Qué demonios está ocurriendo? Trata todavía de llamar
irracionalmente a Adán, a Carla y a Merlo. Piensa. ¡Las armas! El aparcamiento
estaba en este extremo del pueblo; no debería estar demasiado lejos. Saca
atropelladamente el mapa de su bolsillo, lo tira al suelo y lo ilumina con su
móvil. Nada más se ubica mínimamente lo arrebuña, esta vez en la mochila, y
corre en la dirección.
Divisa humo desde un par de sitios entre
las casas. Los vientos traen y se llevan gritos y caos a los sembrados de rato
en rato. Lo que quiera que haya pasado está pasando allí también. Por entre las
sombras de las últimas calles ve surgir por goteo gente corriendo al refugio de
los espacios abiertos. Un grito ronco y retumbante, inhumanamente gutural,
retumba y estremece desde los adoquines. Redobla el paso ya redoblado. Ve los
coches al fondo; un infierno de luces encendidas y cláxones hacia el que se
precipita. Una pequeña furgoneta salta una zanja desde allí y conduce a toda
prisa por el irregular terreno en su dirección, tan cerca que casi tiene que
esquivarla, justo para verla estamparse y detenerse pocos metros después contra
una piedra traicionera, demasiado grande para sobrepasarla, demasiado pequeña
para verla en la noche. Da la vuelta y se acerca hacia allí; abre la puerta del
conductor, sale algo de humo del capó. Parece desorientado, le desabrocha el
cinturón y lo ayuda a incorporarse. Tiene las manos ensangrentadas pero no hay
nada roto dentro del coche que lo justifique. El ocupante le mete un puñetazo y
sale corriendo y chillando “¡Socorro!”. Danko cae al suelo, se cruje la
mandíbula y mira al superviviente con confusión. Se levanta casi divertido ante
el absurdo y vuelve a concentrarse. Debe llegar al aparcamiento. Le duelen los
dientes un poco. Corre.
Restallan ráfagas de disparos secas en
algún lugar centrado en Monte del Jar. ¿Los kalashnikovs? No es tan friki como
para reconocer un arma por su sonido, pero sabe que no son de bajo calibre.
A la entrada del solar aplanado
comprende que debe tener cuidado. Muchos coches están tratando de salir
maniobrando incautamente, chocando unos con otros. Nada más llegar ve un
atropello, por suerte a baja velocidad; ayuda a la muchacha a levantarse. Es la
chica de pelo castaño de antes. Ésta lo mira sin demostrar reconocerlo y como
en trance señala en una dirección y dice “¡Mi coche!”. La ayuda a llegar hasta
él. Varios vehículos están logrando salir a la carretera, pero ésta se
encuentra taponada por varios accidentes; poco a poco parecen ir sorteándolos, aunque
hay un atranco gigantesco. Otros están intentando probar suerte por los arados:
cada vez se ven más vehículos siniestrados como siluetas contra el relieve del
terreno. Se siente por completo desbordado. Con el ruido de los cláxones le
resulta imposible tratar de usar su oído como sentido de alerta. Mira cada dos
por tres en todas direcciones. Advierte varias personas llegando desde el
pueblo. Muy lentas. Demasiado lentas. Conforme se van acercando más y más
gritos desesperanzados saltan aleatoriamente.
En medio del parking hay un mozo moreno quieto, cambiando de dirección una y
otra vez hacia cada cual que pasa ignorándole cerca; extendiendo los brazos
hacia unos y otros. La mayoría de los que circulan parecen del grupo que vino a
jugar, pero también hay algunos de aspecto lugareño. El transeúnte torpe centra
su rumbo hacia una señora que parece no lograr abrir su coche. Está a tres
metros de ella. Luego a dos. Tiende un brazo para tocarle el hombro.
—¡Señora! —Llega él vociferando una y otra vez sin
lograr hacerse oír.
Pone por fin la mano en su espalda. Lo
logra… a tiempo. Le da una patada con todas sus fuerzas en ambas piernas,
derribándolo. Tiene la mirada muerta y ni siquiera parece manifestar sorpresa. Abraza
a la mujer por la cintura y la lanza hacia un lado como si le fuera la vida en
ello, haciéndola caerse y rodar por el suelo, pero al menos lejos del peligro
inminente. Un coche pasa a toda velocidad por su lado y lo empuja hasta el
hierro del vehículo de la pueblerina. La criatura le ha agarrado una pierna y,
sin siquiera levantarse, tracciona arrastrándose hacia su muslo con la boca
desencajada.
Él carga todo su peso en esa misma
pierna, levanta la otra, y con la peor de sus intenciones le asesta un puntapié
apuntado al centro de la garganta. Pese al barullo oye un crujido grotesco y el
chico; que apenas tendría su edad, sale propulsado hacia atrás soltándole,
arrancando un trozo de su pantalón; con el cuello desnucado en ángulo recto
sobre la espalda. La transmisión del momento lineal había sido perfecta; la
masa de su pie multiplicada por su velocidad se habían transformado
íntegramente en la masa por la velocidad de la cabeza del otro. Y aun así,
mirando perpetuamente del revés y hacia atrás, con las cervicales
indudablemente dislocadas y el nervio pinzado entre ellas, la criatura se
incorpora de nuevo. No cabe duda, la cosa es un zombi de verdad. Aunque no tenga
sentido, aunque no sea posible, comprende que no es el momento de buscar respuestas.
Debe asumirlo como una variable válida por el momento.
Ahora mismo no se siente preparado, ni psicológica
ni armamentísticamente, para tratar de rematarlo; le barre ágil las manos con
los pies para volver a tumbarlo y se dirige raudo a la señora desconcertada,
sin quitarle la vista de encima al desgraciado. Parece que con la cabeza
desubicada es aún más torpe y no consigue encontrar tiento para ponerse en pie.
Mejor. Le pide las llaves; ésta se las entrega incrédula. Hay suerte, tienen un
botón de abrir a distancia. Cada vez están más cerca los zombis que venían del
pueblo. Se enciende un Ford; pero no es el que estaban intentando abrir antes,
sino otro del mismo modelo. Danko niega con reproche bienintencionado; le
devuelve las llaves a su deudora, que las coge esbozando un “gracias” y sale
corriendo a montarse. Desde allí, casi inaudible:
—¡¿Te llevo?!
—¡No!
La otra no espera más y arranca para
sumarse a la vorágine. Él le desea suerte silenciosamente al cruzarse y siente,
o al menos se imagina, que le devuelven el deseo. Se reconcilia un poco consigo
mismo. Mira al zombi de antes; se ha conseguido levantar, hace un giro brusco
para tratar de atacar al automóvil que pasa por su lado, la cabeza se sacude
inerte en su extraña posición y cruje. De repente, cae como un plomo. “Vale,
son mortales…”. ¡Aún pega bocados la cabeza! “¿Casi mortales?”.
Por fin puede ver el coche de Esteban; tiene
el parachoques y un faro destrozados; alguien lo ha embestido. Va al maletero;
los zombis entran en el aparcamiento por el otro extremo. “¡Calma!, aún hay
tiempo”. Cerrado. Evidente.
Mira a su alrededor. Vuelve a mirar a su
alrededor sintiéndose estúpido. Zombis, caos; gritos, unos chicos encerrados en
un coche necesitarán ayuda pronto. Él necesita ayuda ahora; o unas llaves
adecuadas, lo que llegara antes. Ninguna. Gruñe y farfulla “¡Arggg!”. Pega una
patada a una rueda. Tan cerca… Se ilumina una luz en su cabeza. Ahora mismo
nada importa. Da unos pasos hacia atrás a por una piedra como un puño. Vuelve
frente al asiento del conductor. La estampa brutamente. Saltan cristales.
Vuelve a estamparla y por fin estalla la ventana. Mete la mano derecha y abre
la puerta cortándose en el ya herido antebrazo y sintiendo una punzada de dolor
purpúrea al quemar sobre quemado. Se quita la chaqueta rota y la echa sobre los
añicos en el asiento; se sienta encima despacio, decidiendo que no le apetece
cortarse también el culo. Se pone a buscar el botón del maletero. Que no sea
eléctrico. Que no sea eléctrico. No recuerda cómo era en ese coche, y él debería
acordarse de esas cosas. ¡No es eléctrico! Con un “cloc” se desbloquea la
puerta. ¡Hurra por los coches viejos! ¿Por qué se está tomando las cosas un
poco como a chiste? “Da igual”. Se siente pasado de rosca; a la vez como si lo
del chico que vio morir hubiera ocurrido hace una eternidad, y sin poder parar
de revivirlo sin embargo. Le falta tiempo para saltar fuera y correr a por el
tesoro.
Abre con nerviosismo. Allí están todas desordenadas,
resplandecientes a sus ojos. Sonríe y coge el cinturón para cuchillos, lo carga
hasta su máximo, siete en total a la espalda y dos delante. Abre la caja de
herramientas despacio; cuelga libremente de la correa un destornillador plano y
un martillo de mano. Saborea el momento unos segundos y después coge un hacha
con cada mano, cerrando con el codo de un portazo. Se cruje el cuello y mira el
escenario.
Pensó mientras venía que podría ser un
problema distinguir a los zombis maquillados de los verdaderos, pero ve que no
lo es. Si corre o se asusta es humano; si es torpe e inexpresivo, zombi. Más
problemáticos son algunos zombis vistos de espaldas, quietos en la calle en
busca de objetivo, que hasta que no se mueven no delatan su naturaleza.
Vuelve a mirar a un coche en medio del
barullo; uno de los… ¿infectados?, ha llegado hasta él. Parece haber tres
personas dentro y el vehículo no arranca. La criatura golpea la ventanilla del
conductor y del primer impacto astilla los cristales y deja estampada su sangre
en ella, desincrustando virutas de vidrio clavadas en su palma al retirarla de
la ventana; preparada de nuevo para asestar otro manotazo. Por el otro lado del
automóvil se acercan dos… ¿no-muertos? más. Dentro los chavales están en pánico
y comienzan a pitar.
Subrepticiamente se ha ido haciendo más
silencioso el lugar; la turba de vehículos se ha desplazado unos cientos de
metros por la carretera, donde está el nuevo atolladero, y al estruendo del
claxon escucha un nuevo sonido. Todas las criaturas que ahora deambulan por el
aparcamiento se giran al unísono hacia la fuente del ruido, profiriendo un
curioso alarido… “Huooo”, grave y ronco, pero que se desliza con el alargo de
la “o” hacia el agudo de un modo que casi parece una onomatopeya de sorpresa,
infantil o cavernícola. De acuerdo, el ruido es mala idea.
Danko ya está yendo hacia allí. Lo rodean
quejidos apagados, casi lastimeros, casi como se los habría imaginado; pesados
y perpetuamente ahogados. Se coloca detrás del zombi que de un último impacto
acababa de destrozar la ventana del conductor y, seguramente, algunos de sus
dedos. El chico que se sentaba allí salta como puede al asiento de al lado, sin
muchas esperanzas pues por allí ya están golpeando dos bestias más.
Sólo un paso por detrás, alza hasta su límite
ambos brazos; no tiene mucho tiempo, sabe que los están rodeando; y, letalmente,
hace descender con saña ambas armas contra el cráneo del zombi. Salpica sangre
en todas direcciones, incluida su cara. “Asegurarse de tener la boca cerrada”.
Esta vez por suerte no traga nada. Las armas se incrustan ambas hasta la mitad
en el hueso, y el hombre se convierte instantáneamente en un peso muerto. No lo
espera y las hachas han quedado atrancadas, así que el desplome de su objetivo
lo empuja hacia el suelo, evitando derrumbarse por el reflejo de soltarlas. Pone
un pie en la nuca del muerto y con fuerza las destraba. Tiene una mujer al lado,
con la mandíbula medio destrozada y la comisura de la boca goteando sangre. Le
da un zarpazo con el filo que le sesga media nariz, sin efecto alguno. La patea
y derriba. Abre la puerta del coche y tiende una mano a los ocupantes,
sacándolos por su lado uno a uno. Las ventanas de detrás estallan.
—¡Corred! ¡Al campo! ¡Escondeos y no
hagáis ruido!
—¡Muchísimas gracias, tío…!
—¡Ya! —“Joder”, murmura entre dientes.
Está muy rodeado y se plantea correr con
los demás, pero nada más empieza el trote, por el rabillo del ojo ve un bidón
de basura abrirse tímidamente, con un chico asomando la cabeza desde dentro. “¡¿Hugo?!”.
Para en seco. La tapa vuelve a bajar; un zombi casi lo agarra así que salta y
corre dando un rodeo hacia los cubos, situados en uno de los bordes del
descampado. Sabe que la mayoría de los zombis tienen su atención puesta ahora
en él, pero una chica maquillada como una muerta ha comenzado a zarandear el
tanque y a golpearlo. Ha sido un muy mal momento para sacar el hocico. “¿Hugo
de verdad?”.
En una carrera apretada llega raudo al
lugar; salvo esa ¿muchacha? no hay ningún otro cerca por el momento. Recuerda
fugazmente que está cansado. Decide aprovechar el tiempo extra de que dispone para
hacer una prueba.
Desde un lado tensa el brazo y asesta un
tajo lateral hacia el cuello. El hacha corta embrutecida hasta frenarse contra
la columna. Medio incrustada, lo deja vendido. La zombi se gira y extiende sus
brazos hacia él, que sin soltar la mano del arma clavada, tratando de agitarla
como un serrucho, empieza a lanzar hachazos con la zurda uno tras otro al
rostro muerto, tratando de no dejarla respirar.
—¡Joder! ¡No te acerques! ¡Muérete
ya!
Cada impacto le hace una mella en la
cara y la empuja hacia atrás, lo suficientemente como para no dejarla ganar
terreno con los dientes, que por otra parte han empezado a salir despedidos.
Se siente en ese momento como un animal
rapaz y desesperado. Por la herida del gaznate va rezumando sangre muy oscura e
imposiblemente espesa, pero no termina de ceder. “No, muchacha no es”. No sabe
si son contagiosos, pero tiene muchas heridas abiertas y le dan miedo hasta los
arañazos que pueda hacerle. Sigue golpeando; sigue cortando. Su experimento
está yendo muy mal. ¿Le habrá salpicado sangre en los brazos?, ¿y si eso ha
ocurrido…? Con ese pensamiento en la cabeza y un resucitado terror comprende
que tiene que acabarlo cuanto antes. Se gira sobre su eje enroscando su brazo
en el hacha y después, con todo su peso, se desenrolla salvajemente. Por fin
salta la cabeza y el cuerpo se desploma.
Aún intenta morderlo, sólo con la
mandíbula. Grotesco. ¡La cabeza separada todavía vive!
No le presta atención, ya inofensiva. Se
agacha como un espasmo y saca la botella de agua de su mochila, vaciándola
frenéticamente en sus antebrazos y restregándoselos con asco e histeria. Le
escuece muchísimo y se le abren de nuevo las costras, sangrando por capilaridad.
Tal vez se haya limpiado, pero lo ha empeorado para el futuro próximo.
Se levanta brusco. Abre la tapa. Hugo le
tira, emitiendo un chillidito, una zapatilla vieja a la cara, y después se
queda patéticamente aovillado entre las bolsas pestilentes.
—¡Sal!
—¡¿Danko?!
—¡Sal! —No para de pensar en que puede estar
contagiado.
Ve que mira sus dos hachas y después, no
demasiado elegantemente, sale del cubo.
—¡Vamos!
Sin cortesías, lo coge del brazo y
arrastra con él hacia las lindes de los campos; hacia tierra segura. Los persigue
un lento pero tozudo frente de no-muertos.
—¿Qué coño está pasando? —le increpa al rato.
—¡Y yo que sé! —Lo suelta y da un par
de pasos sin dirección verdadera, dándole la espalda mientras hace una pausa
para hablar—. Yo que sé… —termina. Su cabeza sigue
obsesionada con la posible infección.
—¿Estás bien? —Le pone una mano en el
hombro pasados unos segundos.
Se da la vuelta; el candor de su amigo y
la preocupación en su rostro lo desmontan. Lo abraza con fuerza y después se
separa un paso. El otro devuelve torpemente el abrazo; sabe que le es incómodo
el contacto físico próximo y la suciedad, y él está pringadísimo y sudoroso.
Tal vez hasta esté infectado. Conforme ese pensamiento vuelve a su cabeza lo
bloquea.
Lo mira, ¿qué hacía en la basura Hugo, siendo
él?
—¿Qué haces aquí?
Los infectados siguen caminando, todavía
bien lejos, hacia ellos. De las calles del pueblo se han filtrado unos cuantos
más no tan distantes.
—Estaba jugando… con una amiga. ¿Tú
también?
—Yo… sí. ¿Con una amiga? ¿Solos? Yo
estaba con Esteban, Carla…
—Sí, tenía muchas ganas de venir ella, y
me apunté…
—…Adán y Merlo. ¿Qué amiga? ¡¿Virginia?!
– Virginia era la amiga más cercana que conocía de Hugo y no estaba preparada
para aquello, aún antes de que hubiera muertos vivientes de verdad.
—…Sí, solos. No, Virginia no. Una
compañera del curro, no la conocéis —Callan mirándose mientras vigilan de
soslayo.
Hugo tiene su misma edad. Extremadamente
delgado, casi esquelético. Largo; una pizca más alto que él. Siempre decía que
era su constitución, que comiera lo que comiere no engordaba un gramo; y es
cierto que, al menos con los amigos, lo ha visto comer bien. Su rostro huesudo
tiende a las formas rectas; con ojos y cabello pardos; el pelo le cae lacio,
cortado con flequillo hacia un lado, escalado a lo largo de la frente. Trabaja
de informático en una empresa y había terminado hacía unos años la misma
formación que estaba estudiando ahora él. Solía ir de traje incluso para ir a
casa de alguien; lo que sumado a su altura y su actitud le dotaba de cierta
elegancia y presencia a su gusto. Hoy sin embargo viste unos pantalones
vaqueros, unas deportivas grisáceas y un abrigo negro acolchado. Habían ido a
la misma clase del instituto un año en el bachillerato, aunque de nuevo, su
relación se había vuelto más próxima tiempo después, cuando compartiendo amigos
empezaron a juntarse para jugar a cosas frikis juntos. Es una persona
totalmente volcada a los videojuegos, las series y otros temas de culto. Los
demás suelen llamarle “Tuna”; sin embargo, él desconoce el motivo y
generalmente no le gusta poner motes a la gente. Sabe que él y Adán son muy
cercanos, así que se le hace extraño que no supieran nada el uno del otro hoy.
—¿Y dónde está ahora? —reanuda.
—No lo sé… —Se encoge de hombros mirando alrededor
de nuevo y luego tarda en responder poniendo un gesto extraño que no sabe
descifrar—.
Se largó
nada más esto empezó, dejándome en la basura. —Esboza una sonrisa que Danko adjudica al
doble sentido de “me dejó en la basura”.
—Pues qué valiente… ¿no?
—Supongo… —consiente dudoso Hugo.
—¿Vamos a por el resto? Les dije que me
esperaran en la iglesia.
—¡¿Has podido hablar por el móvil?!
—No. Lo acordamos antes de la aurora…
¿Aquí también se vio lo del cielo, no?
—¿Y crees que seguirán allí?
—Eso espero… —Hace una pausa.
—Sí… se vio —Encoge el rostro con
sufrimiento evidente ante lo ocurrido justo después de las luces.
—…Más les vale —sentencia—. ¿Tú tienes cobertura?
—Qué va…
—¿Vamos?
—¿Al pueblo?
—Sí.
—¿Seguro? —Mira preocupado a las calles desde las
que se acercan los ¿enfermos?.
—Sí.
—Vale… —termina no del todo convencido.
Empiezan a caminar; Danko se ve los
brazos y vuelve a preocuparse, pidiendo que se paren de nuevo. Le pide a Hugo
que vigile tendiéndole un hacha sanguinolenta. Éste observa con asco, pone
ambas manos hacia arriba y niega con la cabeza.
—Yo no sé qué hacer con eso.
—Vale… —responde censurándolo con la mirada y con
un atisbo de enfado.
Deja las dos hachas en el suelo y se
quita los pantalones sin sacarse los zapatos. Separa los cordones de los mismos
y coloca las perneras frente a él. En calzoncillos y ante la mirada sumamente
extrañada del amigo, empieza a cortar generosamente una manga de ambas piernas
con un cuchillo limpio. Mete una mano por cada una, estira y ajusta los
extremos a sus hombros y después anuda el exceso de tela a su muñeca con los
cordoncillos para evitar que se deslicen. Muchísimo mejor. Vuelve a ponerse sus
shorts improvisados y, ahora con las
rodillas peludas al aire y más tranquilo, recoge las armas y pide reanudar la
marcha. Hace frío. Andando:
—¿Qué te pasó? —Señala sus antebrazos.
—Salté para esquivar unos zombis… antes
de que fueran zombis. Y me raspé.
—Jo… Te raspaste mucho.
Hugo le mira la piel empáticamente. A
ratos se le caen hasta el codo las protecciones y tiene que andar
reajustándolas cada poco. Se alegra de tener un amigo a su lado, pero tiene que
encontrar al resto; se siente solo, espera que, como puedan, hayan decidido
esperarlo donde acordaron. Tiene que encontrar al resto. Puede ayudarles, es
fuerte y quiere que sobrevivan. No han ido al coche. ¿No habrán podido? ¿O
habrán deducido que no era la mejor idea? Puede ayudarles, es fuerte y quiere
que ellos lo ayuden a no sentirse tan extraño y pasado de rosca cómo se siente
ahora. Son las cero, dos treintaisiete horas; y en media hora ha visto demasiado
sobre lo que no quiere tener que pensar estando solo.
Encuentran en su rodeo una calle que
parece solitaria para entrar hacia el casco urbano. Dentro todo está calmado.
Por entre los giros y los quicios suenan ilocalizables gemidos graves. De rato
en rato algún grito de susto, muy distinto de los que sonaran hace poco… Y de
tanto en cuando, las antes maldiciones por la derrota de un jugador, se han
convertido en alaridos de muerte. Entrevé una mujer mayor asomada a una
ventana, sólo superficialmente, tapada casi al completo por una cortina. Ya no
es curiosidad lo que distingue en su rostro. Las calles están llenas de un
cierto hedor a sangre y a leña, varias humaredas se despliegan entre imponentes
brillos rojizos; y también algo muy leve y almizclado, pero nauseabundo: varios
de los zombis que ha visto en el aparcamiento tenían rastros en la ropa
inferior de haberse soltado sus heces y orina encima… y entre ladrillos, toma
más presencia.
Doblan la primera esquina con cuidado,
asomándose, y ve una calle diáfana, casi vacía, con un hombre anciano tendido
en el suelo y las tripas abiertas en un charco de sangre, y una mujer en bata,
algo gruesa, arrodillada sobre él devorándolas, con cara y pelo pintados de
granate.
Hugo se queda paralizado mirando, ante
lo cual lo atrapa de la pechera del abrigo y tira de él, quien lo sigue inerte.
Pasan al lado de ella. La dejan atrás y ella los sigue con la cabeza; se incorpora
reverencialmente lenta. Gruñe profundo, casi como un carraspeo, rechinando los
dientes aún masticando. Empieza a acercarse a ellos. Paran. Suspira. Deduce que
les llaman más la atención los vivos que la comida fácil. Corre hacia ella
cansado; nota que su cuerpo cada vez está más fatigado; carga con la rodilla y
la empuja para tirarla al suelo de espaldas. Tiene las hachas, pero ha visto
que no son tan absolutamente letales como le gustaría, así que prefiere tratar
de pelear guardando las distancias. Por el rabillo del ojo siente a Hugo
acercarse, pero más como un reflejo, como si no supiera qué hacer. Él empieza a
patearla en la cara, tratando de evitar que se levante.
—¡Muere cabrona!
Le agarra un tobillo; se agacha y
rítmicamente asesta fuertes tajos en la muñeca del zombi, tirando con la
pierna, hasta que la desmiembra. Totalmente insensible, ella empieza a
incorporarse utilizando el propio muñón como punto de apoyo, con la cara
deformada y rota por los golpes. Asesta otra patada y la devuelve al suelo. Le
pisa varias veces en el rostro con ruidos secos de choque contra el adoquinado;
siente crujidos pero aún intenta agarrarle.
—¡Que te mueras, joder!
Por la calle de la que venían aparece
otra silueta.
Sigue golpeando; le duele el gemelo de
la tensión anaeróbica constante. Con un golpe seco final el movimiento se
detiene. Le arde la pierna pero marcha hacia el otro. Aparecen justo detrás un
viejo cano y un niño dados de la mano. ¿Dados de la mano? Se detiene a fijarse;
tienen la mirada muerta. ¿Qué diablos pasa? Le impacta la imagen, y son tres.
¿Familia? Piensa momentáneamente en la suya y se le sube el corazón a la
garganta. ¿Estará ocurriendo esto también en Madrid? ¿Y en Bulgaria? Su novia…
—¡Sigamos! —vocifera en susurro a Hugo, dándose la
vuelta y trotando con la esperanza de dejarlos pronto atrás.
No han corrido ni treinta metros cuando
a su diestra, desde dentro de una casa, se oyen gritos y súplicas, así como
ruidos de destrozo y cacharreo. A su alrededor, de nuevo frustrantemente
inubicables, se disparan varios “¡Huooo!” asmáticos. De cuando en cuando nuevos
tiroteos breves hacen eco entre las rocas. Pregunta a Hugo con los ojos; no
quiere dejar a nadie atrás a su suerte así, pero están en una muy mala
situación ahora mismo, aún perseguidos ellos mismos por tres zombis. Su
compañero está blanco y claramente aterrado, no responde; parece que está
poniendo toda su alma, sólo, en lograr seguirle. Cada vez hay más olor a brasas,
y el aire se ha ido densificando.
Traga saliva y sigue corriendo, seguido
como un autómata por el otro. Trata de no escuchar las protestas y llamadas de
auxilio masculinas desde detrás de la puerta que está abandonando.
Tuercen una esquina y ven una llamarada
saliendo por las ventanas, y humo por el umbral, de casi el último edificio de
la vía, antes de un cruce en diagonal. Se puede divisar un muro de la iglesia
al fondo de una de las salidas. A su retaguardia, por el paseo al que han
entrado se aproximan cinco no-muertos renqueantes; cuatro chicas jóvenes aún
con brazales verdes y un chico disfrazado. Por el camino del que vienen sabe
que seguirán los otros tres en los que no quiere ni pensar demasiado. No hay
más remedio que avanzar.
Trotan con prisa por delante del hogar
hecho pira; suena movimiento dentro. Casi están en el cruce. Dos pasos más. Los
cierra un zombi a la derecha, doblando su calle; reculan un momento, quieren
ignorarlo y avanzan. Por el sendero a la iglesia vienen dos más; todavía están
lejos; habrá que pasarlos por encima. Corren. Desde detrás, por la otra calle
del cruce se, suman lentos otros dos. Siguen la curva de la calle. Los dos que
venían de frente, con algo viscoso y mojado colgando en los pantalones,
resultan ser los primeros de otros cuatro más. Son demasiados. Retroceden.
Están en un cuello de botella. Desde las tres rutas que han dejado atrás tienen
cinco perseguidores próximos y varios más en la lejanía; de frente son seis.
“¡Bum, bum!”, el pulso explotando en las sienes. “¡Bum, bum!”, impotencia…
“¡Bum, bum!” Cierra los ojos un momento.
Hugo llora. Lo coge de los dos brazos. “¡Bum, bum!”, va a salvarlo. “¡Bum,
bum!”, corre de espaldas tirando a trompicones de su amigo con mucha velocidad.
Sortea a los dos primeros en la ruta. Los otros cuatro son infranqueables. Placa
con todas sus fuerzas usando el omóplato derribándose a sí mismo y a dos de
ellos al suelo. Propulsa el escaso peso del compañero hacia atrás,
proyectándolo un par de metros fuera del frente de muertos vivientes.
—¡Corre!, ¡corre!, ¡CORRE! ¡Diles a todos
que se escondan! —Y en un susurro—: Sobrevivid, por favor…
“¡Bum,
bum, bum, bum, bum!” Hugo,
incrédulo y contusionado por la caída, corre, tras el segundo que tarda en comprender.
“¡Bum, bum, bum, bum, bum, bum!”. ¡Luchar!
Se yergue de un salto con las dos hachas
encima, notando como los brazos de los que tiene debajo tratan de asirlo,
afortunadamente sin éxito. Está rodeado por los seis. Corre hacia el centro de
la calle donde sólo hay momentáneamente dos, para ganar espacio. En su trote
pasa el hacha a la zurda sosteniendo ambas en la misma mano y desenfunda un
cuchillo delantero. Calcula. Lo arroja con fuerza hacia la cabeza del primero
que se le acerca. Se incrusta limpio en su frente. No lo detiene. Como suponía,
si no acierta en un ojo no logrará mucho. Prueba con el otro cuchillo
delantero. Esta vez falla y cae tintineando al suelo. No hay tiempo para eso.
Recupera su postura de hachas duales y ya en cuerpo a cuerpo, empieza a
perpetrar cortes sin ton ni son, apuntados frenéticamente al cráneo; tratando
de concentrarse en imprimir fuerza a cada impacto. No lo devasta lo
suficientemente rápido; al final cae muerto pero justo al tiempo que el otro
que tiene encarado consigue agarrarle uno de los brazos. Empieza a retroceder
para no dejarle que pueda hincarle los dientes y, mientras, con la otra mano
martillea el hacha contra la sien y frente de su acosador. Muere por fin. Lo
recorre un destello azulado y punzante desde la mano derecha; dolorosísimo: ha
chocado retrocediendo contra un zombi sin darse cuenta y éste le acaba de
descuartizar el dedo meñique con los dientes, al pasar el puño cerca de su cara,
durante el retroceso de sus golpes. ¡Mierda! Es hombre muerto.
—¡JODER! ¡Voy a mataros a todos!
¡CABRÓN!
Se gira y lo patea. Otro lo agarra por
la espalda; él lo golpea con la nuca soltándose, aunque mareándose del impacto.
Corre de nuevo hacia el centro de la calle. Su mano derecha lo castiga y sangra
abundantemente. Ha perdido el hacha. Vienen los cinco primeros ya desde aquella
dirección, y aún tiene cuatro a la espalda. Y más siguen filtrándose. “¡Bum,
bum!” ¿Está ya muerto viviente?
No. Todavía está vivo. Le escuecen los
ojos, los siente inyectados en sangre y lacrimosos. Aprieta la mano derecha,
con el último dedo casi colgando, y corre de frente a por los cinco que se le
acercan. Suelta el hacha de su izquierda; no tiene ni el suficiente filo ni el
suficiente peso. Agarra el martillo. Nada más llega a su altura, le mete un
puñetazo de diestra con saña desmedida en la boca. El dolor prorrumpe en su
cerebro desbordándolo. Apaga un botón dentro de él y deja de sentirlo. Deja de
pensar. Es un monstruo él también ahora. Con la mano incrustada en la garganta
del otro, lo arrastra hacia atrás separándolo del grupo que quería agarrársele.
Sus dientes se le están clavando en la muñeca, pero con la mandíbula
descuajaringada apenas puede roerle. Apartado de los demás lo golpea salvajemente
dos veces con el martillo en el mismo punto de la frente y la piraña se
convierte en un peso inerte. De un izquierdazo, con martillo incluido, arranca
su mano de las fauces ponzoñosas del otro, haciéndole saltar también un par de
dientes. Corre a por el próximo, que al verlo acercarse abre la boca como un
besugo. Le agarra la tráquea desde dentro con toda su saña como antes,
arrostrando las dentelladas, y tira de él lejos del grupo. Busca su sien
torciendo el peso para colocarle la cabeza de lado, y de un solo martillazo le
separa los huesecillos. Aún se mueve. Otra vez, el segundo golpe lo remata
incrustándole sus propios tejidos en el cerebro.
Mira todos los que todavía le quedan y
esboza una sonrisa tal, que pese a su estado enajenado llega a sentir una
punzada de preocupación.
Agarra un cuchillo con los tres dedos
que aún es capaz de usar de su mano devastada y corre a por otro. Cada vez
tiene menos espacio. Introduce violentamente su brazo en la boca de un nuevo
zombi, esta vez con el cuchillo recto por delante. Lo siente salir por el otro
lado mientras los brazos del monstruo se le echan encima y le muerde. Hace
palanca caminando unos pasitos hacia atrás. Y con un golpe restallante lo atiza
con el martillo de derecha a izquierda en la sien, haciendo un movimiento de
tijera, sacudiendo con todas sus fuerzas el brazo del cuchillo hacia la
diestra. Esta vez, gracias a la maniobra cruzada, un trozo de cabeza salta del
primer golpe, dejando la víctima inmóvil en el suelo con la materia gris al
aire.
Ve salir de la casa ardiendo a un hombre
envuelto en llamas, arrastrando los pies, sumando sus gruñidos graves a los del
resto. Dios sube el nivel de dificultad…
Carga con vehemencia apartando de un
empujón a los dos que tiene aún en su trayectoria. Quiere medirse ya con ese.
¿Se está divirtiendo? No, no es eso; pero sí lo está disfrutando. Llega al
fuego, quema sólo estar cerca de él. Comprende que tirarlo al suelo sería una
pésima idea, no podría acercarse a él ante el calor que ascendería. Traga
saliva y le incrusta el cuchillo en la nuez zarandeándolo contra la pared con
ese nuevo agarre. Le abrasa la mano ya entumecida; pero gracias al daño que ya
había recibido ahí, no siente demasiado. Lo mira de frente; su cabello de
fuego, su piel carbonizada, sus ojos vacíos hirviendo… Lo amartilla. Lo
amartilla una y otra vez muchas veces; muchas más después de que haya dejado de
moverse. Le ponen una mano en el pelo y tiran con fuerza. Suelta el cuchillo en
la garganta del otro; sus dedos están quemados. Gira, causando que le arranquen
un mechón extenso de cabello. Codazo, golpe de rodilla y cabezazo de Zidane; el
primer zombi cae al suelo. Otro a su flanco; ya han llegado. Coge el cuchillo.
Aprieta con fuerza el martillo…
Son las cero, dos cuarentaiséis horas.
Danko resopla y respira estertórico; diafragma arriba y diafragma abajo.
Cubierto de pies a cabeza de sangre ajena. Porta un martillo escarlata y pulposo;
la mano derecha tiene todos los dedos dislocados y mordisqueados, con un
agujero en un lateral que expone hasta el hueso, y ya no puede moverla; el
cuchillo yace abandonado. La garganta le arde y tose cada poco; la tiene llena
de frío y hollín. Frente a él, tal vez quince, tal vez veinte cuerpos inertes;
uno aún en ascuas.
Gira la cabeza hacia el hogar consumiéndose
fulgurosamente mientras resuella. Sabe lo que tiene que hacer. Traga saliva.
Deja caer el martillo y recoge un hacha del suelo. Entra.
Sale. Con su hacha colgando de un par de
dedos. Su paso es tembloroso. Empieza a caminar zigzagueando. Muy lento.
Primero un pie y luego el otro. Luego un pie y detrás el primero. El mundo se
le nubla. De un hito a otro el universo entero es un lugar demasiado brillante,
que daña las retinas; y luego pasa a ser demasiado oscuro y no poder ver nada.
A veces no puede sentirse a sí mismo. A veces de repente se despierta y se da
cuenta de que ha avanzado unos pocos pasos más sin saberlo. Está muy cansado.
Debe llegar a la iglesia.
Quiere que no le hayan hecho caso. Que
aún estén ahí. No quiere morir solo. Pone un brazo en la pared dejando una
mancha de sangre. Cae de rodillas. Oye una música extraña dentro de su cabeza.
Está muy mareado y alucina. Ve colores, brillos y chiribitas; cada movimiento
de algo se propaga en su mente proyectando miles de imágenes incomprensibles.
Se siente drogado. Apoya su mano y su hacha en su pierna y con tiento se
levanta.
Otro paso, otro paso, otro paso… Ve la
puerta de la iglesia abierta, distante, a kilómetros de distancia. Hay sangre
en el suelo. Seguro que están todos muertos. Ve el cadáver de Hugo y de los
demás colgando de cuerdas frente a la fachada. Ya no están ahí. Sigue
alucinando. Otro paso, otro paso, otro paso…
Hace zigzags, de una pared a la otra, de
un lado de la calle a una piedra; a una farola, o un alféizar. Coge impulso y
aliento a cada tramo; como etapas de un ascenso imposible. La virgen María y el
niño Jesús le observan desde la calle a su izquierda.
El umbral está oscuro, no ve nada
dentro; aún tiene completamente grabadas las llamas en los ojos. Entra como
sonámbulo. Se le cae el hacha de la mano. Da otro paso, casi como un zombi.
Mira hacia el frente muerto como un zombi.
—¡Danko!
Algo pita en sus oídos; no sabe lo que
es.
—¡Danko!
El zumbido sigue ahí. Mira a la nada
buscando respuestas. Vislumbra formas. Tras algo parecido a un banco abandona
su refugio algo parecido a una persona yendo hacia él.
—¡Danko!
Una voz lo llama, ¿es Hugo?, ¿es
Esteban?, ¿es Carla?, ¿es Adán?, ¿es Merlo?
—¡Danko! ¡Tu mano!
Es Esteban, y corre. Va a mirarse
cuando, súbito, cae tieso como un árbol, de bruces contra el suelo. Da con la
cabeza, lo nota porque la vista ha cambiado de ángulo y ahora vibra rebotando.
Nadie ha llegado a tiempo a recogerle. No tiene tacto. Todo es un pitido
lejano. El mundo se aleja. Mueve el brazo derecho y contempla, sin ánimo, el
muñón calcinado y humeante, que ahora tiene… donde debería haber una mano.
Cierra los ojos a descansar…
![]() |
No hay comentarios:
Publicar un comentario