Patreon
Volumen Aurora:
Prólogo
Episodio 1 - Capítulo 1, Libro de Danko
Episodio 2 - Capítulo 1, Libro de Álvaro
Episodio 3 - Capítulo 2, Libro de Andrea
Episodio 4 - Capítulo 2, Libro de Diana
Episodio 5 - Capítulo 3, Libro de Merlo
Episodio 6 - Capítulo 3, Libro de Carla
Episodio 7 - Capítulo 3, Libro de Hugo
Episodio 8 - Capítulo 3, Libro de Álvaro
Episodio 9 - Capítulo 4, Libro de Adán
Episodio 10 - Capítulo 4, Libro de Danko
Episodio 11 - Capítulo 4, Libro de Diana
Episodio 12 - Capítulo 5, Libro de Esteban
Capítulo 2 – On
the road
"The best teacher is experience and not through someone's distorted
point of view" – Jack Kerouac.
Libro de Diana
11/10/2012; 11:37 –
Madrid Población humana viva: 3.038.104.792
Diana
Soria desde siempre ha sido casera, aunque está conforme con ello, pues el
estudio le gusta y quiere llegar cuanto antes a la universidad, no sabe si para
estudiar biología o matemáticas. Apenas sale de su casa en su tiempo de ocio,
que dedica a la lectura, a bailar cuando nadie puede verla y a escuchar la
música de moda; así como a ver películas. Ha estado enamorada o mejor dicho
encaprichada varias veces, de una manera bastante platónica, pues jamás se ha
atrevido a hacer ningún movimiento, dado que los chicos que le han interesado,
siendo de su misma clase, eran siempre años mayores que ella.
Tiene
quince años. Fue adoptada por su actual familia cuando tenía tres, y desde
siempre ha vivido en Madrid, en Calada, un municipio grande del extrarradio
este. Por lo que sabe, fue abandonada frente a un portal y nunca más se supo
nada de sus verdaderos padres; pero esto no es algo que la haga sentirse
traumatizada. Tiene una complexión delgada y la piel bastante clara; su pelo le
cae suelto hasta los omóplatos, casi negro, lacio y muy suave; sus ojos son de
un tono castaño muy claro, algo anaranjados; su cara ovalada en las mejillas y
un poco afilada en la barbilla, aún tiene rasgos inocentes y adolescentes, con
algún grano intruso aislado. Apunta, espera, a convertirse en una mujer de
constitución y semblante hermosos. Ahora viste un pijama consistente en una
blusa de color blanco con lunares azules claros, y un pantalón del mismo color
que los lunares; ambas piezas hechas de una tela muy sedosa y fina; sus
alpargatas de pelo grueso blancas deben estar en alguna parte del vacío
insondable de menos de dos metros cuadrados en que habita.
Llorando
y suplicando, vuelve a tratar de razonar con su madre, al otro lado de la fina
puerta de madera del armario. El hedor de su propia orina en una esquina,
absorbida por una toalla colocada en la oscuridad, la abochorna e intoxica ya.
Los ojos le escuecen de tanta lágrima y tiene la voz ronca de chillar e
implorar. Al otro lado, su madre, desquiciada como si no la reconociera, sigue
aporreando la puerta lenta e incansablemente… No sabe cuánto tiempo lleva ahí
encerrada. Se ha quedado dormida varias veces sollozando impotente y muy
asustada. Ahora le duele la tripa de hambre y tiene la boca y la garganta
totalmente secas de sed. Ni siquiera ha podido ir al baño y con todas sus
fuerzas quiere evitar tener que humillarse aún más… Pero no podrá resistir
mucho tiempo. Llora.
Otro
manotazo, de ímpetu redoblado por sus palabras, hace temblar la puerta. Y otro,
y otro, y otro… Continúa su llanto, desconsolada en el silencio, cubriéndose la
cara con las manos. ¿Por qué sigue portándose así?
Por
unos momentos no presta cuidado a unos sonidos distintos que se escuchan por la
casa, pero por fin captan su atención. Hay algo moviéndose en la cocina. ¿Habrá
regresado su padre? Desde que hace… ¿cuántos días?, se volvió loco, mordió a su
madre y se marchó… todo fue de locos. ¿Se habrá calmado ya?, ¿habrá vuelto a
ayudarla? Había más gente igual por la calle, y luego su madre, y la policía
sin responder… De repente suenan unos golpecitos metálicos contra la pared del
vestíbulo en que está su mamá. Ella produce un sonido muy desagradable, como
agudo, gutural y sorprendido, y deja de pegar contra la madera.
Diana,
al sentir el paso de ella alejarse arrastrando las zapatillas, entreabre un
quicio. En el pasillito, al fondo, hay un hombre, medio oculto por la figura de
su madre acercándosele; no es su padre. Quiere decirle que tenga cuidado, que
su madre está loca, pero no se atreve a hablar ni a moverse. Cree que la ha visto,
está mirando fijamente en su dirección, oculto por unas gafas de sol raras.
Pasan un par de segundos hasta que reacciona.
—Joder…
—empieza en voz baja, como para sí mismo, con tono casi fastidiado—. ¡Chica!,
¡ciérrate y no salgas! —le grita extendiendo una mano abierta hacia ella.
Su
madre se aproxima al desconocido.
—¡Que
te escondas!, ¡joder!
Ella,
incómoda e intimidada por su vehemencia, se encierra de nuevo. ¿Será un ladrón?
—Venga
por aquí señora, venga…
Lo
escucha hablar bajito, tiene una voz de un tono algo grave, no muy áspera.
Luego nota como suben despacio los dos las escaleras, pisando directamente
sobre su cabeza, techo de esa pequeña alacena. Después caminan y se alejan…
Silencio, con las respiraciones gimoteando de mamá apenas perceptibles.
Silencio; se cierra bruscamente una puerta. Silencio…
De
repente, un impacto sordo contra algún suelo de la segunda planta la
sobresalta. Una puerta se abre y cierra tímidamente otra vez. Unos pies
descienden por los escalones, cuidadosamente. Después los desubica unos
instantes hasta que, bastante cerca, alguien le pide que salga,
autoritariamente.
Temblando,
queriendo fingirse muerta, aparta la estrecha barrera y mira suplicante.
Frente
a ella se encuentra un hombre alto y delgado; de edad imposible de descubrir
ahora mismo, entre los veinte y los treinta y largos. Tiene el pelo negro y
largo, recogido en una coleta sudada, y se le intuye barba moderada. La boca se
la cubre una bufanda negra, roja y gris enrollada. Porta unas gafas de sol
redondas, de montura metálica, con el espacio habitualmente vacío de alrededor
de los ojos tapado por unas extrañas chapas perforadas, que les conceden un
aspecto muy extraño y friki, casi como si fueran de buceo. Viste una gabardina
negra de cuero muy larga, como las de esa película, Matrix; medio desabrochada, mostrando debajo una camiseta negra
también, con el torso y estómago envueltos en varias vueltas de vendas grises
sobre la tela. En el pecho, los hombros y la bufanda… ¡tiene abundantes marcas
de sangre! A su espalda asoma algo que no sabe si es el mango de un bastón o un
paraguas, atrapado por las cinchas de una mochila grande, tono negro sucio,
como de senderismo, de aspecto repleto. En la cintura, por debajo de la
chaqueta, lleva un cinturón portaherramientas de correas, con varias cosas
colgando. En su muñeca se intuye un reloj grandote, como de ¿engranajes? Sus
pantalones son vaqueros negros; de uno de sus bolsillos cuelga una cadena
plateada. A los pies se ven unas gruesas botas de montaña marrones claras. Agarrado
en la mano derecha, carga con un extraño maletín, negro y de textura rugosa. Es
alargado y más ancho de lo habitual, pero también inusualmente poco profundo.
¿Llevará un arma?
Le
tiende una mano y le habla con tono jovial.
—Hola…
Soy Álvaro, como Alvar, pero con “o”. ¿Y tú?
Ella
se lo queda mirando estupefacta y, mecánicamente, le estrecha el saludo. Tiene
muchísima vergüenza de que huela el armario. “¡Diana, pero si ese hombre es un
ladrón o algo!”.
—Yo
soy Diana —titubea.
—Un
placer Diana.
Acto
seguido camina hacia su salón, la mira en lo que cree es un gesto de invitarla
a seguirlo y desaparece tras el umbral. ¿Y su madre?
—¿Qué
le has hecho a mi madre? —interroga, asomando sólo la cabeza en el cuarto, con
una mano apoyada en el umbral, como preparada para salir huyendo.
—¿Es
tu madre, no? —Hace una pausa extraña—. La he encerrado en el que creo que es
su cuarto.
Diana
le da la espalda un segundo, mirando hacia las escaleras, en dirección al
dormitorio grande, como si esperase obtener más información con ello; luego,
todavía bastante recelosa, vuelve a mirarlo.
—¿El
del fondo a la derecha?
—Esto…
Sí.
—Es
el suyo…
—Bien
entonces…
Se
quedan en silencio un largo rato; él la mira por unos momentos y luego, como si
no estuviera, gira la cabeza y se repanchinga en el sofá, mirando al techo
arqueando muchísimo el cuello contra el respaldo, musitando una especie de
quejido agotado. Ha dejado la mochila y el maletín a su lado, medio ocultos por
su cuerpo. Ella sigue en la misma postura estupefacta, sin saber qué hacer ni
atreverse a nada.
—¿Quién…
quién eres? —tartamudea—. ¿Qué haces aquí?
Él
tuerce el cuello nada más, para mirarla, y con un movimiento cansino, se quita
y guarda las gafas de sol, mirándola lentamente de arriba abajo.
—¿Cuánto
tiempo has estado ahí encerrada, Diana?
Es
cierto que debe de tener un aspecto lamentable: sudadísima, descalza en un
pijama maloliente, con la cara roja e hinchada de llorar, seguramente con los
orificios nasales irritados de moquear… Le duele mucho la cabeza de sed.
—Yo…
No lo sé… ¡Pero eso qué más te da! ¡¿Qué haces en mi casa?! —estalla; se da
cuenta de su imprudencia, pero no ha podido controlarse; poco a poco el alivio
de haber salido del armario se está convirtiendo en ira, ¿viene de la vejación
y el miedo pasados?
—Tranquila,
no soy tu enemigo; sólo alguien cansado —responde sin fluctuar lo más mínimo la
entonación, de un modo que, sin embargo, no le transmite frialdad.
Más
bien… hay tristeza y despreocupación en él, agotamiento y algo extraño…
¿comprensión? Está perpleja, no sabe cómo reaccionar… tal y como lo ha dicho ha
desarmado todo su enojo y le fastidia. Se imagina ridícula si ahora le siguiese
gritando algo como “no me digas que me tranquilice”, o siguiera exigiendo nada.
Tiene la sensación de estarse perdiendo algo, sabe que se lo está perdiendo,
pero, ¿el qué?
—Cuéntame,
¿qué has vivido? —prosigue tras haberla dejado respirar; su voz ahora es casi
amable, paternal.
—Yo…
No sé… Pero, ¿quién eres?, ¿a qué te refieres?
—Quiero
decir, estos días… ¿Qué ha ocurrido aquí?
—Mi
padre se volvió loco…
—Sí…
—¡Y
mordió a mi madre! Varias veces… Lo encerró en su despacho… llamamos a la
policía pero no contestaban… ¿Qué te importa? —Él le responde con el silencio—.
Luego… —retoma confusa—, oímos que se había roto la ventana; fuimos a mirar y
había saltado fuera…
—Tranquila.
—¡Había
mucha más gente igual!
—Lo
sé. Respira. Sigue.
—Y
yo qué sé. Nos encerramos en casa. Ella se empezó a poner un poco mala… Y
entonces… entonces… —No puede evitar volver a derrumbarse—. ¡¿Por qué?! —implora
más que pregunta.
—Entonces
te la encontraste así y te escondiste ahí, ¿no?
—Sí…
—contesta con un hilo de voz. ¿Qué está pasando?
—¿Cuándo
fue esto?
—¡No
lo sé! ¡Imbécil! —¿Por qué lo insulta?
—Piensa;
¿cuántas noches dormiste desde lo de tu padre? —Hace caso omiso a su insulto…
—Eh…
¿Cuatro?
—¿Y
tu madre se puso así por la mañana o por la noche?
—Por
la tarde…
—¿Te
ha mordido o tocado?
—No…
¡¿Qué pasa?!
—Vale,
escúchame muchacha. —Con calma se ha ido desenredando la bufanda y la ha
colocado también a su vera. Es joven; debe de tener unos ¿veinticinco?; aunque
no es muy guapo, tiene los dientes discretamente amarillos, la nariz amoratada,
como si hubiera recibido un golpe, igual que un ojo. ¡¿Qué haces pensando en
eso ahora?!—. Llevas casi dos días ahí dentro. Tienes que estar hecha polvo
como poco.
—Sí…
¡¿Dos días?! ¿Cómo lo sabes?
—Estamos
a once de mes… y todo esto empezó la madrugada del seis.
—¿Todo
esto?
—Ahora
no; por favor, hazme caso; bebe mucha agua. Come algo, no te cortes… como si
estuvieras en tu casa. —Sonríe de un modo burlón, no le agrada nada la broma—.
Reponte; date una ducha, cámbiate de ropa, y luego, hablamos. No voy a irme a
ningún lado —acompaña, repanchingándose todavía más.
—¡Oye!
—De
verdad, hazme caso. Vamos a tener una larga conversación seguramente. Y mejor
que te encuentres bien. El agua puede cortarse en cualquier momento; luego
hablamos de tu madre y de todo.
—¡No
me voy a mover hasta que no me expliques quién eres! —La verdad es que se
siente fatal, le duele la cabeza, necesita beber, y comer, y también hacer
otras cosas…
—Soy
Álvaro. De verdad Diana. Si quisiera hacerte algo malo a ti o a tu casa… Ya lo
estaría haciendo. Yo necesito descansar un poco también.
—¡Vete
a la porra! —Se ofusca sabiéndose infantil, poniendo rumbo a pasos agigantados
hacia la cocina. Está claro que ese chico no va de cachondeo, sólo que no sabe
sobre qué; pero algo por dentro le indica que la situación es por completo
seria. ¿Luego tienen que tener una larga conversación? ¡¿Qué pasa?! La incertidumbre
la obsesiona.
—¡Pero
escucha! —exclama con voz susurrante—. Que se acaben ya los gritos. —Oye desde
el cuarto anexo, sirviéndose vehemente un vaso de agua, y luego otro, y luego
bebiendo directamente del grifo—. Hay dos cosas muy importantes. Procura hacer
el mínimo ruido posible; hay peligro de que nos oigan los de fuera. Y ni se te
ocurra, bajo ninguna circunstancia, abrir la puerta de tu madre, ni para ver
cómo está; luego, juntos cuando hablemos, vemos qué se puede hacer. —Lo siente
levantarse, le da igual; agua, necesita agua—. Ahora mismo está enloquecida,
Diana, y si la abres te va a atacar.
Bebe
hasta que le duele la tripa de haberla llenado demasiado. Tal vez no haya sido
buena idea, ahora tiene náuseas. Se le ha pasado el apetito. Sale. No está
Álvaro en el comedor. Va al vestíbulo; está allí, sentado en la parte de arriba
de las escaleras.
—Mejor
me quedo aquí —le comunica—. No vaya a ser que tengas la mala idea de entrar al
cuarto de tu madre aun así.
—¿Quién
te crees que eres? —Casi no lo dice como un ataque, sino intrigada.
—Por
ahora… el que se va a encargar de que sobrevivas un poco más. —Refuerza sus
palabras quedándose callado. ¿A qué se refiere?—. Haz lo que tengas que hacer y
luego charlamos cómodos en el salón.
—¡No
me des órdenes!
Él
arquea en exceso una única ceja y ella, como si estuviera discutiendo con un
profesor, testaruda, pasa por su lado dándose aires, frustrada. ¿Quién es?, ¿y
qué hace aquí?, ¿por qué se está portando así?
Conforme
se cierra en su habitación a buscar mudas; en algún momento debería fregar el
armario; le oye decir para sus adentros, pero claramente queriendo ser oído,
“menuda me ha caído”, con pronunciación quejicosa.
A
la vuelta, con las prendas arrebuñadas entre los brazos, aún perpleja de ir a
ducharse con un desconocido casi frente al baño, ¿de verdad va a hacerlo?, pasa
de largo sin decir nada, algo convencida de que realmente tiene razón ese chico
en que debe recobrarse… pero… ¿no intentará hacerla nada, verdad? Echa el
pestillo por dentro. Nada tiene sentido, le parece muy surrealista la
situación.
Se
dedica bastante tiempo; está estreñida, sucia, y necesita llorar bajo el agua
congelada… Ya se dio cuenta en su habitación de que no hay luz eléctrica… y por
lo visto eso también afecta a la caldera. ¡Maldita sea! Odia el agua fría. Aun
así llora bajo ella; le da un poco de vergüenza que el otro haya podido
escuchar todo lo que ha hecho ahí dentro. Está demasiado confusa. Seca, se
arrebuña desnuda sobre el inodoro, abrazada a la toalla; la tela suave y tibia
le reconforta ligeramente en un segundo plano; recuerdos de escenas vistas por
la ventana pasan por su cabeza, pero los reprime al instante sollozando. No
sabe cuánto tiempo pasa hasta que llaman respetuosamente a la puerta.
—¿Estás
bien?
—¡Sí!
—miente.
—Vale,
no hay prisa, tranquila.
Decide
vestirse y salir. Sigue teniendo dolor de cabeza, aunque se le ha atenuado. Las
tripas le rugen. La nevera… ¿cuándo se iría la corriente?
Encuentra
al veinteañero de pie, apoyado en la pared.
—¿Cómo
te encuentras? —Se fija en que la mira con ojos entre la ternura y la
pesadumbre. Ella se ha puesto unos pantalones vaqueros azules oscuros, las
zapatillas de andar por casa y una camiseta de manga larga de tono rosado
descolorido, y se ha hecho una coleta sencilla con una goma.
—Yo…
¿Quieres comer algo? —Decide mostrarle deferencia.
—Gracias,
no te preocupes. —Le hace un gesto con la mano invitándola a bajar con él. No
va a ir al cuarto de su madre, ¡leñe!
—¿Te
importa que yo sí coma algo? —pregunta al llegar abajo.
—¡Claro!,
te espero en el sofá.
Abre
la puerta del electrodoméstico medio segundo, lo que tarda en alcanzarle el
vomitivo olor allí sellado; de repente recuerda que su madre los últimos días
solo le servía cosas frescas para comer… Qué asco. ¿Qué había estado haciendo
antes de que ella también se volviese loca? Algo en ella decide no recordarlo.
Ni se va a arriesgar con el congelador. Dubitativa, acaba abriendo un tetrabrik
de leche de la despensa, que siente como si se lo pidiera el cuerpo,
acompañándolo con dos magdalenas y cinco galletas que se lleva a la sala de
estar, para sentarse expectante, con las piernas recogidas, en un sillón,
frente al otro.
—¿Quieres
que charlemos ya? Puedo esperar a que termines…
—No
por favor… Sí. Necesito saber qué está ocurriendo, qué haces aquí… —Se siente
mucho más serena y, realmente, para su disgusto, preparada. ¿Confianza o
desconfianza…?
—Vale…
a ver…
—¿Sí?
—¿Qué
sabes de los zombis?
—¿Zombis?
—Ya…
—No
entiendo.
—Ya.
A ver… Mira; yo tampoco sé mucho de lo que está pasando, ¿de acuerdo?
—Pero,
¿qué está ocurriendo?
—A
eso voy. Te diré más o menos lo que sé… no me pidas mucho más, porque de verdad
que aquí estamos todos igual. —Ella se queda en silencio, pidiéndole que siga
con la mirada; él se ha llevado la palma a la frente, como si le costase
hablar; lo nota apesadumbrado por algo—. A ver… los zombis son, eran… un juego.
Una historia. Se supone que son personas enfermas.
—¿De
qué?
—No
lo sé… pero no es una enfermedad normal. Se les llama también muertos
vivientes, no-muertos…
—¿Esos
no son los vampiros?
—Algo
así…
—¿Intentas
decirme que la gente se ha convertido en vampiros?
—Ojalá…
Perdona; no. Tendrás que perdonar mi sentido del humor. Los zombis son algo
mucho peor que los vampiros. Y no, no sé si la gente se ha convertido en zombis
tampoco.
—¿Entonces?
—Sé
que lo parecen.
—No
te entiendo.
—Ay…
—Respira profundamente—. Según los libros, los zombis son torpes, son
estúpidos, se mueven en manada y sólo quieren comer carne humana, o cerebros; y
sus cuerpos contagian la enfermedad… —Hace una larga pausa—. Además son
inmortales, incansables y muy fuertes. Y bueno; desde la madrugada del seis…
mucha gente parece comportarse como tal. Te aseguro, llevo ya un tiempecillo
por las calles, que no te diría que los zombis existen, pero lo que quiera que
esté afectando a tanta gente es parecido…
—¡¿Cómo?!
—…Por
necesidad he tenido que pelear contra ellos varias veces… y son casi
inmortales. En serio; incluso después de apuñalarlos siguen luchando sin
importarles, sin morirse nunca.
—No
te creo… ¿Apuñalarles? —Se asusta. ¿Habla de apuñalar gente?
—No
tienes por qué hacerlo ahora. Ya lo harás en algún momento, o morirás…
—¿Qué?
—Diana,
esto no es ninguna broma. No es algo que me hayan contado, no es algo que haya
leído; y no soy alguien tan cruel como para inventarme algo así. Ya han
intentado matarme —Lleva sus manos sutilmente hacia su nariz y aparta los
labios mostrando que le falta un diente—. Y ya han matado a gente delante de
mí…
—¡No
te creo! ¡Mi madre no es así! —La mente se le obsesiona en esa idea.
—No
digo que tu madre sea así; tal vez sea una coincidencia. —No hay nada en su
tono que lo indique, pero sabe que le está mintiendo y que no piensa eso.
—¡Que
mi madre no es así!
—Vale…
Se
levanta, tiene que ir a comprobarlo; debe verla. Ella no es un “muerto
viviente” que quiera matar a la gente. ¡¿Comer carne humana?! De repente la
agarran del brazo cuando va a empezar a subir las escaleras. Muy fuerte. Se
revuelve.
—¡Que
me sueltes! ¡Quién coño te crees que eres! —Empieza a darle manotazos
descontrolados—. ¡Que me sueltes! —chilla histérica; le falta el aire—.
¡Suéltame!
El
hombre le agarra de ambas muñecas; ella intenta morderle en el brazo y patearle
la espinilla, pero rápidamente la da la vuelta, cruzándole las manos y
levantándola en vilo. Tiene demasiada fuerza; se está haciendo daño de
patalear. ¡Luchar!, ¡revolverse…! ¡Su madre!
—¡Me
haces daño! ¡Suéltame! —vocifera a pleno pulmón.
—Por
favor, tranquila, deja de chillar, si quieres luego vamos a ver a tu madre,
pero no mientras estés así, no sola.
—¡Que
no me des órde…! —vuelve a vociferar agudísimo.
Le
pone un cojín en la boca tirándola al sofá, sujeta por su peso. Trata de morder
a través de la tela. ¡Cálmate Diana! Se sabe histérica; le cuesta respirar.
Nada más hace un par de aspavientos hiperventilando le apartan la almohada de
la cara.
—Lo
siento… no puedes seguir chillando.
Se
cae al suelo, despacio, acompañada por las manos del otro que la depositan
suavemente en la alfombra; arrebuñada, sorbiendo lágrimas sin aliento. En la
lejanía, oye que le dice varias veces “respira”, “céntrate en respirar”, “coge
el aire”, “suelta el aire…”. Obedece casi inconsciente. ¿Está teniendo un
ataque de ansiedad? ¡¿Por qué siente a la vez odio y gratitud?!
No
sabe cuánto rato transcurre; se da cuenta de que el muchacho le está sujetando
la cabeza y el pelo, y que ha puesto un bol de cristal junto a su boca. ¿Ha
vomitado? Eso parece. Ella lo mira, sintiendo todo muy distante. Suenan ecos de
golpes contra la pared. Las persianas están de repente bajadas y sólo entra luz
desde las plantas de arriba.
—¿Diana?
—¿Sí…?
—Menos
mal, empezaba a estar preocupado.
—Yo…
lo siento.
—Tranquila.
—¿Qué
son esos ruidos? —Tiene miedo.
—No
te preocupes por eso ahora. Toma. —Le acerca unas galletas y una fruta—. Tienes
que reponer lo que has perdido, no estás para debilitarte ahora mismo.
—Lo
siento —responde sin coger lo que le ofrece, con un asomo de lágrimas. Está muy
avergonzada.
—Nada,
de verdad; no pasa nada. No llores más, sólo prométeme estar tranquila, ¿vale?
—Sí…
—Voy
a tirar esto, come un poco —Le sonríe y le guiña el ojo sano, alejándose con el
bol hacia el cuarto de baño.
La
alfombra tiene pequeñas salpicaduras de hiel y en el ambiente, no muy intenso,
está el desagradable olor de su estómago. Mira la comida y casi con miedo
muerde la manzana, pero tras el primer bocado siente cómo le empuja el cuerpo a
devorarla; jamás le había sabido tan bien. Come con bastante ansia.
—¿Te
encuentras mejor?
—Sí,
gracias… Siento haberme portado así… —refunfuña.
—Tranquila,
es normal; yo estaría igual en tu situación.
—¿De
verdad?
—¡Claro!
Joder, soy un desconocido que ha entrado en tu casa.
—¿Por
qué viniste?
—No
ha sido aposta… estaba escondiéndome de esas… de esa gente. —Se da cuenta de
que iba a decir “cosas”—. Y tu casa tenía una ventana rota en la planta baja.
Por ahí entré…
—Esos
golpes…
—Sí.
—¿Es
culpa mía?
—No
pasa nada; no son muchos, podremos salir por el otro lado.
—¡¿Salir?!
—Sí…
En algún momento tenemos que irnos.
—No
quiero ir a ninguna parte. ¿Y mi madre?
—A
ver… para nada voy a obligarte a venirte conmigo. Pero si te quedas aquí… se
acabará la comida pronto y este sitio no es para nada seguro.
—¿Dónde
quieres ir? No me quiero ir…
—No
lo sé… lejos de Madrid.
—¿Por
qué?
—Demasiada
gente infectada…
—¿Cuánta
gente hay así…?
—Siéntate
por favor, ¿estás segura de que podrás estar tranquila?
—Siento
lo de antes, pero por favor, no me trates como a una niña. —Se sienta—. ¿Cuánta
gente hay así? ¿Lo mejor no sería esperar a que lo arregle la policía?
—Voy
a tener que hablarte con franqueza, ¿de acuerdo?
—Por
favor…
—Casi
todos están así. No sé cuántos; pero muchos, muchísimos, calles enteras llenas
de ellos; por desgracia ya lo verás…
—Eso
es imposible.
—Pero
lo es.
—¿Cómo
ha pasado? No puede ser…
—No
lo sé, los primeros, no lo sé… ha sido muy aleatorio, todo el mundo con el que
he podido hablar me ha dicho lo mismo, que después de la aurora algunos…
—¿Aurora?
—¿Tú
tampoco la viste? Yo estaba en casa cuando ocurrió. ¿De madrugada no te
encontraste fatal, cuando lo de tu padre?
—Esto…
sí… me desperté con muchísimo dolor… es verdad… pero se me pasó cuando oí a
mamá gritando.
—No
duró mucho… parece que eso que a algunos nos hizo daño, a otros los convirtió
en… zombis… El resto se han ido
contagiando.
—¿Y
la policía?
—Diana…
Ya no hay policía; esto se les quedaría muy grande. Los que aún queden seguro
que están tratando de poner a salvo a sus familias… como todos. —Pone los ojos
en blanco, descansa, y sigue—. Y tampoco creo que el ejército vaya a ayudar.
Hace un par de días vi dos cazas creo, y un avión de bomberos sobrevolar la
ciudad. Ese es todo el acto de presencia que les he visto hacer… Creo que
también están desbordados.
—Pero…
—En
un futuro seguro que se arreglan las cosas, tranquila. Pero ahora lo más seguro
es irse lejos de zonas pobladas… a menos gente menos de “ellos”. —Recalca la
palabra ladeando la cabeza hacia la pared atacada.
—¿Y
mi madre?
—Por
lo que he visto hasta ahora, las personas afectadas por esto… no se mueren de
sed, ni se cansan, ni nada… Seguro que acaban encontrando una cura; donde está
es donde más segura puede estar hasta entonces.
—Pero…
—Tranquila,
es muchísimo que pensar. Mira, yo he venido aquí a descansar y esconderme,
porque estuve casi corriendo por horas hasta perder a un grupo grande de esas
cosas que me seguía. No hay prisa, simplemente no voy a quedarme aquí. Piénsate
si quieres venirte.
—No
lo sé…
—Ahora
mismo estás llena de dudas, y es normal; si quieres preguntarme cualquier cosa,
trataré de responderte lo mejor que pueda.
—Pero
no te conozco.
—Ni
yo a ti… Pero no sería humano si te dejase aquí tirada. Además, no me apetece
andar kilómetros solo.
—Kilómetros…
—Sí…
—¿No
sabes conducir?
—No.
—¿Qué
edad tienes?
—Veintidós.
—¿Y
no sabes conducir?
—“Nop”.
—Jolín…
¿y eso?
—Yo
qué sé… supongo que algún día aprenderé… —¿Cómo es que un chico de esa edad no
sabe conducir? Qué inútil… ¿no? ¿Sólo veintidós? Aparentaba más.
—No
sé… —prosigue tras un largo silencio en la penumbra.
—Tómate
tu tiempo. A mí me duele todo.
—¿Qué
te ha pasado? —Le señala la nariz.
—Tuve
una pelea con uno de ellos…
—¿Te
pegaron? Cuando los vi por la calle parecían lentos… —Los vio por la calle,
¿no? Algo fugaz e indescriptible zozobra en su psique una fracción de segundo.
—Lo
son… no quería contarte esto ahora, pero está bien que lo sepas supongo.
—¿El
qué?
—Hay
más tipos.
—¿Más
tipos?
—Sí.
—Se toma su tiempo—. La mayoría son así, torpes, lentos… sólo intentan morder.
No es que no puedan darte un buen golpe si te descuidas, pero casi parece más
sin querer por su parte.
—¿La
mayoría?
—Sí,
he visto y también me han dicho que hay otros; los llamo anómalos…
—¿Qué
otros?
—Sólo
conozco dos casos; no sé si habrá más… Unos que gritan como locos, son muy
rápidos y creo que algo más inteligentes que los demás… cuando estaba subiendo
en ascensor a mi casa, en vez de perseguirme por las escaleras, hubo un momento
en que me adelantó y me esperó fuera… pero, ¿pudo haber sido coincidencia?
—¿También
son… inmortales?
—Sí…
no sé si contagian, pero no estaba muy dispuesto a comprobarlo.
—Y
entonces, ¿qué hiciste?
—Pues…
al final le gané.
—¿No
son inmortales?
—Ah…
bueno, no del todo. A ver; la cabeza es su único punto débil. Si les consigues
dañar fuerte el cerebro, mueren…
—¿Dañar
fuerte el cerebro? —Se horroriza. Esto no puede estar pasando. ¿Qué ha vivido
ese chico?
—Lo
siento; debería haber tenido más tacto…
—¡No!,
no te preocupes… Yo, no sé si puedo creerte. Necesito estar sola.
—Lo
entiendo. ¿Puedo confiar en que no abras el cuarto de tu madre sin mí?
—Sí…
—Vale,
voy entonces a darme una vuelta a ver qué veo por las ventanas.
—Yo
me voy a mi cuarto un rato, ¿vale?
—¡Claro!
Sube
las escaleras, un poco impresionada por eso de “dañarles fuerte el cerebro”.
Llega a su cama casi sin mirar nada, sólo sabiendo que necesita pensar. Se
encoge y mira por la ventana. Hay gimoteos difusos y también se notan los
impactos contra los ladrillos de la casa, pero desde ese encuadre, todo parece
tranquilo ahora. Trata de recordar lo que vio los días anteriores y
mecánicamente camina hacia el alfeizar para tener mayor ángulo de visión.
El
chalet de al lado está cerrado a cal y canto, que ella sepa no vive nadie allí;
los dueños vienen de vez en cuando nada más. Puede ver un fragmento de la calle
asfaltada, por encima del muro de su jardín embaldosado. Ve casas cerradas, y
casas rotas. Aunque no hay nada amenazador en el ambiente, el silencio redobla
la sensación de abandono, y está claro que la situación no es para nada normal.
¿Qué
día de la semana es? Debería haber ido a clase ya. ¿Habrá clases que se estará
perdiendo? ¡Por Dios Diana, claro que no…! Ya no hay clases… Es ese pensamiento
el que la hace empezar a comprender. ¿Y los compañeros de colegio? ¿Qué más dan
ahora, Diana? Su madre tenía una hermana… es toda la familia que conoce, a
parte de los abuelos paternos, muy mayores, en Córdoba. ¿Estarán allí también
así? ¡Maldita sea! Esto no puede ser real… ella quiere estudiar, y ser
científica, y vivir cómoda. No, jolín, se ha esforzado muchísimo para avanzar
rápido en el colegio. ¿Por qué a ella? No es justo… Quiere desaparecer,
despertarse y que su madre le diga que era sólo una pesadilla.
De
repente el dique se desborda, y de súbito vuelve todo lo olvidado, visto desde
esa misma ventana. Llora los recuerdos arremolinándose, con lágrimas quedas y
resbaladizas, en semblante inexpresivo. Los gritos desconsolados, la sangre;
gente suplicando a la que no podía ver, los indefensos corriendo por las
calles, las personas derribadas siendo devoradas; los muertos volviéndose a
levantar en las aceras, los tiroteos distantes; los muchos, muchos gritos,
gritos de ayuda, gritos de indicaciones, gritos de dolor, gritos de rabia… y
otros terribles y desgarradores que apuñalaban de miedo; los fuegos… y luego,
pasados dos días, el silencio y la oscuridad. Sí, ya se había ido la luz entonces…
Y su madre llevándole la comida a su cuarto, que no se atrevía a abandonar; las
canciones en sus cascos que no la serenaban. Su madre empezando a demacrarse,
siempre sudorosa. Su madre poniéndose enferma. Ella poniéndole paños en la
frente la última mañana que estuvieron juntas, sin que la fiebre le bajase. Su
madre que le prohibió entrar al mediodía, diciendo que necesitaba dormir…
¿Sabría qué le estaba pasando?
Su
madre… ¿Debería…? Se acerca a la puerta de su cuarto y comprueba que no está
por allí Álvaro. Ese chico… ¿Estará por ella? No, no es eso. Parece que la
tratase casi como a una hermana. Le agradece que haya aparecido a ayudarla…
pero… hay algo de él que la inquieta. Esconde algo. Camina hasta la puerta de
su madre y acerca la mano al pomo. Se queda quieta escuchando. De repente se le
pasa un pensamiento fugaz por la cabeza. El silencio… No. No quiere
comprobarlo. Sabe en su interior que no debe comprobarlo. Se da la vuelta y
regresa a su colchón, tirándose bocabajo, no sabe a qué, recibiendo un extraño
consuelo de su almohada, como una sensación de infancia cuando lloraba en ella
de niña, y no de tan niña. Le despierta una mano contra su hombro.
—Hola
Diana, soy Álvaro, tranquila.
—Estaba
soñando que iba a clase… —Él le dedica una sonrisa extraña.
—A
mí también me pasó hace unos días.
—¿Qué
ocurre? —Agradece con una sonrisa somnolienta su amabilidad.
—Empieza
a hacerse un poco tarde. Deberíamos empezar a pensar en marcharnos.
—¿Quieres
que vaya contigo de verdad?
—Si
tú quieres sí.
—Yo…
no sé.
—¿Qué
ocurre?
—No
sé qué hacer… tengo miedo. —Abraza sus rodillas. Él se la queda mirando un
ratito.
—Yo
también tengo miedo; muchísimo. Por eso mismo quiero intentar hacer lo que
pueda para sobrevivir. —Se sienta en el borde de su cama dejándole espacio.
—Parece
que sepas qué hacer… ahora mismo, no sé, eres muy diferente de mí. No sé…
—No
somos tan diferentes… sólo te saco unos años, y ya me han pasado algunas cosas.
—Dices
que soñaste con ir a clase…
—Sí.
—¿Qué
estudias?
—Sociología.
—Sonríe.
—Yo
quería entrar el año que viene a estudiar matemáticas, o biología… o
criminología a lo mejor… —Se encoje aún más.
—¿El
año que viene?, ¡¿qué edad tienes?!
—Quince…
—¿Cómo
es eso?
—Estoy
dos cursos adelantada…
—¡Guau!
¿De verdad?
—Sí…
—Eso
es increíble…
—No
tanto… sólo que la gente no estudia.
—De
veras… yo sufrí muchísimo segundo de bachillerato. ¿Estás en segundo?
—Sí.
—Le anima un poco que le reconozca el mérito, aunque está acostumbrada a los
elogios o insultos por ese tema. Prefiere los primeros, claro.
—Joder…
—Alarga muchísimo la “o”—. O sea, que en estudios sólo nos llevamos tres años
de diferencia.
—¿Tres?
—Sí,
eres rápida —Levanta un pulgar evidenciando que el cálculo no tenía sentido—.
Me cambié de carrera después de intentar ingeniería industrial… perdí dos años.
—Lo
siento.
—No
pasa nada… para lo que sirve ahora.
Vuelve
a hacerse un silencio tenso.
—Perdona,
no debería haber dicho eso.
—No,
da igual.
—Oye,
pues una niña genio, seguro que puedes ayudarme mucho. —Ella lo mira mal un
instante—. Es broma, mi sentido del humor… no suele ser oportuno; espero que
aprendas a quererlo.
—No
soy una niña —dice con un tono pretendida y exageradamente ofendido.
—Perdona.
—Vuelve a alargar muchísimo la “o”.
Se
ríen. Le parece feíllo, pero tiene algo que le atrae… No en ese sentido, es
cómo cuida de ella, casi una sensación… “familiar”.
—¿Tu
familia…?
—No
lo sé; no estaban en casa cuando pasó, estaban en el pueblo. A lo mejor están
bien…
—¿Tienes
hermanos?
—Sí,
dos; Alfonso de dieciséis y Jimena de catorce.
—Seguro
que están bien…
—Seguro,
¡gracias! —Pone una mueca hirientemente cándida—. ¿Y tú, tienes más gente
cerca?
—No…
creo que mis padres eran de familias pequeñas… Mi madre tiene una hermana a la
que no he visto mucho… y bueno están mis abuelos en Córdoba…
—Vaya…
Bueno, te aseguro que las familias numerosas se hacen agotadoras… —Nota que
quiere quitarle hierro al asunto de las familias—. En fin… ¿Quieres venirte
conmigo entonces?
—Supongo
que sí…
—¿Supones?
—Sí,
de acuerdo —Le dedica la mejor sonrisa que logra esbozar.
—¡De
acuerdo entonces! Pues prepárate una mochila. Piensa en ropa cómoda pero dura…
—¿Qué?
—No
sabemos cuánto tiempo vamos a andar… —De repente se le hace todo muy
apresurado.
—¿Ya?
—Son
casi las dos… Sería bueno estar lejos de todo antes de que anochezca.
—¿Y
dónde vamos a dormir?
—Pues…
No tengo ni idea.
—Pero…
—¡Vamos!
Que hay prisa. Te iré explicando cosas por el camino…
—¿Y
qué cojo?
—Eso
te intentaba decir. Si quieres te ayudo… Piensa en mudas para varios días;
cosas prácticas, comida… lo que puedas necesitar… ¿compresas? —Se ruboriza y
asiente—. ¡Ah! Y unas gafas de bucear.
—¿Qué?
—Hazme
caso, luego te explico. ¿Voy buscando en tu cocina qué puede haber de comer que
aguante?
—Vale…
¿Tú no tienes que ir al baño? Puedes ir si quieres…
—Gracias,
aproveché mientras dormías… Pensé en ducharme también, pero preferí no
arriesgarme a despertarte.
—Ah
vale… bueno pues dúchate ahora si quieres.
—
“Nah”, ya es tarde… tendrás que aguantarme.
—¿Seguro?
—Sí,
tranquila.
—Vale…
—Volviendo
al tema. También cogeré agua; unos cuantos litros, la mochila va a ser pesada,
te aviso. La mía va igual… ¿Eres deportista?
—No
mucho…
—¡Yo
tampoco! Que la fuerza nos acompañe entonces…
—¿Eso
no es de esas pelis?
—
“Sip”.
—¿Eres
un friki?
—Supongo
que sí… —Se rasca la nuca.
¿Un
friki de esa edad? Nunca había conocido a ninguno, esperaba que los chicos
acabaran madurando…
Vuelven
a reunirse en el salón, y él le entrega unos paquetes de galletas, unas frutas,
y un par de latas de verduras cocidas; así como cinco litros de agua. Ella se
ha vuelto a cambiar de camiseta, por una de manga larga color morado plano, de
tela elástica. Lleva también en la mano su abrigo favorito, a franjas verde
oscuro y negras, siguiendo las costuras del acolchado. También ha guardado una
bufanda, intuyendo que el otro la llevaba así en la boca por algún motivo. Ha
guardado braguitas y calcetines para una semana, un paquete de compresas, cinco
camisetas similares; unos pantalones vaqueros extra y otros de chándal. Se
pregunta si alguna vez le crecerán los pechos como para usar sujetador, empieza
a temerse que no… En los pies se ha puesto sus deportivas más cómodas, de color
gris, con discretas franjas rositas. También ha echado un bote de champú, y en
el cuarto de baño se le ocurrió la idea de adjudicarse una caja de antibióticos
y otra de antiinflamatorios. Se sorprende a sí misma de estar pensando así.
Todo es como una fantasía cruel ahora mismo.
—Antes
—lo interpela—, me dijiste que había dos… “tipos” más de esas cosas.
—Sí…
—Se pone algo serio.
—¿Cuál
es el otro a parte de esos que gritan?
—No
sé si sólo son dos… Los otros que he visto… —Por alguna razón se toma tiempo
entre frase y frase—. Parecen atontados. Pero de golpe se activan, y escupen
algo… vómito, no sé… pueden corroer hasta el metal.
—¿En
serio?
—Sí
—sentencia abruptamente, de tal modo que no se atreve a seguirle preguntando…—
También he oído que hay unos que pueden parar coches, pero no los he visto
—concluye, tras un muy largo y tenso parón.
—¿Y
cómo se les reconoce?
—Pues…
los que gritan… gritan y corren. Los otros… sólo he visto uno… lo único raro
que tenía es que estaba muy quieto, hasta que… dejó de estarlo.
—¿También
se les puede matar?
—Ni
idea… hui.
—Ah…
Uno
frente al otro, aguardan casi medio minuto hasta que Álvaro rompe el hielo
enérgicamente.
—¡Bueno…!
¿Te sientes preparada?
—No…
—¿Quieres
esperar más tiempo?, ¿sigues débil?
—No,
da igual.
—Tienes
que entender que a lo mejor no venimos en mucho tiempo de nuevo por aquí, así
que si quieres aprovecha y come y bebe algo de la casa; yo he picoteado un
poco…
—No
tengo hambre ahora mismo, aún me noto la tripa un poco rara…
—Normal…
Vale, como quieras. Ten mucho cuidado, ¿vale? Hazme caso en lo que te diga, te
iré enseñando sobre la marcha, para que puedas verlo con tus ojos y no tengas
que creerme a ciegas.
—Sí…
—¿Sabes?
Antes, cuando te dio el ataque, me quedé preocupado. Últimamente, parece que
traigo mala suerte a la gente.
—¿Qué
quieres decir…?
Libro de Álvaro
10/10/2012;
21:45 – Madrid Población humana viva: 3.097.564.496
No
esperaba que la noche fuera a atraparlo allí dentro; desde que se fue la luz en
la tercera madrugada, las calles, las casas, los parques… todo es terrorífico.
Jamás había tenido miedo a la oscuridad, hasta ahora, que la poblaban los
incesantes gemidos, golpes y ocasionales súplicas angustiadas, como había
comprobado en subrepticias vigilancias desde su tejado. Sin comida en la casa
ya, sin querer tampoco hacer nada, y sin motivación para siquiera moverse, de
algún sitio se está empujando a sí mismo para no desaparecer… Marta… No cree ir
a borrar nunca de su cabeza esa imagen; pero desde ayer se prometió que iba a
hacer algo más que solamente llorarla.
Decidió
marcharse lejos, a algún lugar más tranquilo que la ciudad, y la comisaría
parecía un buen alto para, si la suerte decidía por una puñetera vez
acompañarle, aprovisionarse un poco. Ahora, aunque ha conseguido entrar
tendiendo una escalera de una azotea a la otra, se ha quedado encerrado con los
que allí había. Sí, ha conseguido un par de pistolas cargadas, uno de los de
allí, poli, le ha dicho lo básico de cómo usarla; le servirá magníficamente
para volarse la cabeza cuando el hambre apriete demasiado, o los tres gritones
de la entrada consigan derribar las puertas con sus desmesuradas ostias…
Junto
a él están Adrián, el poli; el otro Adrián, padre de familia gordito
obsesionado con volver a su casa con los suyos; Susana, una superviviente
oportunista que también se quedó encerrada buscando provisiones, y que no le
quita ojo de encima a sus cosas. Faltan Antonio, otro de los policías; y
Benito, el cual ni se ha presentado, pero cree por sus pintas que era un
retenido en las instalaciones. Supone que los agentes tuvieron la humanidad de
soltarlo en algún momento. Imagina que estarán abajo terminando de saquear las
máquinas de comida de la cafetería. No quedaba mucho y la mayoría ya se había
echado a perder por lo que pudo comprobar, así que, para el escaso día que
hubieran podido medio contentarles a todos las bolsas de patatas, que les
aprovechen… Juan ha muerto al partirse la unión improvisada de la doble
escalera que montaron como puente, intentando salir él primero de allí hace
unas horas, cuando aún había luz. Espera que de la caída y no de las
dentelladas de la turba.
Están
en la última planta ahora, cada uno a lo suyo con aspecto entre resignado y
desesperado. Tiene una idea… pero es muy arriesgada.
Las
puertas de abajo estallan con gran estrépito. “Parece que no será el hambre…”.
Todos se ponen en pie agitados, y no tardan mucho en hacer eco los gritos e improperios
de los que se encontraban en la planta baja. Les han ganado algo de tiempo al
menos.
—¡Escuchadme!
—Se yergue en el centro del despacho que todos usaban como sala común, no
soportándose mutuamente pero no queriendo estar solos. Cree que aún le guardan
animadversión por la vez que pasó por delante dejándolos abandonados—. Tengo un
plan, pero no es bueno.
—Te
escuchamos —solicita Adrián el madero con cierta sorna incrédula en la voz.
—¡Joder
creo que ya suben! —contribuye para nada Susana.
—No
aún no —sigue interrumpiendo el otro Adrián, asomando la cabeza por la puerta.
—Estamos
armados, les haremos frente —continúa el agente, pasando a ignorarlo.
—¡“Ejem”!
—tose teatralmente—, no es buena idea. Con suerte nos cargamos a los que
chillan; pero el ruido dará nuestra ubicación a los que están en tropel. Nos
quedaremos encerrados en la habitación para siempre.
—¿Y
qué propones?
—Me
he fijado en una cosa desde esta tarde… Cuando nos juntamos en una habitación y
hablamos, los que están abajo hacen una pelota enfrente… Se concentran ahí
vamos… —Ahora lo cortan disparos en el primer piso, debe de haber comenzado la
lucha entre los compañeros y los gritones.
—¡Voy
a bajar a ayudar a mi compañero!
—Haz
lo que quieras… pero si vas “a allí” morirás. Si tienes ganas de seguir siendo
poli, ayúdanos a nosotros…
Adrián
se lo queda mirando un poco enfadado, supone que por su tono, pero el gesto de
salir por la puerta es tan vago que deduce que, más que nadie, desea que
alguien le dé una excusa para no ir.
—Los
zombis. —Ya tuvo una larga conversación con ellos compartiendo lo poco que
creía saber—. Están entrando ahora mismo, lo cual reduce aún más el número de
los que quedan fuera. Tal vez, no lo sé, pero si hacemos mucho ruido a este
lado, puede que el opuesto se despeje.
—¿Ruido
cómo? —Él arquea una ceja adrede y mira a los demás antes de continuar.
—¿Estáis
de acuerdo en intentarlo entonces?
—Vale,
lo que sea. —Susana. Adrián el fondón asiente; y el que queda otorga callando.
—Entonces,
así; ayudadme.
Abre
las ventanas de un portazo que rompe los cristales. “¡Eh!, ¡hijos de puta!,
¡aquí!”. Acompaña sus palabras con dos tiros al aire. La multitud furibunda
entona lastimeras interrogaciones, alza la cabeza y extiende raquítica sus
brazos, casi como plegarias. Le dan muchísimo asco. Ahora dentro de sí sólo
quedan ira y odio. Le gustaría cruzarse de nuevo con Jesús para partirle la
cara.
No
demasiado despacio, por las esquinas, van apareciendo siluetas que, deduce,
debían de estar amartillando las otras paredes, y la cantidad de monstruos bajo
ellos se dobla. Sus compañeros le acompañan berreando para montar escándalo.
—¡Vale!,
id al otro lado a ver si hay una oportunidad; yo me quedo aquí tratando de
seguir acaparando su atención. —Susana ya ha salido corriendo—. Por lo que más
queráis, sed silenciosos.
Se
queda solo casi medio minuto; suficiente para escuchar los desgarradores
quejidos de muerte de dos voces desapareciendo en algún lugar bajo sus pies. Va
a irse de allí también justo cuando aparece el Adrián de uniforme para decirle
que hay espacio suficiente como para correr a la paralela, pero que no se ve
cómo está la calle.
Trotan
hasta el despacho más opuesto al que estaban. Suena una carrera desbocada
subiendo las escaleras; gritando guturalmente. Los han oído… Llegan justo a
tiempo para ver a Susana caer con cierta elegancia al suelo, mochila llena de
armas en ristre, y esprintar lejos. Adrián ayuda a su tocayo ahora a
descolgarse; están en un tercero. Gracias a la mano extra es capaz de poner los
pies en el alfeizar del segundo y allí se pone a sopesar sus opciones, mientras
es apremiado por los susurros angustiosos de ellos dos. Ahora le ofrece su
ayuda a Álvaro quien, agarrándose fuerte a la muñeca del otro, se ayuda a
descender hasta la misma ventana que el que lo precedió. El hombre, desde
sentado, se deja caer la distancia que falta. Suena un golpe contundente y las
cosas entre las tinieblas han vuelto a acercarse. Se levanta torpemente y
empieza a correr en la misma dirección que la otra, algo cojo. Los gritos suenan
muchísimo más cerca.
Álvaro
intenta ser más inteligente y, mirando a la pared, se descuelga en toda su
longitud, manteniéndose agarrado solo por los dedos, pretendiendo acortar todo
el largo de su cuerpo la caída y, cogiendo aire, se suelta.
Se
hace muchísimo daño, primero en los talones y luego en el culo, con los que
impacta contra los adoquines. Tal vez se le inflamen luego, o tal vez incluso
se haya hecho alguna lesión más seria; o tal vez nada… pero de seguro, ahora
no; que la adrenalina haga su función biológica. Se incorpora muy rápido
mirando hacia todos los ángulos, tratando de discernir a los muertos vivientes
dificultosamente. No se atreve a encender una linterna que pueda atraer a más.
Da una patada a algo que cree, y efectivamente es, un enemigo muy cercano,
tratando de ganarle tiempo al policía para que descienda. Éste, más ágil que
ellos, se ha puesto a desescalar nivel a nivel. Álvaro ha sacado una de las
pistolas y, muy inseguro, trata de descubrir objetivos. Los oye pero no los ve.
Cae
a su lado por fin el compañero, dándole las gracias por esperarlo, y empiezan a
apretar el paso hacia el perfilado callejón.
Con
un visceral “¡banzai!” ronco, uno de los gritones se desploma desde el tercero
encima de Adrián. Álvaro se queda paralizado a escasos dos metros, horrorizado
por los gritos mutuos. Ambos individuos han rodado y producido crujidos de sus
propios huesos por la carretera. El policía se queja aturdido y dolorido; la
cosa se arrastra como un manchurrón arácnido por el suelo hacia él, y antes de
que ninguno pueda reaccionar, está encima mordiéndolo.
Álvaro
apunta. Adrián grita de dolor a cada dentellada y golpea sin control con todo
su cuerpo. Álvaro apunta. No ve claro qué forma es de quién. Quiere disparar;
dé a uno o a otro, será siempre mejor para el compañero… Joder, era el más
amable y el más útil de todos. El resto de criaturas están cerca, las nota. Si
dispara hará muchísimo ruido… todos sabrán donde está; incluso el gritón podría
cambiar de objetivo…
Se
da la vuelta y empieza a alejarse todo lo rápido y silencioso que puede, con
los ojos húmedos, dejando atrás las impotentes súplicas de ese buen hombre.
Sigue
la estela de los otros dos; cuando por fin alcanza al señor maduro, le pone una
mano en la espalda y lo empuja para ayudarlo a correr un poco más rápido;
parece que él sí que se ha hecho un daño serio en la pierna. Los gritos
desvaneciéndose del aliado abandonado les sirven de señuelo a su favor
involuntariamente.
Con
el tiempo, por los aledaños en tinieblas, más espaciosos y con algo más de luz
nocturna rociándolos, decenas de siluetas negras los persiguen tambaleantes en
su huida.
Libro de Álvaro
11/10/2012;
07:12 – Madrid Población humana viva: 3.756.744.762
Al
amanecer Susana los ha abandonado. Ya mostró antes de dormir su disconformidad
de seguir con el “lastre” de Adrián. Y le ha robado a éste último su mochila,
así como algunos productos del local. Álvaro, no fiándose un pelo, durmió sobre
sus cosas preventivamente, aunque echa en falta uno de los dos paraguas que
trajo… “¡Por Dios…!”. Decide compartir con el compañero una de sus dos
pistolas, muy a su pesar; eso sí, la que tiene dos disparos ya gastados.
También le da un cargador, quedándose con otros dos para sí mismo.
Juan,
el dueño chino de la tienda que los ha acogido, los ayuda a aprovisionarse,
regalándole un nuevo macuto al otro y proveyendo productos imperecederos
empaquetados: acordó con ellos en su torpe español el marcharse juntos al alba.
Piensa que quiere ir a otro sitio, a buscar a algunos parientes, pero la verdad
es que no le ha quedado muy claro. Se ha armado con una barra de uña, y algo en
su actitud le indica que no es para nada un cobarde, pero que no se atrevía a
salir solo.
Adrián
se ha hecho bastante daño en la pierna derecha al final; pero que sea capaz de
caminar, aunque sea lastimeramente, le indica que al menos no es gravísimo.
Con
cautela, por la puerta trasera, acceden al portal del edificio. El plan de Juan
no está muy claro; el de Adrián es que vayan Álvaro y él hasta su casa y, según
lo que él y su familia decidan, lo acompañarán hacia el este o no. Él quiere
abandonar la ciudad cuanto antes, pero está dispuesto a esperar un poco. La
salida más rápida de allí es por Calada, después no tiene muy claro qué hay;
espera que campos y como mucho pueblos pequeños.
Nada
más ponen los pies fuera los ecos sorprendidos de la media docena que deambula
por la calle los acosan. No conoce muy bien aquella parte del barrio.
Juan
los apremia en varias direcciones, cruce tras cruce; ellos no están muy
conformes con seguirle, pero mientras no quiera meterse en demasiados problemas
lo ayudarán.
Agradece
que la ruta no esté demasiado saturada y, aunque empiezan a acumular un
respetable séquito, por ahora priman los espacios abiertos con varias rutas de
escape. Adrián tiene problemas en mantener un ritmo más rápido que el de los
no-muertos.
Al
final el chino maduro se detiene a la puerta de una casa baja; poco a poco se
han ido adentrando en la parte más chabolera del distrito, y acercándose al
jardincito empieza a exclamar cosas en su idioma. Durante el trayecto ha
demostrado ser un luchador más competente que ellos. En esa calle solamente hay
una infectada distante, acercándose con su perezoso caminar, pero sabe que la
masa de zombis que los persigue no tardará mucho en aparecer.
Ante
el silencio, el acompañante se apresura a abrir la puertecita en el muro de cal
y corre hacia la entrada principal. Un golpe sordo repentino contra la madera,
continuado después rítmica y pausadamente, constituye una muy mala señal. Juan
se queda quieto dándoles la espalda.
—Juan…
lo siento, deberíamos irnos… —Trata de despertarlo.
Sin
contestar, el hombre introduce la llave en la cerradura y abre dando un paso
atrás. La puerta se aparta bruscamente y una mujer también oriental aparece en
el umbral, caminando pesadamente. Es un zombi.
—Juan…
Juan
se queda quieto con la barra de uña entre las manos. La señora se acerca con
los brazos extendidos.
—¡Juan!
Álvaro
empieza a caminar hacia ellos, pero antes de llegar, el otro blande con fuerza
el metal y golpea la frente de la criatura, derribándola dentro de la casa.
“Menos mal…”.
La
ausencia del zombi adulto revela, apareciendo de entre el claro oscuro, una
niña de menos de diez años y rasgos del este; pálida y de piel seca como la
madre, caminando a cortitos pasos y boquiabierta hacia el que, está claro, es
el padre… Al fondo, en las sombras, parece que también hay otro niño, algo
mayor.
Juan
vuelve a quedarse quieto mirando. “Pobre hombre”.
—Juan…
ya no hay nada que puedas hacer, vámonos por favor —le suplica acercándosele.
El
interpelado suelta la barra de uña de entre sus dedos, causando un ruido
metálico que provoca una pequeña jauría de “¡uooh!” en las casas vecinas.
—¡Juan…!
—Álvaro extiende su mano para ponérsela en el hombro.
Apenas
hace contacto con su ropa, el chino se gira y con mirada inexpresiva le golpea
en la mandíbula. No demasiado fuerte, pero le hace recular un paso.
Adrián
le pone ahora una mano en el hombro a Álvaro y tira de él hacia afuera. Cuando
cruzan miradas, ve que el hombre tiene un semblante solemne y apenado.
Apartándose
de ellos lentamente, ve como Juan agarra de la cintura a su hija y la aúpa,
manteniéndola lejos de sí. Ella extiende las manitas y le agarra del pelo, las
orejas, la ropa… arañándole y tirando de donde pilla, intentando acercarlo
hacia sus dientes. No hace falta. Aovillándose en el suelo, el padre la abraza
y la estruja contra su cuerpo. Ella empieza a morder allí donde pilla. Él no
grita de dolor, sólo hace un extraño ruido indiscernible entre la risa y el
llanto. Por el rellano, aparecen de nuevo la madre y el hijo algo mayor.
Álvaro
deja de mirar y, apretando muy fuerte los ojos, se deja arrastrar fuera por el
compañero, aceptando ahora él los consejos amables que le dedica, de que ya no
puede hacerse nada, de que ese hombre ha tomado su decisión.
Siente
como le arde el pecho y, apenas unos pasos más adelante, aún con los extraños
estertores del breve aliado siendo devorado perfectamente audibles, vomita
contra un muro. “Dios, si existes, te juro que algún día te haré pagar por tus
pecados”.
La
procesión cadavérica asoma al cabo por la esquina, gota pútrida a gota pútrida.
Él y Adrián… aprietan el paso tratando de volver a dejarlos atrás. Los zombis
cada vez huelen peor y ya no hay forma alguna de confundirlos con humanos, con
sus pieles agrietadas, su tono amoratado y pálido, sus ojeras decrépitas, y sus
uñas y dientes negruzcos y amarillentos.
Libro de Álvaro
11/10/2012;
09:52 – Madrid Población humana viva: 3.712.809.362
Se
topan con el quitamiedos de la autopista, asomándose sigilosamente por un
terraplén. Le ha costado muchísimo convencer a Adrián de que lo acompañe tras
ver las ruinas calcinadas de la que era su casa, pero al final consiguió que
entrara en razón; le ha prometido que le ayudará a buscar a su familia cuando
encuentren un sitio seguro. Sabe que realmente nunca lo harán por lo imposible
que eso pueda resultar y que en algún momento el otro se dará cuenta de que
tiene que dejarlos atrás; hasta entonces la esperanza es una buena medicina
para mantenerlo con vida.
La
M-40 es una tragedia. Esa carretera perimetral de la ciudad constituye una
frontera de aspecto inexpugnable. Millares de coches abandonados en atasco;
otros accidentados y volcados en los arcenes o hechos un acordeón unos con
otros. Y a lo largo de todo lo que pueden otear, centenares o millares de
ellos, gimiendo entre los ecos del viento, parcialmente atrapados por las
barreras de los despojos metálicos que son ahora los vehículos y las placas de
hierro hasta la altura de las rodillas en los laterales del asfalto. Por algún
punto habrán de cruzarla… Nada indica mínimamente que vaya a estar mejor en
ninguna otra parte, dado que esa carretera encierra Madrid en un círculo
deforme. Al otro lado de donde están se divisan unas vallas de verja, de unos
dos metros y algo de altura, que parecen cercar una amplia extensión de campos
yermos privados, y constituyen su objetivo provisional. Si logran saltarlas
tendrán un respiro de los zombis que los persiguen. Sin confiarse demasiado,
claro. Y no tienen mucho tiempo para hacerlo: por la retaguardia, salpicados
desde las calles, van saliendo muchísimos más tratando de cazarlos. Confía en
que el repecho que hay que subir para llegar hasta ellos los retrase un poco
más de lo habitual; no ha tenido oportunidad de observar cómo se desenvuelven
los muertos vivientes contra el terreno difícil, y desde luego éste no es el
momento adecuado para los experimentos. Agradece que al menos no haya aparecido
ninguno de otro tipo que el lento, torpe y cansino.
A
él recientemente le han comenzado a doler las nalgas y uno de los talones lo
suficiente como para ser molestos, sabe que por la caída de la noche pasada. Se
nota sucio, sudado, con ganas de orinar, la boca seca y el estómago revuelto; y
todavía le rabian algunos de los golpes recibidos en su batalla contra el
gritón, especialmente la nariz y el diente roto; pero no le presta mucha
atención a nada, la tensión aún fluye constante por su sangre haciéndole notar
presión en las sienes y hay un vacío en su interior que sobrepasa cualquier
malestar. El que está fatal es Adrián; está claro que la falta de descanso ha
hecho que su pierna vaya a mucho peor, de lo que más se queja es del tobillo.
El último tramo ha tenido que dejarle recorrerlo apoyado en su hombro para que
pudieran avanzar a un ritmo mínimamente aceptable, agravando su propio
cansancio.
—Adrián
—le susurra muy bajito—, vas a tener que sacar fuerza, ¿de acuerdo?
—¿Qué
quieres hacer?
—Un
último esfuerzo y podremos descansar un poco. Este plan ya ha funcionado antes,
¿vale? —Su compañero parece muy desganado, casi como si quisiera tirar la
toalla—. Es igual que en la comisaría; sólo un último esfuerzo.
—Vale…
—Voy
a alejarme un poco de ti y a atraer la atención de todos; no van a poder subir
este acantilado desde ese ángulo. En cuanto veas una línea recta vacía, baja,
salta por encima de los coches y corre hacia la valla.
—¿Y
tú?
—Yo
puedo correr más rápido que ellos, los acumularé en un punto y seguiré tu misma
ruta.
—No
creo que funcione…
—Lo
hará, hazme caso. Tú sólo cruza. Por favor, hazlo.
—Lo
intentaré…
—No,
hazlo. —No quiere ver morirse a nadie más… siente que si pierde al último
compañero, él mismo se morirá. Y a la vez, extrañamente, una voz muerta en él
le dice que le da igual.
Desatendiendo
esos pensamientos, se arrastra hasta estar a unos veinte o treinta metros, se
yergue haciendo un último chequeo en busca de cualquier zombi de tipo “anómalo”
sin dar con ninguno; supone que los más ágiles ya habrán salido de allí
atraídos por algo; y, a pleno pulmón, les grita e insulta.
—¡Cabrones!,
¡malnacidos sacos de putrefacción! —Se sorprende a sí mismo de lo que fuerza
por su boca—. ¡Si queréis comida tenéis que ganárosla!
Y
así, como señuelo andante, continúa por largos segundos. Las criaturas
excitadas se van arremolinando lentamente a sus pies; los primeros arañando la
tierra y tratando no sabe muy bien si de escalarla o de simplemente agarrarlo.
Pero
no ha tenido el efecto pleno que hubiera deseado, muchos están atrapados entre
los accidentes, y otros simplemente no parecen encontrar un camino claro para
llegar hasta él y se atoran contra los coches. Además, desde los laterales, ha
causado un movimiento de flujo que empieza a concentrar a los infectados en
torno a él, provocando una pequeña corriente continua de hombres y mujeres
arrastrando los pies para formar tumulto. Parece que esa estrategia no funciona
tan bien ante una frontera “infinita” de ellos. Debería haber predicho que
pasaría eso. “Maldita sea…”.
No
obstante, pese a todo, en las proximidades más cercanas sí que se ha producido
un ligero vaciamiento de infectados. No durará mucho, lo que tarden en apiñarse
los que van llegando, y tampoco es seguro, sigue habiendo muchos de ellos
distribuidos; pero puede intentarse aprovechar.
Ante
las dudas que descubre en su acompañante, le interpela con rabia que cruce.
Surte efecto. El otro, con movimientos entre torpes y cómicos dada su escasa
condición atlética y su herida, se deja caer del repecho; corre hasta el quitamiedos
y lo pasa por encima, bamboleándose un poco. Llega al primer coche y se
encarama a gatas a su capó; con los dos pies juntos salta al siguiente; muchos
perseguidores han virado y han centrado su atención en él. Álvaro les grita sin
efecto, está claro que atienden más al estímulo visual que al auditivo. ¿Habrá
límites según la distancia? ¡No reflexiones ahora, sólo actúa!
¡Adrián
llega a la mediana! Pasa, un zombi le viene de frente. Saca la pistola y sin
pensárselo le dispara a bocajarro en la cara. Le resulta irreal de extraña la
idea de estar utilizando armas de fuego. “¡Ánimo, ya llegas!”. Se sube al
siguiente coche, es el último salto hasta el próximo quitamiedos. Una mujer lo
agarra del pie en el aire. Ambos se caen, él sobre la chapa y ella al suelo,
todavía sujetándolo. Desde su ángulo no puede ver muy bien lo que ocurre, pero
suenan dos disparos más y Adrián se levanta, trotando con cojera hasta brincar
al extremo de la carretera, saliéndose de sus dominios, rumbo a la valla, y
sacando muchísima ventaja a los que le siguen el rastro; todos los cuales, al
llegar al quitamiedos, se tropiezan y desploman patosamente al otro lado.
“¡Sí…!”.
Conforme
lo ha visto erguirse en el último coche sano y salvo, él mismo ha empezado a
correr mucho más vigorosamente. La parte por la que él pasó se ha llenado de
ellos, pero eso también ha despejado vagamente otro punto un poco más distante,
aunque de un modo mucho menos cómodo que el que su aliado disfrutó.
Desde
la altura salta directamente al techo de uno de los coches, esperando que eso
le ayude a evitar los atrapes malintencionados, pistola en mano. Aterriza con
éxito, aunque su talón le da un toque de atención. Con impulso salta al
siguiente procurando que sea el pie bueno el que absorba más energía. El intento
le cuesta desequilibrarse y vencerse hacia delante, cayendo fuera del vehículo
contra la mediana. Una mujer podrida está a punto de agarrarle la mano. Le
golpea la muñeca con la pistola, incorporándose de un brinco en la dirección
contraria.
Sin
esperarlo choca contra un zombi que lo abraza. “¡Joder, joder, joder, joder!”;
de espaldas, en una posición contorsionada, le sujeta con una mano la barbilla
tratando de evitar el bocado, y coloca sin poder mirar la pistola por encima de
su propia cabeza contra algo duro que espera sea su cráneo. Aprieta el gatillo.
¡Ha apretado el gatillo! La explosión de mejunje a esa proximidad lo pringa
entero y el eco de la pólvora le zumba en el oído, menos mal que tiene todas
las partes importantes de la cara bien cubiertas. “Álvaro, por favor, mira a tu
alrededor antes de moverte…” Se regaña, pasando de un brinco la división
intermedia entre carriles.
El
tiempo que ha perdido ha causado que se hayan agolpado al otro lado cuatro de
esas cosas, pero casi al unísono, todas han tropezado contra el metal y caído
bocabajo aparatosamente. Sin pensárselo dos veces, pisa directamente sobre sus
espaldas utilizándolos de trampolín y se propulsa hasta caer con el estómago
sobre el capó de un Ford. Una mano le
agarra de la bota. Él tira con muchísima fuerza tratando de zafarse, quiere
conservar la munición todo lo que pueda. Para su alivio, el agarre no es muy
tenaz al no haber logrado abarcar bien su pie y cede enseguida. Ni siquiera ha
podido ver qué lo ha agarrado; pero sólo hay una dirección: hacia adelante.
Distante,
escondidos entre la turba hambrienta, se sienten unos berridos desbocados.
“Mierda…”. Aún parece lejos, pero sabe que vendrá, mejor que ni los vea para
cuando quiera llegar.
Se
encarama al vehículo que falta; lo han rodeado por todas direcciones, así que,
resignado, al que está más en frente de su trayectoria le dispara en la parte
de cabeza que tiene a tiro y salta, escurriéndose casi con grima por entre los
brazos que le llegan también desde los lados. “¡Que no me toquéis cojones!”.
Pasa
el último quitamiedos y empieza a trotar cuesta arriba por la ligera pendiente.
Adrián ha acumulado una buena cantidad de perseguidores que están entre ambos;
muchos muy cerca ya de él. Álvaro los flanquea, algunos se han girado cambiando
de objetivo cuando pasa al lado. Adrián está atorado a mitad de la escalada;
uno de ellos le tiene agarrado del pantalón y otro está muy, muy cerca. Sin
detenerse, se aproxima como si fuera a placarle, y en cuanto está cuerpo a
cuerpo, le dispara en una sien liberando la pierna del otro; no cree tener
puntería suficiente como para arriesgar un disparo mientras se mueve, menos
estando el compañero en la línea de fuego. Es la segunda vez que abate a uno de
un tiro… es tan… irreal… como un videojuego… como una quest de escapar con su compañero NPC.
Al
que falta le apoya el cañón en la frente, causando que éste dirija sus manos a
arañarle; sin la velocidad necesaria, sin embargo, como para hacer nada antes
de morir por la bala que tenía adjudicada. Algo de todo esto le recuerda a la
sensación que tuvo luchando contra el gritón. Siente miedo, siente tensión y
una sensación muy desagradable y obcecada en su carne; pero también se siente
liberado, como si el mundo se volviera monocromático y sólo hubiera un camino que
comprender y que recorrer, sin dudas ni confusión…
Bota
para ganar altura antes de agarrarse él mismo a los rombos de alambre del
enrejado. Quiere apresurarse en subir porque esas cosas están ya muy cerca, y
en unos segundos podrán atraparlos en manada. Además desde arriba podría ayudar
a Adrián, que parece por completo incapaz de seguir ascendiendo y, con cara de
absoluto esfuerzo y fatiga, parece que lo único que logra es permanecer como
una lapa a mitad de trayecto.
Álvaro
por fin logra colocar una mano en el filo superior. Adrián ha proferido un
suspiro de fuerza y ha levantado un poco el pie tratando de mejorar. Resbala y
cae de espaldas al suelo. “¡Mierda!”. Álvaro, sin el cuidado suficiente, suelta
un enganche y trata de agarrarlo, resbalándose él también.
Tiene
uno de los pies enredado así que da una vuelta sobre el eje de su estómago y se
ve ir de boca contra un hierro sobresaliente del cimiento. Adrián lo detiene a
unos centímetros del pincho oxidado. “¡Joder, casi lo mata una valla…!”.
Con
las manos puestas en sus hombros, lo empuja hacia arriba y lo ayuda a
encaramarse hasta poder pasar por fin una pierna a la otra cara de la barrera.
Desde esa posición, mucho más cómoda, agacha el tórax y le tiende una mano;
entre los dos, seguro que pueden lograrlo.
Él
otro trata de alcanzar sus dedos unos segundos… Una muerta viviente le pone una
zarpa en la cintura y dirige los dientes hacia el cuello del camarada. Éste da
un codazo rápido con un gritito asustado y a continuación dispara contra su
boca, derribándola. No está claro si ha muerto o no. Vuelve la cabeza y lo mira
asustado. No hay ni tres metros hasta el próximo; ni cuatro hasta los dos
siguientes; uno más a otro par, y un par de metros más allá un tropel
incontable abalanzándose.
Abruptamente,
algo muy oscuro y triste sustituye el semblante antes sólo aterrado de Adrián.
—¡Adrián
no! —espeta Álvaro, comprendiendo perfectamente esa expresión.
Sin
darle tiempo a nada, el hombre pega un brinco lo suficientemente alto como para
alcanzarle con la mano y darle un fuerte empujón en la pierna de su lado, que
lo desequilibra y derriba al suelo seguro. Álvaro se lanza como una mecha
encendida contra el entramado, mientras grita una y otra vez “¡Adrián no!,
¡sube!”. Una y otra vez, una y otra vez; totalmente impotente; agarrando con
los dedos el alambre incrustándoselo, hasta que se percata fugazmente de que
unos dientes quieren pegarle una dentellada a la carne expuesta y salta hacia
atrás sobre la nalga dolorida.
Observa
en primera línea, todavía gritando aunque ya sin energía; como Adrián dispara a
unos cuantos zombis más, conforme van llegando a su altura. Antes de,
completamente sobrepasado, apoyarse contra el enrejado y, dándole la espalda
como una última deferencia, quitarse la vida con la pistola desde un lateral.
Desplomándose a plomo con un pequeño restregón sanguinolento en el metal.
Algunos
empiezan a despiezar salvajemente su cadáver. Otros, percatándose de Álvaro, se
aferran a la frontera y la atacan en masa.
Se
incorpora tembloroso de pura rabia y, con pulso totalmente descontrolado, les
chilla llorando y moqueando, descoyuntando su propia mandíbula en berrido
informe; apuntándoles. Una y otra vez casi aprieta el gatillo, redoblando sus
gritos a cada intento frustrado; pero algo le contiene en todas sus
arremetidas. Entre su ira, un yo extraño, profundo y sereno, le dice que no
sólo es tirar recursos, sino que hacerlo es insultar el sacrificio de Adrián.
Unos
alaridos roncos, no ya tan cómodamente distantes como antes, contestando a los
que él mismo está profiriendo, lo devuelven a la realidad. Se da la vuelta y,
sin mirar atrás, sin poder ya mirar atrás… se aleja a paso rápido de la escena.
¿Ha sido culpa suya?, ¿debería haber sabido que su compañero no podría cruzar
la valla? ¿Debería haber hecho otro plan…?
Vuelve
a estar solo, esto no es un juego, ese hombre, ¿tenía vida…? Y Marta sigue
muerta…
Libro de Diana
11/10/2012; 14:41 –
Madrid Población humana viva: 3.025.831.501
—¿A
qué te refieres? —insiste ante el silencio de él.
—Yo…
perdona, nada… Ha sido un comentario desafortunado. No es algo con lo que me
parezca bien bromear… Simplemente… llevo unos días muy jodidos.
—Está
bien…
—Voy
a hacer lo que pueda por cuidar de ti, lo prometo, ¿vale?
—Vale…
gracias. —En la cara de Álvaro ve un gesto muy extraño y contrito, casi como de
vergüenza o resentimiento hacia sí mismo… ¿le habrá hecho algo malo a alguien?
Con lo amable que está siendo con ella… Cree que pilla que está intentando
compensar algo.
Se
miran mutuamente un rato, como sin saber muy bien qué hacer.
—Bueno…
¿y ahora qué? —empieza ella.
—Pues…
si estás lista… ¿nos vamos?
—¿Ya?
—Sí…
—Espera,
hay una cosa que querría coger. —De repente se acuerda—. Por cierto, ¿qué
llevas en ese maletín tan raro? —le inquiere, levantándose.
—¡Ah!,
¿esto? Ya lo verás… —Le dedica una sonrisa enigmática.
—¿De
acuerdo? —No obtiene más respuesta.
Se
apresura al mueble de la tele, descorre el primer cajón y saca una baraja de
cartas inglesas, contenida en una bonita caja negra dura, con letras doradas al
frente que rezan “Lucky 7s” en
cursiva elegante.
—¿Y
eso?
—Si
vamos a estar tiempo por ahí… ¡tal vez podamos jugar, ¿no?!
—Vale…
—Me
gustaba mucho jugar solitarios, y mi madre me regaló esta edición deluxe hace tiempo… —responde, al notar
la cierta confusión en el tono del otro ante su reacción tan enérgica.
Su
madre… debería comprobar que estuviera bien antes de irse… ¡NO! Comprende sin
reconocérselo; y con ojos humedecidos se queda dándole la espalda a Álvaro
esperando que se le pase.
—Voy
a la cocina a preparar el plan —empieza, como si le hubiera leído la mente—.
¡Prepárate junto a la puerta del despacho y nos vamos!
—Vale
—acepta tratando de mantener un tono sólido.
Camina
hasta la habitación que le ha dicho; la ventana está rota, pero en algún momento
debe de haber bajado la persiana. Escucha súbitamente mucho ruido en la cocina,
como de golpeteo, y oye la voz del joven hablando casi a gritos con los de
fuera, llamándolos. ¿Qué hace?
Aparece
a paso rápido por el pasillo y, pasándole de largo, apoyando una mano en su
hombro, se acerca a la correa de la persiana y la descorre con agilidad.
—Vale,
a ver, primer consejo; es un truco que he encontrado muy útil. Si esas cosas te
encierran rodeándote —empieza a cruzar al jardín saltando el marco de la
ventana—, y no son demasiadísimas, puedes abrirte una vía de escape temporal
llamando su atención a un punto de la casa, y yéndote rápido al contrario. —Le
tiende una mano invitándola a seguirle. Ella duda, pero sacude la cabeza y le
acompaña.
—De
acuerdo… —Una vez están ambos fuera lo observa pegar un saltito y agarrarse al
muro, asomando la cabeza por encima, oteando.
—Más
o menos despejado… ¡Arriba!, ayúdame. —Oye pasos que vienen desde algún sitio
rodeando su casa… su casa… ¿ya no es su casa? Le sujeta las piernas y lo ayuda
a encaramarse—. En general, la manera de avanzar que mejor me parece que
resulta es deprisa, pero con tiento. —Desde el quicio le tiende una mano y aúpa
sin parecer esforzarse demasiado. Ella, vanidosamente, se sabe ligera—. Por las
calles me refiero.
—¿Qué
quieres decir?
—Míralo
tú misma, ¿qué ves?
Observa;
vive… vivía en una calle de chalets contiguos, con más casas iguales enfrente,
distribuidos por una carretera de dos carriles central, que da a parar a ambos
lados a otras perpendiculares, formando una cuadrícula de viviendas.
“¡¿Aeehi?!” ¿Qué es ese ruido? En el medio de la calle, caminando hacia ellos,
hay una mujer… viste en vaqueros y camisa blanca… con la cara totalmente
impregnada de sangre, al igual que el pecho. Está demacrada y algo azulada, sus
ojos inyectados en sangre envueltos en ojeras profundas, su piel como
cuarteada, y sus dedos… llenos de ponzoña y heridas abiertas, con uñas de un
tono costroso.
—Ves…
esa ha herido a alguien por lo menos… —¡Oh Dios…! Esto es real… se descubre más
tranquila de lo que pensaba que estaría; Álvaro le transmite mucha seguridad.
Aun así, la escena le resulta muy impactante.
—¡¿Y
ahora?!
—No
pasa nada, ven…
Se
arrastra por el muro hasta la acera y nada más llega abajo, corre a cerrar la
puerta del jardín de la casa, mientras le hace gestos para que baje también.
¿Seguro? No está ni a veinte metros… Decide obedecer y salta a colocarse en su
espalda.
—Normalmente,
prefiero evitar luchar; no sólo siempre puede salir algo mal, sino que gastas
energía… Pero bueno, así puedo enseñarte esto… Va a ser duro de ver… ¿te
atreves, o nos vamos?
Ella,
aterrada, asiente. ¿Qué va a hacer? ¿Matarla? Si es eso, no quiere verlo… pero
siente que debe verlo.
Álvaro
le indica con la mano que se quede ahí y empieza a caminar hacia ella. La mujer
gruñe y extiende los brazos en su búsqueda, acercándose a pasos espasmódicos.
El muchacho saca de su cinturón un martillo relativamente grande, lo agarra con
la mano derecha y lo extiende hacia atrás amenazadoramente.
—Diana,
lo más peligroso son los dientes y sus dedos; por lo demás son torpes. —Cuando
la tiene a tiro golpea con muchísima fuerza su sien, produciendo un crujido muy
desagradable. La chica, que apenas será un poco mayor que él, cae a un lado de
rodillas y empieza a reincorporarse—. El problema es que son muy duros
—continúa, colocándose sobre ella y levantando el arma—. Creo que hasta que no
logras dañar mucho su cerebro —Su voz hace una inflexión hacia el esfuerzo—;
¡no mueren! —Hace descender salvajemente el martillazo contra su nuca,
provocando que quede quieta en el suelo tras un par de espasmos—. En lo
personal… siempre que puedo, trato de rematar. —Da un nuevo golpe en el mismo
sitio que provoca que salpiquen contra sus guantes unas virutas carnosas—. Los
he visto volver a levantarse alguna vez que ya los dabas por muertos…
Diana
está con la espalda contra la pared. Hiperventilando y llorando. No puede
creerse lo que está viendo.
—¿Estás
bien?
—¡La
has matado!
Él
se queda en silencio contemplándola a través de sus gafas de sol. No es que
esté enfadada con él; no, comprende que esa gente es un peligro, tal vez se los
pudiera ayudar… pero entiende que ahora mismo no pueden preocuparse de eso…
simplemente está atónita.
—Siento
habértelo enseñado tan cruelmente… Creo que estabas lista para verlo, ¿no?, ¿lo
comprendes? Tienes que com…
Ella
lo interrumpe asintiendo, tapándose los ojos con las manos; ¿es por su lenguaje
corporal que ese chico sabe entenderla bien?
—Sólo
dame un segundo, por favor —suplica. Necesita procesarlo. Lo comprende, pero
necesita procesar que… va a tener que matar gente.
—Claro,
claro… aunque este es mal sitio; pero tenemos un segundo muchacha. Estás
haciéndolo genial. Estás siendo muy fuerte, de verdad… —Toma unos segundos,
claramente dejándola llorar, sin acercarse, antes de empezar a caminar hacia
ella. Le pone una mano en el hombro—. De verdad; en la casa vi algo en ti, que
no sé por qué, me hizo pensar que ibas a ser más madura que tu edad. Pero ni
por asomo imaginaba que ibas a poder mantenerte tan entera. —Cree que le está
sonriendo a través de la bufanda.
Ella
le devuelve una sonrisa que trata de mostrar agradecida, pero no sabe si se lo
está diciendo con sinceridad o sólo para animarla. Él le asiente y,
amablemente, le sube su propia bufanda y se la enrolla alrededor de la boca,
sin apretarla demasiado.
—Yo
de ti, me pondría también las gafas de bucear, puede ser incómodo, si ves que
se empañan demasiado déjalo… pero pueden salpicarte encima, y no sé hasta qué
punto es contagioso. Yo trataría de evitar que cualquier herida abierta “o”
orificio se acercase a ellos…
—Vale…
—Empieza a rebuscar en su mochila para ponerse las gafas. “Diana… si vas a
ponerte eso, vas a tener que dejar de llorar”; se hace gracia a sí misma y casi
sin creérselo, profiere una tímida carcajada.
—¿Qué
pasa? —pregunta con voz confundida, no se le escapa ningún detalle, ¿eh?
—Nada,
nada…
—¿Segura?
—Sí,
sí. —Se ajusta la gomita por detrás de las orejas; y se coloca el plástico
delante. Es incómodo…
—¡Guau!,
tienes unas pintas… —Bromea por su entonación.
Lo
regaña con la mirada, aunque no sabe si puede verle ya los ojos.
—Bueno…
te decía… A ver; como puedes ver, si no hay mala suerte, por separado no son la
gran cosa… El peligro principal es que se junten en número. —Casi coordinados,
han empezado a aporrear la puerta los tres hombres que ahora están encerrados
dentro del recinto de su casa – Y lo fácil que es que todo se vaya a la mierda
si en un descuido te muerden. Se acabó; ¿comprendes?
—Sí.
—Así
que nunca bajes la guardia si están cerca; de hecho mejor procura no bajar la
guardia nunca… Un error puede pagarse muy caro.
—Vale.
—Comienzan a andar la larga calle hacia una esquina.
—Te
iba diciendo. Creo que lo principal es conservar fuerzas, moverte rápido pero
sin cansarte, al paso más rápido que puedas mantener cómoda. —Va memorizando
todo lo que le dice. Memorizar se le da bien—. Pero sin ir atropellada; como
hemos hecho en el muro, cada vez que llegues a un sitio nuevo, mirar rápido y
lo más sigilosa que puedas, y después de haber evaluado las amenazas, trazarte
una ruta mental y no detenerte.
—¿Ruta
mental?
—Sí,
es lo que hago yo… trato de predecir cómo van a moverse los que vaya viendo y
voy trazando el camino que voy a seguir, teniendo cuidado si me tengo que
acercar a ventanas o coches o cualquier cosa. Recuerda, los coches son
peligrosos. —Lo recordará—. He visto como desde debajo de uno salió una mano
que atrapó a un chico que no se lo esperaba para nada.
—¿Y
qué paso?
—Yo…
—Se queda en silencio un segundo—. Murió… —Supone que durante ese instante
valoró si mentirla o no.
—Lo
siento, ¿lo conocías?
—No,
no te preocupes, gracias. No nos desviemos. Avanzar rápido y sin detenerse
también es importante.
—¿Por?
—Pronto
verás que, esas cosas se irán acumulando persiguiéndonos, sumándose desde todas
partes; a veces ni te puedes creer de dónde han salido tantos cuando mires a tu
espalda. Prepárate para ello, es una escena bastante impactante, pero no debes
perder los nervios.
—De
acuerdo…
—Mientras
sigas avanzando serás más rápida que ellos; el principal peligro reside en que
te veas obligada a detenerte, por ejemplo porque te cruces con otro grupo de
frente. Por eso, siempre que te veas perseguida por un grupo numeroso, es
importante que salvo que no te quede más remedio, intentes moverte por espacios
abiertos y con rutas abundantes de escape.
—Entonces…
¿No sería mejor irlos… matando?
—¡¿A
todos?! No tenemos maná.
—¿Maná?
—Una
broma, da igual; si tuviera maná podría hacer cualquier cosa, pero no lo tengo.
—¿Pero
que es la maná?
—El maná. Una tontería, magia.
—Ah…
Friki…
—Lo
sé. No, no se puede luchar yo creo. Suponte que en tu calle “hubieran” habido
cinco o seis; en lo que termino de encargarme de uno se me hubieran echado los
otros encima, y cada vez hubiera ido siendo peor.
—Pero…
—A
ver, sí, con espacio y estrategia, puedes irte encargando de ellos… Pero
también te vas a agotar muy rápido… y ellos nunca se agotan. Si luchas ahora
estarás cansada para los de después, y eso es una espiral… Luchar es un último
recurso, o para cuando sabes que vas a tener comodidad pronto y quieres
quitarte problemas.
—
“Luchar último recurso”, de acuerdo. —“Mientras estén detrás de ti no pasa
nada…”.
—Estoy
apuntando la mayor parte de las ideas y cosas que descubro en una libreta…
cuando encontremos dónde descansar lejos de aquí, si quieres te la dejo.
—¡Vale!
—También
tengo otra… seguramente haya algo de información útil en ella, pero esa es más
privada. Tal vez un día.
—Como
quieras…
Llegan
a la esquina. No ha tardado ni cinco minutos en empezarle a dar mucho calor la
bufanda, y en sudarle las cejas y sienes en contacto con la goma.
Parece
que la calle a la que van a acceder está despejada, salvo por uno de ellos muy
distante, a casi cien metros, en medio, dándoles la espalda. Ella va a seguir
andando, pero la mano de Álvaro la detiene.
El
hombre se gira lentamente en su dirección. Los mira por un segundo, y de
repente, se agacha cerrando los puños y grita a pleno pulmón guturalmente
mientras comienza a esprintar hacia ellos.
Álvaro
la agarra de la muñeca haciéndole daño y tira obligándola a correr muy rápido
de vuelta a la calle por la que venían. Nada más pasan un par de casas, la
agarra por la cintura ignorando sus preguntas y la levanta sin miramientos
hacia uno de los muros; poniéndole la mano en el culo para que suba arriba. Le
ha puesto la mano en el culo… “Diana leñe, no te descentres”. Decide hacerle
caso y termina de encaramarse. Él le pasa el maletín y la mochila y sube de un
salto, casi derribándola al otro lado, muy apresurado.
Nada
más caen; sin decirle una palabra, le tapa la boca con la mano justo al tiempo
que iba a abrirla para preguntarle y, con potencia, la agacha forzosamente
apretando su hombro, sentándose él con la espalda contra la esquina de un
lateral, mirando a la puerta de entrada; escondidos por el muro. La apoya como
una muñeca contra su cuerpo y la envuelve con las piernas, dejándola abrazada
entre sus rodillas y brazos. Con una mano le tapa la boca fuertemente, ella
forcejea confusa un segundo, pero después se deja llevar. Con la otra…
¡sostiene una pistola! que apunta hacia la entrada, brazo por completo
extendido y usando de punto de apoyo su rótula. ¿De dónde la ha sacado? No ha
abierto el maletín… ¿Qué lleva ahí entonces?
Ella
se nota temblando, ¡¿qué ocurre?! La sangre fluyendo deprisa y el corazón
acelerado casi le duelen, nota como si viera el mundo a través de un tubo; se
siente respirar muy rápido. Los chillidos se acercan y enseguida se sienten los
pasos en carrera viniendo. Álvaro deja de apuntar un segundo y le coloca la
mano contra el pecho suavemente; afloja también un poco el agarre en su
mandíbula. Entiende que quiere que se tranquilice. Lo intenta, pero el terror
corre por sus venas. “Diana céntrate en respirar, baja el ritmo. Vamos, baja el
ritmo”. Parece que algo funciona, él ha vuelto a apuntar al umbral. Salvo que
entrara, esa cosa no podrá verlos. “Están a salvo”, se dice. “Vamos, respira
tranquila”.
Los
gritos están en su calle, son desgarradores y acongojantes. La mano contra sus
labios le pone nerviosa; trata de asentir flojito y, suavemente, acerca sus
manos a la de Álvaro, tira un poquito, intentando indicarle que puede soltarla,
que no va a hacer ruido. Él lo hace, y agarra el mango ahora con ambas manos.
Ella, entre sus axilas, le mira a la cara, tratando de obtener alguna
indicación; él la observa un segundo, se lleva el dedo índice a los labios, y
vuelve a encañonar la entrada.
Los
berridos pasan por delante de la casa en que se encuentran, acompasados por el
trote de la criatura… Es uno de esos anómalos, debe de ser de esos que gritan
evidentemente… da muchísimo miedo…
Ha
pasado de largo… ¿Están seguros ya? Debe de haber pasado un minuto desde que se
fue, pero Álvaro no se ha movido. Intenta incorporarse un segundo, pero él la
vuelve a retener desde el hombro.
Pasa
otro minuto; su cuerpo se va relajando. ¿Por qué no hacen nada?
Pasa
otro minuto, siguen quietos, su pulso y respiración han vuelto por completo a
la normalidad. Entre las piernas del chico, supone que alguna parte de su
cuerpo debe de estar en contacto con… él. ¿Qué hace pensando eso? Gira la
cabeza buscando respuestas de por qué siguen ahí, casi a la vez que vuelve a
sentir los gritos acercándose por la dirección en que se habían ido.
Álvaro
asiente silencioso y enigmático, como si acabara de confirmar algo. Le apoya la
mano tranquilizadoramente. Ella ha dado un respingo al volver a escuchar los
ruidos, pero no se ha puesto ni por asomo como estuvo antes, con los nervios de
huir.
Oye
perfectamente al ser correteando de un lado a otro de la calle, ya no en línea
recta sino como… buscando. A veces se detiene, y berrea de un modo más apagado,
como frustrado, y después se pega otra carrera a algún sitio, donde vuelve a
berrear agudo y agónico.
Se
ha detenido muy cerca… no sabe cuánto, pero los pasos parecían al otro lado de
la pared. Le asusta notar como el cuerpo de Álvaro se ha tensado, y ahora está
apuntando al muro sobre sus cabezas. ¿No pensará que va a saltar, no? ¿Pueden
hacerlo? Si apunta ahí es por algo… Oh Dios… Por favor, por favor, por favor…
Las
zancadas vuelven a alejarse, con grititos casi extintos; después oyen como las
carreras se convierten en pisadas caminando en línea recta hacia alguna parte,
cada vez más distante, hasta desvanecerse.
Él
extiende su brazo frente a ella, se arremanga un poco enseñándole el reloj que
lleva, muy flipado, hecho de engranajes a la vista envuelto en cristal; da un
par de golpecitos con un dedo sin hacer ningún sonido y extiende los cinco
después de señalar las manecillas.
Ella
le levanta el pulgar indicando que comprende; bueno, cree comprender, supone
que le está diciendo que van a esperar cinco minutos. Pero arrastra suavemente
el culo y se aleja un palmo procurando no hacer ruido, sintiéndose incómoda tan
en contacto con él. Después, conforme pasa el primer minuto o así, se aleja un
poco más, sale de entre sus piernas, se ladea y se apoya, espalda contra la
pared. Lo mira un segundo dedicándole una sonrisa, tratando de decir algo así
como, “tranquilo, no es por ti, es que me da vergüenza (aunque sí que huele un
poco mal)”, que no sabe si podrá entender, y apoya la nuca contra la pared,
mirando al infinito y arrepintiéndose de soltar una bocanada sonora de aire,
aliviada. Pero por suerte nada parece advertir su presencia. Agradece no
obstante que en el momento de mayor miedo la haya protegido cubriéndola con su
propio cuerpo.
Entre
tanto, lejanos, siguen los aporreos contra la puerta de su jardín… El silencio
de la ciudad es acompasado por más gemidos y sonidos similares difusos en todas
direcciones. Jamás, ni de noche, había sentido tan solitaria la ciudad.
Eso…
ha… ¡sido increíble! Ha pasado muchísimo miedo, pensaba que se iba a romper de
temblar… y sin embargo, ¿por qué no puede parar de sonreír? No recuerda un
momento de su vida en que hubiera sentido tan intensas las sensaciones; ese
miedo calado dentro de ella había sido tan… real.
Hacia
el tercer minuto de espera, oyen de nuevo los gritos roncos entre los
edificios. Y cada pocos segundos los oyen aún más lejanos.
—Debe
de haber encontrado otro objetivo —le susurra Álvaro al oído—. Pero no nos
relajemos, a lo mejor es otro. —Se incorpora y le tiende una mano; ella la
acepta y se pone de pie con él.
El
compañero se acerca a la puerta y asoma la cabeza.
—Han
venido un par más de los zombis torpones, atraídos por el ruido imagino; vamos
a empezar a movernos como te dije, ¿vale?
—Sí.
Saltan
el murito. En efecto, un par de… “zombis” se encuentran detenidos junto a la
puerta de su antigua casa. De repente siente como si hiciera muchísimo que se
hubiera ido de allí… Se han sumado a sus camaradas a golpear la puerta desde
ambas direcciones, es bastante cómico verlos. Vuelven a enfilar, ella al menos
un poco asustada, la calle en la que vieron al gritón, asomándose antes de
entrar.
De
repente se ha plagado de once de aquellos… “no-muertos”, será mejor que se vaya
familiarizando con el vocabulario…; al menos no queda rastro del verdaderamente
peligroso.
—Bueno…
pues eso es un anómalo… —Le habla con voz normal pero en tono de poca
intensidad.
—Ya
veo… —Imita el volumen. No hace falta que le explique que a menos les oigan
mejor.
—Perdona
si te hecho daño, con los normales no me importa que practiquemos o enseñarte
cosas… pero esos de verdad son peligrosos.
—Tranquilo…
lo entiendo. —Le duele un poco la muñeca desde la que ha tirado de ella, y se
da cuenta de que se la estaba frotando inconscientemente…
—¿Has
pasado mucho miedo?
—Un
poco.
—Lo
siento.
—No…,
quiero decir, gracias…
—No
tienes que dármelas Diana.
—¿De
dónde has sacado la pistola? —Se muere de curiosidad.
—Espera,
un segundo. Mira, fíjate bien en cómo vamos a pasar entre ellos. Por ejemplo,
¿ves ese coche? No sabemos qué hay debajo, así que como sobra espacio vamos a
evitar acercarnos…
—Entiendo.
—Pasan rápido a unos cinco metros del primero de ellos, que ha extendido los
brazos intentando inútilmente atraparlos, y ahora los persigue gruñendo. Se da
cuenta de que van haciendo un zigzag más o menos informe por la calle,
acumulándolos siempre a un lado antes de pasar al siguiente, convirtiéndolos en
un lento séquito. Es una sensación extraña sentirlos, verlos y saber que están
detrás, como una amenaza constante cansina.
—Te
estás fijando, ¿no?
—Sí,
sí, ya veo lo que estás haciendo…
—Bien,
bien; eres rápida.
—¿Y
ahora a dónde vamos?
—Lo
primero a intentar salir de esta urbanización. Para llegar aquí vine mucho rato
campo a través, y aunque cansa más, no te haces idea de lo muchísimo menos
peligroso que se siente. A ver si podemos llegar a terreno despejado pronto.
—En
ese caso deberíamos torcer a la derecha en algún momento; por aquí vamos a otra
urbanización.
—¿Sí?
—Sí.
—Ah
vale, guay, ¡gracias! —Tuercen, arrastrando consigo a la casi veintena que se
les ha acumulado.
—Por
cierto… mucho cuidado con las ventanas también, pueden caerte desde arriba sin
que te des cuenta.
—¡¿En
serio?!
—Sí,
joder, sí… —Parece pensar en algo, no hay animosidad sino meditación en su voz.
—La pistola la conseguí metiéndome en una comisaría.
—¿La
robaste?
—Eso
ya no existe.
—¿Cómo?
—Ahora
mismo, lo que no tiene dueño claro, es de todos, del primero que llegue.
—Sí…
ya… cierto. —Poco a poco se va haciendo a la idea. Le suena que una vez vio una
película de ese palo, en la que la sociedad se iba al traste. Tal vez debería
haberle prestado más atención…—. Pero una cosa, si estamos en campo abierto,
sin sitio donde escondernos… ¿Qué haremos si aparece otro de esos?
—Joder,
eres lista sí, ya lo he pensado… A ver… simplemente creo que es mucho más
improbable que ocurra.
—¿Por?
—Los
zombis no están por ahí repartidos mágicamente; es importante descubrir la
lógica de su distribución.
—¿Lógica
de su distribución?
—Sí,
algún día lo convertiré en una ciencia —ríe. La calle por la que caminan sólo
tiene un par de ellos cómodamente distanciados—. Realmente merece la pena ir
investigando el funcionamiento de sus dinámicas.
—Comprendo…
—Entonces,
la cuestión es, un monstruo que es atraído por las personas o estímulos
fuertes, capaz de desplazarse incansablemente corriendo, ¿qué pinta en medio de
la nada?
—Ya
veo…
—No
es que no pueda pasar, tal vez tengamos la mala suerte de cruzarnos con alguno
que estuviera persiguiendo la ruta de un coche visto hace horas… o vete a
saber… pero lo veo mucho más seguro.
—Ya,
ya.
—Pero
vamos, sí, en ese mal caso, tendremos que luchar.
—¿Cómo?
—Yo
maté a uno con el martillo… aunque ese ya estaba hecho polvo; pero aún tenemos
balas.
—¿Y
si fueran muchos?
—Pues…
en ese caso… moriremos. —¿Lo dice así, tan tranquilo? —. Hay una cosa que yo he
asumido; no sé si es lo mejor que pensar, pero a mí de algún modo me consuela.
—¿El
qué?
—Que
ahora mismo, en este nuevo mundo que nos ha tocado, sobrevivir, y lo que
podamos hacer con nuestro esfuerzo, va a depender mucho de nuestra habilidad y
nuestra astucia. Que merece la pena intentarlo. Pero que… —Se detiene un
momento, como dolorido—. Al final, si la mala suerte se acumula en tu contra,
no va a haber nada que puedas hacer. —Reanuda el paso—. Todo a lo que puedes
optar es… a maximizar tus posibilidades…
—¿Estás
bien?
—Sí,
gracias.
Caminan
entre adosados por un rato en silencio, hasta que él, como si saliera de una
conversación interior de la que la hubiera obviado, prorrumpe a hablar.
—Por
cierto, ¿te has dado cuenta?
—¿De
qué?
—El
gritón de antes, yo los llamo así.
—¿Qué
le pasa?
—Que
ha vuelto. Quiero decir… no se ha pirado en línea recta, sino que ha empezado a
buscar desde el punto en que nos perdió la pista. Torpemente… pero buscándonos
al fin y al cabo.
—Sí…
—Son
listos los cabrones. —¿Tiene que ser siempre tan malhablado?—. No sé cuánto,
pero me escama mucho.
—Es
un problema supongo… pero tampoco parecía tan listo…
—Lo
que me preocupa es que, una vez una cosa supera cierto umbral de inteligencia…
pueda ir aprendiendo.
—¿Tú
crees?
—Nuestra
única arma real contra todos ellos y todos sus tipos es nuestra inteligencia.
¿Qué pasa si esas cosas pueden irse adaptando a nuestras estrategias?
—¿Les
has visto hacer algo más?
—No,
pero lo suficiente como para preocuparme. El hecho de que haya vuelto hasta el
cruce donde le dimos esquinazo… demuestra, joder, que entiende el concepto de
la espacialidad, a diferencia de los bobos estos. —Hace un gesto hacia atrás—.
Demuestra que, aunque rudimentaria, estaba trazando una estrategia. Es decir,
ir en línea recta, si no los encuentro, volver, ir en otra línea recta, si no
los encuentro, ya alelarme. ¡Joder! Eso son putos bucles if en su cerebro.
—¿Bucles
if?
—Lenguaje
de programación… ¿No has estudiado informática?
—Sí…
pero no hemos dado eso.
—Ah.
Quería decir que… se orientan en torno a condiciones. Me preocupa que puedan
extender esas condiciones a muchos más casos.
—Esperemos
que no.
—Sí,
rayarse ahora no sirve de nada.
Conforme
van siguiendo la ligera curva de la calle, alcanzan a divisar un pasadizo entre
dos grupos de viviendas rojizas; desde él se divisa un descampado y, casi en el
horizonte, la autopista; la M-45, si no se equivoca.
Al
alcanzar el estrecho pasillo, ve a una mujer joven mirándoles desde una
ventana. Está viva claramente, pero no hace nada por comunicarse con ellos.
—¿Deberíamos
decirle algo? —pregunta señalando.
—
“Ehm…” —titubea—. ¿El qué?
—No
sé, las cosas que me has contado.
—Mírala;
ni siquiera se fía de nosotros ahora mismo. —Hace un gesto para saludarla ante
el que, quien sea, responde desapareciendo en la oscuridad—. Lo ves… La gente
está asustada y confusa…
—Pero
podríamos ayudarla…
—Sí…
—Se detienen; los zombis que los persiguen están a unos cuarenta metros por
detrás—. ¿Quieres?, ¿y qué hacemos cuando todos esos lleguen mientras charlamos
con ella?
—No
sé, salir como antes.
—Sí,
podríamos. ¿Crees que merece la pena el riesgo?
—No
lo sé…
—Fíjate
en que se ha escondido de nosotros. Tiene miedo hasta de que intentemos
“hacerla” algo.
—¿Entonces?
—Tal
y como yo lo veo… Si la gente está en apuros, o cruzamos los caminos… Está bien
tratar de hacer amigos y ayudar, siempre que no sea un riesgo demasiado
elevado. Pero a los que veamos que están a salvo, si no quieren nada de
nosotros ni nosotros de ellos… Mejor no inmiscuirnos.
—Ya
bueno… sólo decía que tú pareces saber cosas…
—Lo
mismo que todos los que hemos estado viviendo esto, Diana.
Cierra
los ojos y sigue andando dando la conversación por zanjada. Le gustaría ayudar
a la gente, pero es cierto que no se siente cómoda con la idea de hablar con
desconocidos. Y realmente quiere irse pronto de allí. No es que estén dejándola
tirada ni nada.
—Lo
siento… —Álvaro.
—Nada.
—Diana,
¿sabes qué carretera es esa?
—Creo
que la M-45… ¿por?
—Mierda…
—¿Qué
pasa?
—¿Esa
es circular verdad?
—Sí…
—Vale…
Nueva clase Diana…
—¿Cómo?
—Las
autopistas… por lo que he visto es un infierno cruzarlas, pero si es circular,
en algún momento tendremos que pasarla.
—¿Por
qué?
—Si
no, ¿cómo salimos?
—No
jolín, digo que por qué es un infierno.
—Coches
accidentados, espacios reducidos y cientos de zombis…
—No…
—¡“Sipe”!
—Joder…
¡Perdón! —Se lleva las manos a la boca, avergonzada de haber dicho una
palabrota. Álvaro se ríe a carcajadas y le revuelve el pelo un momento
haciéndola sentirse una cría.
—No,
en serio; esto es… serio. A ver cómo cruzamos.
—¿No
sabes cómo?
—Crucé
la M-40 para llegar hasta aquí… pero hubo problemas.
—¿Problemas?
—Esto…
sí; mataron a… mi compañero, Adrián, allí. No lo conocía mucho pero ha sido
duro.
—Lo
siento…
—No
voy a dejar que te ocurra eso.
—Lo
sé. —Trata de animarle.
Tras
acercarse un poco se detienen a examinar. Tienen algo de margen hasta la
treintena de no-muertos que los persiguen.
—Ni
siquiera hay terraplén aquí… —musita—. Aunque a primera vista no parece tan mal
como la otra. Seguro que porque es más distante al centro…
—¿Qué
ocurre?
—Que
si nos acercamos más atraeremos la atención de lo que quiera que haya allí… si
no lo hemos hecho ya. A primera vista, esta carretera no está tan —alarga muchísimo la “a”— saturada
como la otra… pero desde aquí es difícil.
—¿Entonces?
—Sólo
se me ocurre una idea y no me gusta… Gastar munición para cruzar haciendo un
“Leeroy Jenkins”.
—¿Un
“Liroy qué”?
—“¡Aís!”.
Perdona, perdona… vamos a tener que agenciarnos una videoconsola y que te
pongas a hacer deberes para que podamos seguir hablando tú y yo…
—No
me gustan los videojuegos.
—Lo
harán…
—Oye…
¿Qué está pasando?
—Nada,
que vamos a tener que hacer un plan suicida.
—¿Cómo?
—Correr
rápido entre medias de ellos, cuanto más rápido mejor para evitar que hagan
pelota por donde queremos pasar, y disparar a todo lo que esté en nuestro
camino. Rezando mucho.
—No
soy creyente…
—Ni
yo, ¿pero y si funciona?
—¿En
serio?
—No…
¿Sí?
—No
te entiendo.
—Lo
sé. ¿Vamos?
—Lo
que tú creas mejor…
—No
queda otra…
Se
ha perdido por completo. ¿Qué le pasa por la cabeza a ese chico? Es muy raro…
Ha empezado a caminar hacia los quitamiedos, tal vez a medio kilómetro de
ellos; mucho más rápido que antes. Ella se pone a su lado y acompaña el ritmo.
—Ve
por detrás de mí, y no te separes ni un ápice… Espera, toma. —Se saca un punzón
del cinturón de herramientas y se lo tiende—. No quiero hacerte pelear todavía…
no en una situación tan descontrolada como esta… Pero si tienes que usarlo
apunta a la sien.
—Yo
no creo que…
—¿Mejor
morirte?
—No…
—Pues
recuerda; tienes que clavarlo con muchísima fuerza si llega el caso, o no les
harás nada. Creo que el punzón es lo más adecuado para ti ahora mismo… He
comprobado que es algo más eficaz que un cuchillo… y el martillo no te veo
usándolo con la… agresividad necesaria.
—Lo
que tú digas… de verdad, ahora mismo lo que tú digas… pero no me veo…
—Bueno,
ojalá y no lo necesites ahora.
Cierra
los ojos preocupada, le abraza un momento la espalda buscando algo de consuelo,
y se coloca a un paso de él, tratando de mentalizarse.
En
cuanto puede ver claramente el contorno del problema, se va dando cuenta.
Muchísimos vehículos abandonados un poco aleatoriamente; algunos amasijos de
hierros quemados y otros accidentados pueblan la frontera… Agachados muy cerca
de ellos ya se intuyen un grupo de personas comiendo… carne. Por favor… ¿No
habrá sido otro que como ellos intentara cruzar, no?
No
ve lo que tienen exactamente al frente porque Álvaro se lo tapa; éste ha
tendido su mano izquierda hacia atrás ofreciéndole que la agarre, y a ella le
ha faltado tiempo para hacerlo.
El
primer disparo la sorprende muchísimo y le hace llorar instintivamente,
sintiéndose infantil por ello, aunque no deja que le detenga… pero las gafas se
le están empañando. Sabe que no puede pararse a limpiarlas ahora. Otro disparo.
Llegan al quitamiedos, él la avisa, y con cuidado lo saltan, empezando a trotar
justo a continuación. Se le aparece de sopetón un coche que no había logrado
discernir, él se está subiendo así que lo acompaña. Otro disparo. ¡¿Qué
ocurre!? Apenas puede ver a través del vaho y el líquido acumulados; solo
borrones acercándose, y gemidos y rugidos, muchos… muchísimos. Qué momento para
llorar… ahora está temblorosa y de nuevo con el corazón palpitando furioso,
sintiendo como su propia sangre desbocada le daña… su cuerpo no está hecho para
la adrenalina. ¡Leñe! No, esto no es divertido; cree que está chillando, no
está segura. Álvaro tira de ella. Se han bajado del coche; corren de frente.
Ella lo sigue dejándose guiar, con el punzón agarrado fortísimo contra su
pecho, y ya ni sabe si con los ojos abiertos. Otros dos disparos más. Tan
cerca, cada eco le hace estremecerse… Saltan otra cosa y el joven esprinta,
arrastrando con ella, que lo sigue al traspié… La muñeca vuelve a dolerle, pero
le da igual. Corre, aprieta y corre con todas sus fuerzas, confiándole su vida
por completo a ese desconocido.
Sigue
corriendo, no puede mantener la respiración casi, ahogada por la bufanda.
Corre, sólo sabe correr ahora mismo; no existe nada más en el mundo, ninguna
otra cosa que poner un pie después del otro.
—¡Diana,
tranquila! ¡Diana, estamos a salvo! Bueno… más o menos. ¡Vuelve en ti!
Se
da cuenta de que está sentada en el suelo jadeando. El muchacho debe haberle
quitado la bufanda de la boca; la nota colgando de su cuello, le alivia mucho
volver a sentir algo de frescor en la garganta. Se lleva lentamente las manos a
los ojos para quitarse las gafas.
—Lo
has hecho muy bien, de verdad; hemos cruzado, ¿vale? De aquí en adelante todo
es mucho más seguro…
—Yo…
pero he gritado, ¿no?
—Bueno,
un poco… es normal con el susto… pero me has hecho caso a todo lo que te iba
diciendo.
—¿Ah
sí? No lo recuerdo… El tiro me puso muy nerviosa…
—Pues
sí, joder… ¿no recuerdas la patada que le diste al cabronazo ese?
De
repente, le viene un momento a la cabeza en que sentía mucha presión en el
tobillo, y alguien que no paraba de gritarle “¡Patea!, ¡patea!”. ¿Había sido
real?
—Sí…
creo…
—Lo
ves; de verdad… hasta me ayudaste con uno que venía por mi izquierda cuando no
lo veía.
—Creo
que me acuerdo de algo.
—Hay
que ver cómo te pones cuando te asustas… pero con todo has reaccionado muy
bien, enana.
—No
soy una enana…
—Es
broma.
—¡Ya!
—Oye,
deberíamos empezar a andar un poco, no están muy lejos de nosotros, ¿estás
mejor?
—Sí,
sí, perdona…
—No
me pidas perdón, has estado estupenda.
¿De
verdad empujó a uno de esos zombis, como de repente le vienen imágenes a la
cabeza? ¿De verdad saltó por encima del coche mientras él disparaba a un par
que intentaban morderlos? Toda la laguna que creía tener se le va despejando, y
vuelve a sentir ese misterioso subidón… como si… se estuviera divirtiendo… Pero
el miedo que pasa… no compensa, ¿no?
—Aún
tenemos que pasar la M-50, ¿no? —El último de los anillos asfaltados de Madrid
según cree…
—Creo
que sí…
—Bueno,
pues prepárate, esta vez sin gritar, ¿de acuerdo?
—Lo
prometo.
—Ya
sabes lo que es.
—¡Sí!
No
sabe muy bien por qué, le da un puñetazo flojo en el hombro; es algo que se
supone que hacen los amigos, ¿no? Él le ha correspondido con el mismo gesto y
le ha ofrecido chocar los cinco… ¿Está haciendo un amigo?
Han
ido avanzando, a juzgar por el sol, hacia el sur, tratando de ganar espacio al
gigantesco frente renqueante que, divisa de loma en loma, los persigue a unos
cientos de metros por la retaguardia. Álvaro le comunica que no quiere volver a
virar hacia el este hasta que no los hayan perdido por completo de vista, con
esperanza de que abandonen su pista.
Se
sobrecoge cruzando una línea de polígono industrial: hacia la carretera, a
menos de cien metros, hay una enorme masa de naves calcinadas en un surco negro
de escombros negros irreconocibles, y restos de un avión deshecho contra las
estructuras de chapa. Hay cadáveres esparcidos por todas partes… quemados, a
trozos… y algunos se arrastran hacia ellos. Pocos… pero uno sólo ya la habría
hecho llorar…
—¿Estás
bien?
—Vámonos
por favor…
—Sí…
El
fetor de la putrefacción humana y los materiales quemados almizcla su andar
hasta bien lejos del desastre.
Se
ha ido mentalizando, caminando por el solar yermo que ahora recorren, de la
idea de volver a pasar por lo mismo de antes. Sin embargo, como esa pregunta
que al final no entra en el examen, la autovía que divisan se sumerge en un
túnel con un camino de tierra que la pasa por encima. Esta carretera, no
obstante, parece incluso un poco menos hostil que la anterior. Solo un poco
pues los muros de hormigón a los
lados dificultarían muchísimo cruzarla. ¡Un puente que les evita tener que
enfrentarse a los problemas!
Extrañamente,
algo de todo eso la decepciona… Se asusta de su propia mente.
El
atardecer los sorprende entre sembrados. Llevan todo el día caminando,
prácticamente. Ella lo ha ido ayudando a mantener rumbo hacia el este, dado que
él ha demostrado ser absolutamente negado para orientarse sin puntos de
referencia. Primero bordearon una pequeña ciudad pueblo que creyó era Revisada
del Monte, pero no está segura; después dieron un rodeo a un polígono
industrial grandote, teniendo que pasar irremediablemente por medio de unas
calles urbanizadas, atrayendo la atención de unos cuantos muertos vivientes
que, espera, consiguieran dar esquinazo hace algunos kilómetros; y finalmente,
pasaron bastante distantes entre dos núcleos urbanos, a saber cuáles.
Las
piernas le vibran adormecidas y calientes de cansancio. En terreno salvaje
ambos se han quitado las bufandas, gafas y aligerado prendas de encima
guardándolas en sus mochilas, y eso ha aliviado un poco el malestar y las
orejas irritadas por la goma; pero la carga, seguramente de más de diez kilos,
se le hace tediosa de llevar. Álvaro ha sido muy amable con ella y se ha
ofrecido un par de veces a llevársela, pero ella se ha negado; sabe que tiene
que acostumbrarse a eso… a que el cansancio va a ser algo habitual de ahí en
adelante. No obstante, en su fuero interno, se reconoce que también lo ha
rechazado para demostrarle que, puerilmente, es fuerte.
Poco
a poco las tierras yermas de la meseta madrileña han ido dando paso a parcelas
con algo de césped y plantaciones. A lo lejos, un par de veces han visto
vehículos circulando hacia el norte. Les han hecho gestos, buscando ayuda en
acortar su ruta, pero o no los han visto o los han ignorado… Solamente han
hecho un par de parones para descansar, aprovechando para hacer sus necesidades
y comer un poco. Lo primero, ella muy lejos de él, asegurándose de que no
pudiera verla de ningún modo. Echa de menos a su madre y a su padre… pero sobre
todo a su madre. Cree que en las últimas horas han zozobrado un poco hacia el
norte, pero no pondría la mano en el fuego. La verdad es que ha pensado
bastante poco durante la caminata, aunque ambos iban mayoritariamente en
silencio, estaba concentrada en avanzar estoica contra el cansancio; no quería
ser un lastre en absoluto; y su mente sólo ha divagado en banalidades de su
rutina antes de que todo esto pasara, hasta que una y otra vez se daba cuenta
de que ya nada de eso importaba… Ni sus compañeros, ni sus estudios, ni sus
profesores, ni sus metas… Pero ni siquiera ha ocurrido de un modo triste, sino
como si poco a poco se fuera dando cuenta de equipaje que había de ir soltando.
No
quiere pasar la noche a la intemperie, que amenaza con refrescar, y menos
totalmente expuesta en la llanura; pero en el entorno no han conseguido otear
nada mínimamente resguardado.
Aún
con las laderas iluminadas de rojo y naranja, van a parar en un pliegue del
terreno con un camino de asfalto viejo. La oscuridad acecha ya expectante a su
hora de brillo, pero una forma inusual destaca sobre el casi natural paisaje,
sólo interrumpido por la propia carretera y una línea de tensión en el
horizonte, próxima a un grupito de molinos de viento en lánguido movimiento. Es
un coche parcialmente fuera del camino, quieto.
—Tal
vez tengamos dónde dormir…
—¿En
un coche?
—Mejor
que nada.
—Eso
sí…
Agazapados,
se aproximan al lugar. En el asiento del conductor hay un hombre delgado,
treintañero tal vez, con la mirada perdida dentro de profundas cuencas, piel
agrietada y aspecto rancio… Nada más se han acercado lo suficiente forcejea con
el cinturón de seguridad y da dentelladas al cristal a medio subir.
—Solo
es uno… tiene el cinturón puesto y no veo heridas ni golpes en el coche…
—¿Crees
que es de los primeros?
—Parece
muy avanzada su descomposición… yo creo que sí.
—A
lo mejor se acaban muriendo ellos solos de podredumbre…
—Podredumbre…
bonita palabra. Ojalá…
Álvaro
abre la puerta dando un paso innecesario hacia atrás, pues nada más la cede
tensión, el muerto viviente intenta salir cayéndose hacia fuera, sujeto por la
correa, ahora temporalmente ahorcado. Con la nuca del enemigo en posición
perfecta, su compañero no duda en propinar un martillazo descendente con todo
su cuerpo. Aún se mueve. Asesta un segundo golpe; la cara da contra el suelo y
queda inerte. Con el último golpe de “por si acaso”, Álvaro da la tarea por
finalizada.
Entre
los dos, le quitan el cinturón y lo cogen cada uno de un brazo arrastrándolo
fuera; ella ligeramente apresurada, como tratando de demostrar contribuir al
empeño. Se fija en que él mira que las llaves están puestas en el contacto.
—Mañana…
¿podríamos intentar probar a conducir por la mañana? —le sugiere. Tendría
bastantes ganas de aprender.
—¡No
es mala idea!
Tras
haber apartado unos metros el cuerpo de ellos, echan sus mochilas en el suelo
de la parte trasera y se felicitan mutuamente por haber llegado hasta allí.
—Me
gustaría distraerme un poco en ratos como este que parezcan tranquilos… pero
tengo muchísimo sueño, anoche no dormí bien. ¿Te parece bien que intentemos
dormir un poco? Perdona si querías hacer…
—No,
no… yo también estoy hecha polvo… Te aseguro que el armario no era nada cómodo…
—¡¿Acaba de bromear con eso?!
—Pobre…
seguro que lo has pasado fatal…
—Tú
también, ¿no?
No
le responde pronto; en su lugar, abre la puerta del copiloto y se introduce,
ajustando el respaldo hasta ponerlo al límite de lo horizontal que alcanza.
Luego, hablándole por encima del techo del coche, por fin le contesta.
—No,
la verdad es que no. Oye, si quieres quédate tú con la parte de atrás; yo me
apañaré bien aquí.
—No,
tu eres más largo que yo, mejor que aproveches tú el espacio.
—Precisamente
por eso; ahí atrás no quepo por más que me acurruque, así que sería un desperdicio.
Mejor hazte tú una bola que sí que cabes y estarás más cómoda.
—¿Seguro?
—Sí,
sí… Descansa esta noche por fin, que te lo mereces. —Está siendo muy agradable
con ella, se lo agradece sinceramente.
—Gracias…
—¡No
hay de qué! —termina, introduciéndose y cerrando de un portazo—. Cierra tú la puerta del conductor “porfa”
—musita desde dentro.
Ella,
después de cumplir la petición, pasa a su improvisada cama y se tiende. Apenas
pasa un segundo recostada, siente de golpe todo el peso del cansancio y una
enorme comodidad pese a la aspereza de la superficie. Solamente recuerda
haberse sentido tan reconfortada tumbándose tras largas caminatas en
campamentos escolares… Más o menos lo mismo que acababan de hacer, pero ahora
con el estrés añadido del riesgo de ser comidos…
Dentro
hay un cierto tufo avinagrado a putrefacción, menos mal que todo el tiempo que
esa cosa estuvo dentro permanecieron las ventanillas bajadas y la pestilencia
no se recoció allí o sería inhabitable.
—¿Qué
crees que ha pasado aquí?
—¿En
el coche?
—Sí…
—Yo
creo que cuando lo del dolor de cabeza debió apartarse de la carretera o algo…
y luego se convirtió.
—Álvaro…
¿crees que es seguro respirar aquí dentro?
—No
tengo ni idea —habla con voz aturdida, alargando el “ni”—. Creo que si esas
cosas fueran contagiosas por el aire… ya estaríamos todos contagiados…
—Supongo
que sí.
—Por
si acaso, no toques demasiado el sitio del conductor… Pero vamos, ahora mismo…
Me da igual. —¡Por primera vez reconoce su tono de ironía!—. Si mañana cuando
te levantes soy un zombi, por favor, déjame dormir.
—Ni
se te ocurra… —Va a seguir con la hilaridad, diciendo algo así como “déjame
dormir tú a mí”, sin embargo la interrumpe abruptamente.
—¡Pero!
—exclama levantándose de un respingo—, eso me acaba de hacer pensar que…
deberíamos subir las ventanas… No queremos que nada meta la mano fácilmente…
—Supongo…
—Lo
siento, no va a ser agradable.
—Lo
sé…
Dado
que ambos cristales descorridos están en la parte delantera, él se encarga de
girar las manivelas subiéndolos.
—Álvaro…
—¿Sí?
—Gracias
por todo.
No
le responde más, así que apoya la cabeza contra la puerta y se aovilla como
puede, recogiéndose las rodillas, cerrando los ojos y sintiéndose algo segura.
Hace un poco de frío, pero el abrigo colocado a modo de manta lo combate
suficientemente. Al menos allí dentro no sopla viento. Se siente extraña ante
estar cogiendo confianza con un desconocido en tan pocas horas…
Ambos
se han quitado los zapatos y, lentamente, el olor a pies y sudor mutuos va
llenando el ambiente. Por suerte para ella, el agotamiento y el sueño son más
fuertes y ganan rápido la batalla.
Le
despiertan las primeras luces del amanecer, acompañadas por unas ganas
terribles de orinar y algo de hambre. El aire hiede a humanidad. Se incorpora
hasta quedar sentada y mira a su alrededor.
Todo
parece igual de tranquilo que a la noche; se escucha el canto de algunos
pájaros y el rumiar del viento contra las formas, ahora iluminadas en los tonos
blanquiazulados del inicio del día.
—Álvaro…
Álvaro… ¡Álvaro! —Ante el último susurro más fuerte el otro balbucea algo—. Voy
a salir un momento a… ¿vale?
—Vale
Alfonso… Tira de la cadena por favor —responde desde su ensoñación.
—¿Qué?
—No hay más respuesta.
Nada
más pone un pie fuera tuerce un segundo y saca una braguita de la mochila, le
hiela la brisa matutina, pero pese a todo, agradece el frescor del aire limpio.
Se abraza a sí misma abrochándose el abrigo y sacudiéndose los brazos para
intentar entrar en calor, caminando hacia una zanja un poco escondida…
Aprovecha también para mudarse la ropa interior.
Conforme
regresa, se encuentra al otro fuera, estirándose con un pie apoyado en el capó.
—¡Buenos
días! —dice con tono algo gruñón.
—Buenos
días —cumple el formalismo con voz tímida; de golpe vuelve a darse cuenta de
que está conviviendo con un desconocido y desaparece un poco la sensación
familiar que había ido naciendo.
—Alfonso
es mi hermano pequeño… compartíamos cuarto.
—Ah…
—¿Se acuerda de la pregunta que respondió en sueños?
—Voy
a mirar qué hay en el maletero del coche… ¡quién sabe!
—Me
parece bien…
Álvaro
presiona un botón bajo el volante que produce un audible “¡clac!” y da la
vuelta hacia el pequeño depósito. Por el rabillo del ojo vislumbra una silueta
femenina aparecer sobre el terraplén que queda encima del vehículo. Se cae.
—¡Álvaro
cuidado!
Su
advertencia no llega a tiempo. El cuerpo se ha desplomado sobre la espalda del
aliado derribándolo al suelo y ahora está encima de él, gruñendo. El muchacho
chilla y se queja forcejeando.
Diana,
sin reflexionar, corre como un conejo sacándose el punzón del bolsillo. Nada
más los tiene de frente ve como Álvaro se ha dado la vuelta poniéndose
bocarriba y está sujetando al adefesio por las muñecas, tratando de prevenir
que lo agarre y a la vez intentando mantener a raya las cada vez más cercanas
dentelladas, con cara de pavor y grima.
Le
grita pidiéndole ayuda pero no hace falta, pues ya ha saltado a la chepa del
monstruo, quedándose ambas sobre el vientre del compañero, y ha empezado a
apuñalarla a diestro y siniestro en la columna, las costillas, los riñones…
donde pilla.
—¡Cabrona!
¡Suéltalo hija de puta! ¡Que lo dejes en paz joder!
—¡En
la cabeza Diana! ¡En la cabeza! ¡No puedo más!
Sobre
el lomo de la mujer, se recoloca un poco, agarra salvaje el arma con las dos
manos y empieza a martillar su nuca. Los primeros impactos rebotan y se
deslizan por su carne causando heridas grumosas y espesas, pero al cuarto o
quinto impacto, por fin, el pincho entra dentro del hueso. Sigue apuñalando por
lo menos media docena de veces más, antes de rodar hacia un lado y dejarse caer
de espaldas histérica, conteniendo las ganas de gritar. Le han salpicado
algunos pedacitos en la mano y las mangas del plumífero.
Álvaro
aparta desganado el cuerpo sobre él y se queda también tumbado recuperando el
aliento. Aún jadeante, ladea la cabeza y la mira de soslayo.
—Vaya…
¿dónde quedó la niña a la que no le gustaba decir tacos?
Ella
se ruboriza. No sabe qué le ha pasado. Sólo lo ha visto en peligro y en su
vientre ha sentido el impulso visceral de protegerlo.
—No
soy una niña —sentencia.
—No,
ya no… —Álvaro le dedica una mirada extraña, como solemne, y se incorpora,
ofreciéndose después a ayudarla a levantarse.
Aún
ambos parecen no haber terminado de recobrar el aliento.
—Vaya
un despertar más alegre… joder… En fin… ¿Miramos el maletero?
—Sí,
vale…
—¿Te
importa asomarte al repecho mientras?, no se nos venga otro encima.
—Claro.
Escala
hasta asomar la nariz por encima del montículo. Cuenta seis personas caminando
despacio en el área que le alcanza a la visión. Cinco distribuidos a lo lejos,
pero otro a unos veinte metros, andando directamente en su dirección.
—Álvaro,
uno viene para acá.
—¿Ya
llega?
—No.
Pronto supongo.
—Vale,
aquí no hay nada, ni herramientas… Sólo unos triángulos y una garrafa de agua.
—Pues
vaya… —Se baja de un saltito— ¿Entonces?
—No
sé… ¿Sólo es uno?
—Hay
unos pocos más, lejos. —Se juntan.
—
“Hum…”. ¿Sigues queriendo probar a conducir esto?
—¿Ahora?
—Si
sabemos hacerlo funcionar genial, si no, nos largamos. De uno estamos a salvo
dentro del coche.
—Vale…
Se
sienta en el puesto del copiloto y él en el del conductor, cerrando las
puertas. El zombi cae sobre el techo del vehículo con un gran estrépito que le
sorprende. Giran las llaves y el coche produce un ruido gangoso sin arrancarse.
El muerto se desliza desde el metal y se precipita contra el suelo. Vuelven a
intentarlo arrancar sin éxito.
—Esto
pasó por la noche… A lo mejor se quedaron las luces puestas y han chupado la
batería…
—¿Y
ahora? —El cadáver se ha levantado por el lado de Diana y le pega un puñetazo
al cristal.
—Coge
las dos mochilas y mi maletín, yo me encargo de él; en cuanto puedas sal y
aléjate.
Asiente.
El joven sale y camina hasta el otro atrayendo su atención con un toquecito del
martillo. Nada más ve la oportunidad, coge el equipaje y se precipita fuera,
trotando treinta metros lejos. Álvaro tampoco se ha quedado a pelear, sino que
nada más ella ha ganado distancia, se ha pegado una carrera para alcanzarla y
recoger sus cosas.
No
del todo descansada de la caminata del día anterior, resignada, reemprende la
marcha con él.
Hasta
que no han dejado algo así como un kilómetro entre ellos y el pequeño goteo de
zombis no se detienen ni un segundo.
—Diana,
gracias por salvarme la vida antes…
—No
hay de qué. —Le sonríe—. ¿A dónde vamos?
—Ni
idea… ¿más al este?
—¿Hasta
cuándo?
—¿Hasta
encontrar algo que no pinte muy mal? —No le convence mucho la respuesta…
—Pero…
¿y después?
—Ahora
mismo no tengo claro ni el ahora Diana…
—Ya,
vale… Pero…
—No
tengo mejores respuestas, lo siento…
—Esto
es un desastre…
—Y
tanto…
—¡¿Qué
pinto yo contigo?!
—Lo
mismo que yo contigo.
—¿Y
el qué es eso?
—Sobrevivir.
¿No te basta? —Esa última frase le devuelve a sus cabales.
—Sí…
Perdona, gracias.
—No
hace falta que nos demos las gracias. Vamos para adelante, ¿de acuerdo?
—Vale.
—Oye…
tengo que echar un “meo”… ¿Por qué no aprovechas para desayunar algo?
—¿Tú
no tienes hambre?
—Ahora
comeré por el camino.
El
chico se aleja a unos quince metros de distancia, colocándose tras un arbusto.
Le hubiera agradecido la cortesía de que se hubiera ido un poco más lejos. Se
agencia una naranja y abre un mini envase de plástico de magdalenas y se come
las dos que venían empaquetadas juntas, guardando el resto de la bolsa con el
resto en la mochila. Tiene hambre pero a la vez se nota el estómago cerrado por
los nervios recientes. Mejor ir poco a poco.
A
la que vuelve lo interroga.
—¿Puede
ser que estos… —señala a los hombres que les siguen a la zaga—…nos hayan
seguido desde ayer?
—Lo
he pensado; no lo sé. Se me ocurre que al haberlos perdido de vista, los que
acumulamos se hayan ido diseminando por los campos y estos sean algunos…
—Puede…
—De
hecho fíjate. —Apunta con el índice al horizonte, en la dirección hacia la que
van. Prestando atención se puede ver una silueta distante, caminando tangencial
a su sentido—. Puede ser que sea uno que nos haya adelantado… Pero yo creo que
ese no es nuestro.
—¿De
otro?
—A
lo mejor, persiguiendo algún rastro. Tal vez con paciencia incluso se les pueda
utilizar para intentar localizar a más gente.
—No
suena nada estúpido eso…
—¿Por
quién me tomas?
Tras
devolverse unas sonrisas reconciliadoras, retoman el paso ligero, picoteando un
poco los dos, de tramo en tramo.
Las
dos noches posteriores les acaecen en llanura. Sin lugar donde esconderse, y
sin atreverse a acercarse en la oscuridad a los pueblos distantes, acaban por
trepar a unos árboles y tratar de descansar en las ramas. Resultan horribles,
no sólo es imposible encontrar una posición mínimamente cómoda, sino que el
miedo a rodar durmiendo y caerse la mantiene constantemente en tensión; los
ruidos nocturnos, los crujidos de las ramas, los animales, los gemidos
ocasionales, traídos por el viento desde zombis invisibles, recordándole su
omnipresencia… todo es amenazador. El frío cala a través de todas las capas de
ropa, y cada vez que sopla un poco de aire la arranca del duermevela,
congelándola y obligándola a frotarse consigo misma para conservar un poco de
calor…
La
siguiente caminata le resulta estertórea, florecientes ampollas en las plantas
de sus pies y entre sus deditos la apuñalan a cada pisada. Tiene un humor muy
oscuro, y por primera vez han discutido un par de veces mientras caminaban;
ella lo ha culpado de que estuvieran perdidos y él la ha llamado “quejica
malcriada”. Parece que la falta de descanso decente ha afectado al carácter,
hasta el momento siempre estable y calmado, de su compañero.
No
obstante, con todo, le ha demostrado ser previsor hasta el punto de llevar
consigo rollos de papel higiénico que ha compartido con ella en los momentos de
necesidad. Previsoramente modera cambiarse de ropa íntima, haciéndolo sólo una
vez más. Sigue cabreada con él como remanente de los medios gritos que se han
pegado, y andan separados por varios metros de distancia, silenciosos y ambos
con humos; pero sabe que, en el fondo, lo que le frustran son las
circunstancias…
Entre
malos tonos, han hablado de que su situación no es sostenible… ¿Cuánto habrán
caminado hacia el este? Por lo menos cincuenta o sesenta kilómetros calcula,
haciendo descansos cada varias horas, y nunca de noche. Han gastado algo más de
la mitad del agua que traían, y seguramente hasta una tercera parte de la
comida. Tienen que encontrar una parada algo más larga… a ser posible
permanente; al menos sus pies no aguantarán mucho más. Lo han propuesto; esta
vez se acercarán a la próxima población que vean; han dejado como una docena en
los horizontes, mientras recorrían senderos o directamente campo a través,
evitándolas. Incluso han atravesado una masa de agua poco profunda,
desnudándose salvo por la ropa interior y cargando con sus cosas y ropa sobre
sus cabezas; menos mal que era casi mediodía y no demasiado fresco. Si no
hubieran estado de mal humor le habría dado mucha más vergüenza que la viera
así. Esperan haberse alejado lo suficiente de la capital como para estar fuera
del radio de todos los problemas que acarrea. No tiene ni idea de dónde
diantres deben de estar. Sí que es cierto, en cambio, que, sobre todo desde la
última madrugada, los no-muertos han sido algo muchísimo menos habitual. Es
verdad que normalmente había uno o dos constantemente a la vista, casi siempre
lejanos entre los sembrados, pero han tenido horas en las cuales ni siquiera
divisaban a alguno persiguiéndolos.
El
paisaje había vuelto a ser yermo y seco en toda la última jornada, pero ahora,
acercándose el sol al cénit, han llegado a un área que se está tornando verde y
boscosa como ninguna otra con la que se hayan cruzado hasta el momento. Eso
solamente puede significar agua. Como la que dejaron atrás. Y… tal vez… pueblos.
No
tardan mucho en confirmarse las evidencias; tras recorrer un par de cientos de
metros abrazados por, principalmente, pinos asilvestrados, dan de bruces con un
sendero de asfalto agrietado, tangente a su trayectoria; y al otro lado, entre
los troncos, se puede ver una masa de agua… Definitivamente no huele a océano.
¿Qué tontería es esa? Es imposible que hayan llegado al mar tan pronto.
Ella
se lanza al trote a cruzar el sendero y observar desde el otro lado. El paisaje
no es muy bonito, se ve que es un embalse irregular en medio de tierra algo
baldía, con un horizonte de montañas bajas y marrones al extremo este; pero
aquí y allá hay varias áreas verdes arboladas.
—¿Hacia
dónde? —consulta con Álvaro, tratando de controlar el tono y poner fin a la animosidad.
—Ambos
extremos del camino irán a algún pueblo… —empieza, encogiéndose de hombros;
nota que también sigue molesto, pero que igualmente está intentando no ser
borde—. ¿Hacia allá? —Señala el ala más o menos sur del camino.
Ella
asiente levantando los hombros también y reanudan la marcha después de
aprovechar el parón para beber un trago. Desde ayer están racionando el agua y
se nota la boca muy seca. Está hecha un asco, se ha cambiado de camiseta una
vez también, bien lejos de él, pero el sudor concentrado en su piel le pone muy
incómoda; ambos tienen el pelo completamente grasiento y enmarañado.
El
lago serpentea acompañándolos, se ha ido convirtiendo en un brazo estrecho de
agua entre dos laderas redondeadas. Poco a poco el terreno se ha ido volviendo
un poco más abrupto y la vegetación más abundante; de hecho, conforme más se
adentran, menos recuerda el paisaje al escenario feúcho que había observado
antes, y se convierte en un lugar boscoso a las lindes de un riachuelo ancho,
bastante natural y agradable.
Entre
ramas y hojas, media hora después del avistamiento del agua, aparecen contornos
de casas blancas y rojas construidas a varios niveles de altura.
Ella
pega un saltito y empieza a señalar emocionada; los signos de urbanización le
arrancan los retazos de negatividad que le quedaban, y hasta acallan
parcialmente las ampollas de sus pies. Álvaro le devuelve la sonrisa algo menos
enérgico, asiente, y agarrando las correas de su mochila, aprieta el paso.
—No
nos emocionemos demasiado, ¿vale? No tenemos ni idea de cómo estarán las cosas…
—¡Vale!
—De
verdad, ten cuidado, no sé si es buena o mala señal que no nos hayamos cruzado
con ningún zombi por aquí.
—¡Que
sí! —responde pletórica.
Pronto
dan con una bifurcación; una es el camino principal y asfaltado, que conduce
casi recto hacia las primeras casas de la villa, parcialmente visibles, el otro
es un sendero de tierra zigzagueante que también aparenta ir a algún lugar
cercano.
—¿Qué
opinas? —Indica la ruta menos artificial.
—Yo
creo que es buena idea sí…
—Parece
más escondida…
—A
ver a dónde lleva… con lo que llevamos, da igual perdernos un poco, ¿no?
—Pienso
lo mismo…
Al
abrigo de maderos que los oculten, se adentran entre raíces y arbustos
siguiendo la rutita. Por lo menos avanzan medio kilómetro por ese suelo
especialmente incómodo, temiéndose ir a tener que dar media vuelta; pero el
hecho de que la curva que van haciendo apunte constantemente hacia el pueblo le
alienta y empuja a seguir caminando.
Al
final resulta que ese caminito solo conecta con otra carretera más principal de
acceso, con un cartelito que reza su nombre: “Buenatarde”. Mucho más cerca
ahora de la cara del embalse. Pero el esfuerzo no ha sido en balde.
Los
dos se detienen como sincronizados mentalmente ante la silueta de una vivienda.
Está a las afueras, totalmente solitaria, por lo menos a un campo de fútbol de
distancia del inicio real de las callejuelas de edificios de cal, ladrillo y
teja. Parece un caserón rural de alguien pudiente. Es amplia, tiene un enorme
jardín amurallado de barrotes de hierro puntiagudos sobre unos cimientos de
cemento de medio metro. Las paredes de la planta baja son de piedra encajada de
aspecto muy sólido, y las de la de arriba lisas y pintadas de color vino
gastado. El tejado es a dos aguas de pizarra, y las ventanas inferiores tienen
barrotes. En el recinto a la vista puede distinguirse lo que parece una fuente
propia, ¿agua de pozo?, ¿o tal vez del embalse?
—¡Ahí!
—Apunta poniendo una voz pretendidamente infantil y caprichosa.
—Sí…
jodidamente sí —corrobora él con una sonrisa de oreja a oreja.
Casi
corren hasta los muros; lanzan sus cosas al otro lado y, agotada, empieza a
trepar como si no pesara nada. Caen dentro.
—Sin
emocionarse, ¡eh! Vamos a asegurarnos de que es seguro… valga la redundancia
dos veces.
—Vale,
vale.
Juntos
dan una vuelta al perímetro. Se fijan en que desde la carretera al pueblo se
acerca arrastrando los pies un hombre mugriento y pálido. Ahora no le importa,
están tras la valla; no quiere ni perder tiempo con él. No encuentran moros en
la costa. Álvaro da unos golpes con la pistola que ha desenfundado en la puerta
y pega la oreja contra ella. Le hace gestos con la otra mano para que vaya. Se
acerca hasta él y también pega el oído.
—¿Oyes
algo?
—No…
—Yo
tampoco. —Le sonríe—. Pero aún no nos fiemos.
Se
separan un poco de la madera y comprueban la fachada.
—¿Cómo
entramos?
—Pues…
—Alarga mucho la “e” —. La puerta parece sólida… podría pegarle un tiro, pero
ni sé si funcionaría, ni quiero dañarla, ni quiero atraer a más… —El zombi de
antes ha llegado hasta ellos y ahora introduce impotente los brazos por entre
los barrotes, lanzando dentelladas y rugiendo ronco.
—¿Y
por la terraza?
—Eso
estaba pensando… Pero no sé cómo subir… Tú no puedes conmigo…
—Pero
tú conmigo sí.
—No
quiero que te arriesgues…
—¿Qué
más da tú o yo?
—Yo
soy más fuerte.
Ella
lo mira enojada, no es que no tenga razón, pero tampoco quiere sentirse inútil.
—Por
favor… confía en mí…
Se
miran a los ojos por unos segundos.
—Vale
mira, esto es el seguro; de este lado es inofensiva, de éste está lista para
matar. —De repente le ha puesto la pistola delante de la cara.
—No
creo yo que…
—Cógela,
por favor. Por favor.
—Vale…
—No
intentes apuntar, si tienes que disparar hazlo cerca, si puedes, pegada a su
cabeza.
—A
lo mejor no hay nadie… —La verdad es que la casa tiene todas las persianas
echadas, no hay coches aparcados y parece abandonada desde hace un tiempo.
—Por
si acaso. Y si ves problemas, simplemente corre y sal.
—De
acuerdo.
Se
asegura de que la palanquita está colocada en la posición que le ha dicho es
segura antes de meterse la pistola entre el pantalón y la cadera.
Álvaro
se acuclilla y se da una palmadita en el hombro indicándole que pise. Se quita
la mochila y, apoyando las manos en la pared para mantener el equilibrio, se
pone de pie sobre su clavícula. El muchacho, con un suspiro de esfuerzo, se
incorpora todo lo largo que es, despacito; ella va gateando con las palmas
contra el muro para seguir manteniéndose recta. Por fin, llega a poner las
manos en la balaustrada sobre la entrada. Se agarra con ambas manos y, a pulso,
se eleva dificultosamente hasta poder poner un pie, algo torcida, en el nuevo
suelo. Mucho más cómodamente ahora, se yergue y cruza dentro.
Frente
a ella tiene una cristalera y una persiana bajada… ¿Y ahora qué? Piensa Diana,
piensa…
—¡Rompe
el cristal de un golpe y clava el punzón en las ranuras de la persiana para
levantarla!
—Esto…
¡Vale! —Le hubiera gustado resolverlo por sí misma…
Romper
un cristal de forma segura… Supone que cuanto más arriba dé el golpe menos
cristales le saltarán…
—Pásame
las gafas de bucear y la bufanda, por favor.
—Esto…
—Tarda un instante en reaccionar; después se agacha a abrir su mochila y
rebusca dentro—. ¡Toma!
Envolviendo
las gafas en la tela, se las lanza. Ella se las pone y se envuelve toda la
cara. Toma aliento y aporrea fuerte con la pistola el vidrio a la altura de su
propia cara. Pega un chillidito sorprendido por el estallido agudo de decenas
de virutas que le llueven encima, cubriéndose con las manos de un saltito en un
gesto espasmódico que acto y seguido le avergüenza. Sabe que el otro debe de
estar partiéndose abajo. Ella misma se ríe un poco de su actuación. En cuanto a
los cristales… no, parece que habría sido mejor idea golpearlos más abajo,
tiene un montón atrapados en la ropa. Se la sacude procurando no tocarlos hasta
quedar satisfecha de no creer tener ninguno encima. Se desenrosca la bufanda y
se quita las gafas para ganar comodidad.
Con
tiento, presiona el punzón con ambas manos contra una ranura, a la altura de
sus rodillas y, una vez está por completo introducido, se agacha y empieza a
tirar hacia arriba. Pesa mucho, pero va cediendo. En su vientre se atasca un
poco, así que se agacha y cambia el punto de apoyo pasando a levantarla con
todo el cuerpo. Por fin, sujetando con su hombro en vez de con las manos, cruza
pasando la nuca por debajo y deja que caiga estrepitosa de nuevo.
Se
detiene a escuchar en la oscuridad cinco segundos. Nada parece moverse. Respira
aliviada y busca las correas a tientas. Por fin, levanta la plancha de plástico
del modo en que debería hacerse y la deja alzada, recuperando su punzón.
—¡Estoy
dentro! —exclama triunfal.
—¡Lo
sé!, ¡lo veo! —contesta mofándose—. Anda, baja con cuidado y ábreme. ¿No tenías
linterna no?
—No…
ya lo sabes.
—Debí
haberme acordado de decírtelo en tu casa… Toma.
Le
lanza la suya. Ella se adentra encendiéndola. No pierde mucho tiempo, los
cuartos están cerrados y no los abre. Nada más localiza sin problemas la
escalera, baja al vestíbulo. La puerta es evidente desde dentro, con las
ranuras de los lados iluminando trémulamente de amarillo. Hay un manojo de
llaves colgado en una pared al lado. Primero comprueba por si estuviera
abierta. Ante la negativa de la cerradura, empieza a probar llave a llave,
escuchando todo el tiempo el silencio en busca de alguna amenaza. Algún
crujidito la sobresalta, pero parecen naturales. Por fin una encaja en la
cerradura.
—¡Hola!
—saluda contenta y orgullosa a su compañero.
—¡Hola!
—Le devuelve su pistola.
Empiezan
a explorar la casa, subiendo un filo las persianas para que entre luz. En el
patio de la casa habían comprobado que había una fuente de manivela, que en
efecto echa agua bombeada; Álvaro indica que hasta que no sepan si es del
embalse o de un pozo propio sería mejor no beberla; no vaya a ser que haya
muertos o no-muertos en el agua y puedan pillar algo. También hay un
cobertizo-trastero pequeño en una esquina, con lo que parecen herramientas de
jardinería y mantenimiento, así como un cortacésped. El jardín está dividido en
varias áreas. A la entrada una alfombra de césped un poco abandonada; en el
lateral derecho un suelo de tierra batida donde se encuentran la cabañita y
pegada a la parte de atrás la fuente. El lado trasero también es verde y tiene
centrada una mesa de picnic de piedra, con una barbacoa pegada al muro. En la
otra esquina hay un par de naranjos adultos, ahora mismo con frutos a medio
hacer, y un área de tierra arada pero sin nada aparentemente plantado.
Por
dentro, la casa está polvorienta y hay alguna telaraña; tiene pinta de ser una
vivienda de temporada. Nada más entrar, un pasillo vestíbulo con armario
empotrado distribuye a mano derecha una cocina de suelo de baldosas; provista
de armarios y electrodomésticos. La nevera afortunadamente solo contiene dos garrafas
grandes de plástico blanco con agua, y deciden no abrir el congelador. Los
armarios carecen de víveres, salvo un paquete de arroz, otro de pasta, y unos
botes de tomate sellados, especias y sal. Hay cubertería generosa y antigua. En
una alacena en la pared de esa habitación también hay un saco grandote de
cacahuetes. Más que suficiente para unos días, se chocan los cinco
felicitándose. El fuego es de gas y tiene una bombona de butano colocada bajo
la pila, junto con mecheros para encenderla. También hay bolsas de carbón,
suponen que para la barbacoa.
A
continuación de la cocina, siguiendo de frente, se llega a un comedor muy
grande sin puerta interior, con un sofá alargado y dos sillones colocados
delimitando un área interior, enfrentados a un televisor de plasma que
contrasta con la decoración en general rústica, y una chimenea rocosa.
Armarios, trofeos de caza y una mesa alargada rellenan el resto del espacio; y
en la pared más opuesta hay otra puerta sólida al jardín trasero, junto con
otra puertecita a mano izquierda que da a un pequeño cuarto de baño.
Finalmente,
también a la izquierda, se encuentran las escaleras que suben haciendo una “L”
hasta la planta superior. Allí, nada más llegar, queda a la espalda la terraza
rota por la que pasó, sobre el acceso principal, y un pasillo que distribuye
dos cuartos espaciosos en el ala derecha, y otros dos menos grandes por el
terreno que se come la escalera a la izquierda. El primero a la derecha resulta
ser un despacho-biblioteca con libros, televisor, documentos y una rinconera
con vinos, así como un expositor con cuchillos y una escopeta que para nada les
pasan desapercibidos. La siguiente es la habitación principal, con una cama de
matrimonio centrada y armarios con prendas de abrigo y de verano. Al otro lado,
el habitáculo más pequeño es otro cuarto de baño con bañera y ducha; cepillos
de dientes, cuchillas de afeitar… La que queda es una sala de invitados, con
dos camas individuales separadas, unos arcones vacíos a los pies de cada una de
ellas y un armario con unas cajas de albornoces y alpargatas. Todo el suelo
salvo el de los sanitarios es de parqué sin barnizar.
No
puede ni creerse lo bien que les ha salido… Todo esto es de alguien, claro;
pero ante las nuevas leyes… Ahora es suyo. Pasan la tarde comiendo una pasta
insulsa que cuecen con el agua de las garrafas, explorando y haciendo
inventario. ¡Y por fin pueden ducharse y ponerse ropas limpias de verdad, no
sobre un cuerpo pringoso! En algún momento Álvaro mató desde dentro al molesto
invitado que se había apostado contra las verjas, junto con otro que se le
había sumado; supone al no verlos ni a ellos ni a sus cadáveres.
Por
fin, sobre las siete, se tiran los dos en los sillones; ella por lo menos está
completamente destruida, pero Álvaro parece igual.
—¡¿Sabes?!
—empieza él—. ¡Voy a hacer algo! —Enigmáticamente, se levanta y coge su
maletín; desapareciendo hacia la cocina.
—¿De
acuerdo? —Ella se queda sentada, incapaz de lograr que la curiosidad venza a la
merecida pereza.
Se
siente casi adormilarse por unos minutos, escuchando el grifo que el otro debe
haber de abierto, hasta que reaparece en la habitación. Porta consigo un
extraño artilugio: lleva un jarrón de cristal lleno hasta la mitad de agua, un
tubo de metal adornado conectado a éste, una manguera bordada saliendo por un
extremo y algo extraño en la parte superior, recubierto de papel de plata y con
un carbón al rojo.
Pasa
con una sonrisa cómplice gigantesca, como si ella debiera saber lo que es y le
pidiera que se alegrase por ello…
—¿Qué
es eso? —Devuelve instintivamente la sonrisa, pero le produce confusión la
situación.
—¡¿No
sabes lo que es?! —Coloca el cacharro, como de cuarenta centímetros de altura,
en el suelo entre sus dos sofás—. ¡Es una cachimba!
—¿Cachimba?
—Se ríe un poco sin transmitirle mala intención.
—Mira,
toma…
Antes
de pasarle la manguera, se la acerca a los labios y aspira profundamente,
expulsando acto y seguido una larga bocanada de humo blanco.
—¿Es
para fumar?
—Sí,
más o menos.
—No
gracias, entonces, yo no fumo.
—¿Y
eso?
—No
me tomo a broma el cáncer de pulmón, o de garganta… ¿Sabes cuánta gente muere
al año por fumar?
El
otro la contempla arqueando muchísimo una ceja, y luego habla con cierta sorna,
pero a la vez con cierta seriedad.
—Diana…
¿Realmente crees que eso importa ahora? Toma anda, está muy rico y ayuda a
relajarse. Te prometo que… no te matará el tabaco.
Ella
se queda mirándolo y agarra el tubo que le ofrece, sin acercárselo todavía a la
boca. Muchas veces sus padres le habían advertido que algún día le ofrecerían
fumar o beber… Todavía no había pasado. Ella se sentía orgullosa de haber
decidido no caer en esas cosas…
—¿A
qué sabe?
—La
he hecho de los tabacos más ricos que tengo para compartirla contigo… Es de
limón, menta y bebida energética. La llamo “espirituosa”.
—¿Hay
sabores?
—Sí,
muchos; yo tengo para unas cuantas distintas. Venga anda, pruébalo. Pero aspira
flojito, la primera vez puede hacerte toser.
—Yo…
—Tranquila,
normalmente no ofrecería de fumar a una niña, de verdad…
—No
soy una niña.
—…Pero
si lo hago es porque sé que no te va a hacer mal. ¿Confías en mí?
—Sí…
Se
acerca el instrumento a los labios y aspira muy despacito. Al principio nada,
luego le llega un gusto fresquito, y luego… ¡Está bastante rico! Suelta el aire
y se maravilla de la cantidad de humo que sale. Le tiene perpleja la idea de
que eso haya salido de dentro de ella; pero a la vez se siente… rebelde,
desafiando lo que le habían dicho que estaba mal. Le gusta. Pega una bocanada
mucho más larga y de repente nota como le pica la garganta; prorrumpiendo en
tos.
—¡Eh!
Tranquila, ya te he dicho que empieces flojito, no puedes fumar desde el
principio como un “pro”…
—Vale
—contesta dificultosamente, devolviéndole la cosa. No sabe que significa “pro”,
pero entiende el contexto. ¿Profesional?
Ambos
se ríen; él da un par de caladas y se la vuelve a pasar, echando unos aritos
bien definidos al aire.
—¡Alá!
—Ya
te enseñaré a hacerlos… ¿Te gusta, no?
—Sí…
—Se siente un poco avergonzada, no sabe muy bien por qué—. ¿Cómo funciona?,
¿por qué burbujea?
Él
le explica con pelos y señales el sencillo principio de la “shisha”, como él
prefiere llamarla, y pasan un buen rato charlando, poniendo un carbón tras
otro. Tras cierto tiempo se nota algo mareada y con un poco de dolor de cabeza.
Él le informa de que al principio es normal, que es por “no sabe qué” del
monóxido de carbono. Que si para media horita se le pasará y podrá seguir, que
ya irá haciendo tolerancia.
Al
caer la noche, sintiéndose ella mucho mejor de energía, él se levanta y la mira
con cierta ternura.
—Supongo
que tampoco has bebido nunca, ¿no?
—No…
—Yo
no soy muy de beber, la verdad… Pero un día como hoy…
Desaparece
escaleras arriba, supone que hacia la reserva en el despacho… En efecto,
regresa con una botella de vino y un sacacorchos en la mano. ¿Se atreverá a
beber alcohol también?
—No
tengo ni idea de vinos, no sé si es bueno… Pero por como las gastan aquí,
supongo que sí.
—Yo
no sé si…
—Tranquila,
sólo mójate los labios a ver si te gusta.
Coge
un par de copas de un armario, va a aclararlas a la cocina y las trae,
sirviéndose una entera para él y echándole un culito a ella. ¿Por qué no?
Se
lo acerca y lo huele. Parece dulce. Da un sorbito. No está malo, aunque le ha
gustado más eso de la shisha. No sabe muy bien por qué, como una compulsión, agarra
la botella y se sirve un vaso igual de repleto que el de él. ¿Quiere
impresionarlo?
—Ten
cuidado Diana, no me apetece andar recogiendo vómito…
—No
te preocupes.
—Sí,
ten cuidado —no lo dice con tono imperativo, sino amable—. Bueno, ¿qué tal te
cae Shiwa entonces? —Con los dedos acaricia la cachimba para denotar que se
refiere a ella.
—¿Tiene
nombre? Un placer entonces Shiwa, me caes bien. —Agita la manguera como si
fuera un estrechón de manos y empieza a beber a pequeños sorbos de su copa—.
¿Por qué el nombre?
—Por
una canción, espera, ¡te la pongo!
Enciende
su móvil y lo pone a reproducir canciones.
—¿Gastamos
ahora la batería?, dijiste que mejor tenerlos apagados…
—¿No
es un buen momento para gastarla un poco?
—Sí,
supongo que sí. —Se anima.
Pasan
la velada escuchando música y charlando sobre ello; él critica cada una de las
cosas que le gustan y no le deja poner nada, en una atmósfera sin embargo
risueña y desenfadada.
No
sabe muy bien cómo acaba evolucionando así, pero nota mucho calor en el cuerpo
y empieza a decir cada cosa que se le pasa por la mente, riéndose por todo. En
un momento dado se da cuenta de que le ha dicho que lo que más le gusta es
bailar, y que se ha subido a la mesa moviéndose desenfrenada. No se puede creer
que esté haciendo eso, precisamente con alguien que ni conoce… Y aun así,
censurándose a sí misma sin poder hacer nada, como encerrada dentro de sus
actos, se está divirtiendo. El otro parece encantado, partiéndose la caja cada
segundo.
Luego
juegan una partida de cartas muy disminuidos, no sabe ni a qué están jugando, y
cree que el otro tampoco.
Recuerda
tumbarse en el sofá al final, con las tripas revueltas y un poco de dolor de
cabeza; mientras, Álvaro se está quedando grogui sentado con los pies de ella
encima; debe de ser tarde y, no sabe exactamente cuándo, su compañero ha vuelto
a bajar todas las persianas.
—Álvaro
—le susurra sintiéndose regular.
—¿Sí?
—En
mi casa… ¿Mataste a mi madre verdad?
Un
silencio tenso se instala entre los dos. Sabe que debe de estar pensándose qué
responder.
—Sí.
Otra
vez quedan callados.
—Gracias
por decirme la verdad…
Se
da la vuelta acurrucándose para llorar silenciosa, escondiéndose de él. Lo
comprende, y lo perdona. Muerta de pena, se queda dormida.
Libro de Álvaro
15/10/2012;
05:21 – Buenatarde Población humana viva: 2.756.957.944
Se
despierta parcialmente, al sentir peso sobre su estómago. Diana se ha girado y,
parece que inconsciente, se ha acurrucado echa una bolita sobre su tripa.
Mecánicamente, se pone a acariciarle el pelo sedoso con dulzura.
Le
da vértigo lo rápido que le está cogiendo cariño a esa muchacha. Sabe que no
debe convertirla en una falsa hija, ni en un sustituto de su hermana, ni,
muchísimo menos, de su novia muerta. Y la confusión agrava aún más lo mucho que
le asusta pensar que, en cualquier momento, puede perderla…
![]() |
No hay comentarios:
Publicar un comentario