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Volumen Aurora:
Prólogo
Episodio 1 - Capítulo 1, Libro de Danko
Episodio 2 - Capítulo 1, Libro de Álvaro
Episodio 3 - Capítulo 2, Libro de Andrea
Episodio 4 - Capítulo 2, Libro de Diana
Episodio 5 - Capítulo 3, Libro de Merlo
Episodio 6 - Capítulo 3, Libro de Carla
Episodio 7 - Capítulo 3, Libro de Hugo
Episodio 8 - Capítulo 3, Libro de Álvaro
Episodio 9 - Capítulo 4, Libro de Adán
Episodio 10 - Capítulo 4, Libro de Danko
Episodio 11 - Capítulo 4, Libro de Diana
Episodio 12 - Capítulo 5, Libro de Esteban
Episodio 13 - Capítulo 5, Libro de Álvaro
Episodio 14 - Capítulo 5, Libro de Hugo
Capítulo 3 – Hogar, dulce hogar
"Le plaisir délicieux et toujours nouveau d’une occupation inutile" – Henri de Régnier.
Libro de Álvaro
15/10/2012; 08:15 –
Buenatarde Población humana viva: 2.749.807.600
Suavemente,
después de, cree, una hora “despertabundo”, se incorpora levantando la cabeza
de Diana con una mano y volviéndola a depositar, colocando un cojín debajo con
la otra. La muchacha protesta en algún idioma ancestral y arcano, enredándose
en sí misma y regresando a una respiración profunda pocos segundos después.
Bosteza
casi sin proferir aullido y se estira erguido, crujiéndose la espalda y hombros
parsimoniosamente, mirando casi confundido al entorno que lo rodea.
Centra
su atención en la shisha contemplativamente, ya sin siquiera ascua humeante.
Perezoso arrastra los pies hasta la cocina; consciente de que en ella seguirá
habiendo lo mismo que había: nada que le apetezca. Pero tiene hambre y confía
en que estar allí le confiera apetito por algo concreto.
Dentro,
cansinamente, acaba echando mano de una pera ligeramente pasada de madura y de
la mitad de la última naranja, por si a Diana le apeteciera la otra mitad; ha
demostrado ser más frugívora que él. Dentro de no desear ninguna de las dos
cosas, hubiera tenido más ganas de unas galletas; pero precisamente, dado que
ninguna de ambas opciones lo tentaban demasiado, ha optado por ser utilitario y
consumir primero de lo más perecedero que regalarse un capricho
insatisfactorio… además está la ventaja del valor nutritivo de la fruta… En
fin… no se le pueden pedir peras al olmo… Vaya un chiste con un doble sentido
más malo.
Se
siente feliz. Una felicidad que denominaría… química… en el sentido de que sin
demasiada justificación se encuentra simplemente bien, casi alegre, casi como
achacable más a su cerebro que a las circunstancias. Concluye que seguramente
se deba a la combinación de los largos días caminando culminados en un buen
reposo por fin; al haber disfrutado de una cachimba; al alcohol ingerido y seguramente
todavía en su sistema; a contar con una compañía tan refrescante de jovialidad
como Diana… Y finalmente se encoge de hombros y sacude la cabeza discretamente
sonriente, sintiéndose de repente también como un observador testigo de sí
mismo, que gesticulase sin verdadera razón para su propia audiencia.
Se
saborea la lengua contra labios y dientes. Tiene la boca pastosa e intuye un
mal regusto que seguramente esté haciendo de su aliento un arma biológica ahora
mismo. No se ha cepillado los dientes desde que salió de su casa. Va al cuarto
de baño de arriba. Haber cogido un cepillo de dientes propio habría sido una
idea de astucia sin precedentes que decide no echarse en cara por su ausencia.
Resignado, sólo un poco asqueado gracias a sus escasos escrúpulos, toma de un
vaso de plástico junto al lavamanos el cepillo que, a ojo, parece más “limpio”,
y lo frota, sin demasiada confianza en la lógica de sus actos, contra la
pastilla de jabón por un buen rato; dejando que le corra abundante agua por
encima, hasta quedar satisfecho, y procede a lavarse la boca.
Cuando
termina, se sienta en el inodoro a evacuar… No sabe si debería preocuparse de
la escasísima cantidad que lleva echando los últimos días. Está claro que su
alimentación no está siendo nada completa ni en calidad ni en cantidad
últimamente. Sin una madre que se preocupe por su dieta ni un “chino” en el que
poder cazar fácilmente la comida, deberá hacerse cargo de ello pronto.
Tras
terminar y limpiarse se mira la entrepierna desnuda. Hace más de una semana que
no se concede privilegios, casi un récord personal. Valora la idea apenas unos
segundos, pero la descarta todavía sin levantarse.
Tiene
algo de ganas, pero sabe que sería una idea peligrosa… Sería demasiado fácil
que su mente le jugara una mala pasada y sus pensamientos se adentraran en esa
mazmorra mal sellada que es ahora cualquier imagen de Marta. O peor; que
fugazmente se concediera mirar a Diana con ojos inapropiados. Está claro que
será una chica preciosa… pero es eso, “lo será”. Ahora apenas es algo más que
una niña. Le gusta lo que quiera que estén construyendo y no quiere arriesgarse
a enrarecerlo, sea siquiera sólo ante sí mismo.
Está
demostrándole aprender y adaptarse muy rápido. No está seguro de si él, con su
misma edad, hubiera sido capaz de salir adelante al ritmo que ella está
logrando. Bueno sí, está claro, él siempre sería capaz de cualquier cosa, si no
lo hace es porque no quiere, pero prepotencias aparte, es bastante
impresionante la muchacha…
Le
preocupa un poco las crisis que parece experimentar, especialmente el hecho de
que tenga a veces lagunas de memoria. No es que piense para nada que se le
pueda pedir que esté un ápice más equilibrada, dado lo que está viviendo en tan
poco tiempo… Pero quiere poder protegerla, y ese tipo de crisis son algo que no
comprende bien…
Seguirá
con la estrategia que ha escogido de sutil refuerzo positivo constante. Parece
que está funcionando bien. Se siente optimista de que pronto pueda serle una
ayuda en vez de una alumna… alguien en quien pueda apoyarse en se mundo tan
caótico… Pero, ¿qué es ella para él?
¿Le
está gustando inconfesablemente la idea de ese mundo nuevo y abierto, sea aun
sin perdonarlo tampoco?
Abruptamente
se redescubre a sí mismo, todavía semidesnudo y todavía sentado sobre el váter,
con los pies algo adormecidos del incómodo diseño de las posaderas de plástico
para enfrentar largas reflexiones.
Se
viste de nuevo y encamina hacia abajo, a recoger su mochila y subirla a uno de
los cuartos por si quiere trastear en ella sin despertarla, comprobando que, en
efecto, sigue roncando graciosa y levemente. Demasiado joven todavía para
veladas tan largas…
Siente
la ropa algo incómoda de haber dormido con ella. Parece que su yo ebrio del
pasado tuvo la decencia de no quedarse en calzoncillos ante su compañera para
dormir. Pero no huele mal, casi recién duchado, así que algo a su pesar, no se
cambiará de prendas, no habiendo resuelto todavía cómo diablos van a lavarlas o
sustituirlas.
Se
instala, evidentemente, en la habitación de las armas de caza… Por ahora no va
a trastear con la escopeta, pero mola mucho tener esas cosas cerca.
Levanta
un par de dedos la persiana. ¿Cómo debería aprovechar el tiempo? Desde ese
ángulo no parece haber nada comprometiendo la casa. Pronto comprobará, no
obstante, todos los lados de la valla… En cualquier caso; prioridades… La
comida es claramente una de ellas. Debería ponerse a hacer una lista de las
cosas que necesitan, y ordenarlas. Sí… la primera prioridad puede ser hacer una
buena lista de prioridades. Habrá de hacer alguna clase de inventario… ahora
mismo no hace falta que sea exhaustivo, uno rápido servirá…
Explorar
el pueblo, en cualquier caso, debería ser una prioridad mayor también… Sería
necesario saber qué peligros podrían tener cerca… Tal vez podría ponerse con
ello ahora, aprovechando que ella duerme. Sí, generalmente sería mejor que ella
fuera con él, aprendiera y pudiera ayudarlo… pero esta primera exploración
podría ser bastante arriesgada si el pueblo se encuentra con más problemas de
los que espera. Sólo se trataría de ir a echar un vistazo rápido, a ver qué se
encuentra. Aun así debería llevar una pequeña lista de la compra por si tiene
ocasión.
En
un futuro… ¿deberían plantearse hacer la mayor parte de la vida posible dentro
de la casa? Parece sensato arriesgarse lo menos posible a atraer a esas cosas…
Seguramente habría que pensar en estrategias para evitar ser seguidos,
etcétera…
Bueno,
¿entonces qué es lo que más urge comprar? Se da una vuelta por la planta de
arriba, levantando apenas un quicio de las persianas. Al oeste enseguida corta
la vista una ancha línea de árboles, permitiendo divisar sólo una pequeña
porción del camino de tierra por el que vinieron. Al norte se extiende una
pequeña parcela deforestada con algún propósito, siguiendo la elevación del
terreno hasta una colina de nuevo arbolada. Al este se entrevén sobre las copas
algunos tejados de las casas del pueblo; especialmente llamativo un tímido
campanario en algún lugar céntrico. Finalmente, al sur queda más bosque y el
camino de acceso. Todas las lindes están tranquilas, e incluso se siente algún
graznido de ave muy de tanto en cuando… Allí en ese ambiente rural, el silencio
no se hace tan extraño y todo parece menos hostil o inquietante. Tampoco puede
oír gemido alguno… Puede ser que incluso haya gente en el pueblo… sería una
noticia fantástica en principio, aunque mejor tampoco ser demasiado confiado en
caso de que la haya…
Entonces,
aparte de comida, sería bueno echar mano de papel higiénico, jabones,
detergentes… no tiene mucha idea de qué hace falta, espera que ella sí… Tal vez
podría buscar compresas para ella. ¿Si le hubiera bajado la regla o empezaran a
escasearle se lo diría? No está muy seguro… parece muy pudorosa… Cuando
tuvieron que cruzar el río se escondió para quitarse los pantalones, y se
apresuró mucho a vestirse… En fin, comida y productos de higiene son un buen
punto de partida, ya hablarán con calma y podrán ordenarse un poco… Se siente
muy perdido sobre qué hacer ahora, pero quiere aprovechar el tiempo; tiene el
chip puesto de ser utilitario, y no quiere quitárselo todavía.
En
el despacho, toma bolígrafo y un bloc de notas, escribe brevemente en una hoja
“Vuelvo enseguida, salgo a inspeccionar”, la arranca y se guarda en la mochila
el fajo de papel y el bolígrafo. Desciende muy despacito, procurando minimizar
los crujidos. Deja la nota en el primer escalón, muy visible, y se acerca a la
puerta, coge las llaves del recibidor, sale, echa la cerradura de nuevo
sintiéndose un poquito culpable de encerrarla y se gira.
El
sol lo ciega bastante. La claridad amarillo brillante contrasta mucho con el
frío de la mañana que hace que se le hielen las mejillas y agradezca, no sólo
como barrera contra la sangre de zombi, la bufanda que se enrolla rápidamente.
Vuelve a crujirse los huesos y a hacer estiramientos rápidos… Nunca ha sido una
persona madrugadora y siente su cuerpo oxidado durante esas horas.
Sopla
una ligera brisa que lo despeina cansinamente. Debería haberse recogido el
pelo. Tal vez incluso deba cortárselo… prefiere intentar evitarlo todo lo
posible… Le gusta demasiado su melenita. El hecho de que cada vez haga más frío
le preocupa… allí en el monte puede llegar a ser peligroso si perdieran su
refugio.
Comprueba
rápidamente que lleva a buen recaudo la pistola, entre su nalga y su pantalón,
y salta la pequeña verja del jardincito. Habiendo dejado casi todas sus cosas
en el despacho, agradece mucho la diferencia de peso. Solo lleva consigo en la
mochila el bloc de notas, su libreta, el bolígrafo, medio litro de agua, un cargador
adicional de la pistola, el teléfono móvil, el punzón y el martillo.
Cubriéndole el cuerpo, la larga gabardina que ha cogido antes de salir, una
camiseta de color granate y manga larga, los pantalones vaqueros negros, las
botas de montaña marrón claro, la bufanda, su reloj, y sus gafas badass.
El
caminito tarda menos de cien metros en conducirle hasta las verdaderas lindes
del pueblo. Da acceso a una minúscula rotonda que aparte del suyo, distribuye
otros cuatro caminos. A la izquierda un sendero que pasa por debajo de una
muralla medieval bien conservada, pero que no se extiende más allá en el
pueblo, así que debe de ser conmemorativa. Más allá de ella, la carretera
asfaltada va paralela a los árboles y las últimas chabolas. Al frente, otro
camino, asciende suavemente por entre dos filas de casas de cal de colores
blancos y ocres relativamente modernas. Finalmente, a su diestra, hacia el sur,
se bifurcan dos rutas igualmente asfaltadas; la primera, más exterior, sigue
también los bordes del pueblo. La otra se adentra entre casas a un lado y un
pequeño descampado al otro, hacia la dirección del campanario.
Ojea
los carteles escuetamente indicativos de la rotonda. Sólo dos de las vías están
señalizadas. Hacia la izquierda el cementerio, hacia la derecha el centro
urbano. Es sumamente poco tentadora la idea simbólica de ir al cementerio en un
apocalipsis no-muerto… pero realmente no hay motivos por los que fuera a ser un
mal sitio. Tal vez incluso podría hacerse con buenas herramientas allí, quién
sabe. Sin embargo, hoy se ha propuesto explorar, así que agarrando una de las
correas de la mochila, empieza a caminar rumbo al centro urbano.
Siente
algo de cobardía, tiene miedo de estarse metiendo en una encerrona, pero por
ahora nada tiene demasiada mala pinta. Le escama sin embargo no encontrar
rastros de actividad humana reciente… claro que, ¿cómo serían esos rastros? Hay
algún coche aparcado y polvoriento… simplemente no ve ni ropa tendida, ni
encuentra olor alguno a comida, ni se escucha voz alguna desde ninguna parte…
Sabe que la mayoría de los pueblos de España están bastante deshabitados… Caben
tres opciones, supone. La primera, que simplemente haya muy pocos habitantes, e
incluso algunos se hayan marchado durante el caos, pero que el pueblo sea, más
o menos, lo seguro que promete por su apartamiento. La segunda, que realmente
haya alguna amenaza seria que haya acabado o hecho huir a los que quedaran. La
tercera, que como él, en aquellas casas todavía queden bastantes supervivientes
intentando pasar todo lo desapercibidos que puedan…
En
seguida el camino se trifurca. Dada la ausencia de más carteles indicativos,
intuye que debería conservar su dirección e ir hacia el frente, por una tal
“Calle de la Carnicería”. Se está adentrando ya en calles más viejas, de suelo
aclarado por el uso. Las casas son antiguas, de dos plantas, con paredes
marrones y blancas y tejados rústicos de teja. No tarda mucho en encontrar a
mano derecha un solar pequeñito con ladrillos y palés acumulados, así como una
furgoneta aparentemente abandonada, divisable tras la puerta metálica con
candado que la guarda… no sería difícil saltar el muro, pero de querer usar la
furgoneta habría de abrir la puerta. Debería aprender a conducir pronto.
La
ruta es continuamente ascendente y va tomando ligera curva a la derecha. Algo
más arriba, sintiendo empezar a protestar sus ampollas que exigen más días de
descanso, lo golpean a la vez los aullidos cansinos e inconfundibles de zombis
y una fragancia nauseabunda que, si bien leve, está impregnando la calle.
Se
detiene. Duda. Vuelve a avanzar. Ha salido precisamente para esto.
El
olor es cada vez más insufrible, pero no es hasta el cambio de rasante que
puede observar la situación. A mano derecha, una puerta grandota y deslizante
de metal de lo que parece un garaje junto a una tienda con el cierre echado,
está abierta un por un quicio, sujeta por dentro con una cadena con candado.
Fuera, un grupo de tres hombres y tres mujeres se ha acumulado y compiten
lánguidamente para meter la mano por el hueco; gruñendo y balbuceando gemidos
por sus pálidas bocas. Aún no lo han visto. Claramente la peste emana desde ese
lugar, pero no cree que sea de aquellas cosas.
Mira
hacia atrás, nada lo está siguiendo. Tal vez sea una mejor ocasión para pelear
que para huir, desde luego ninguno tiene pinta de anómalo… aunque seis tan
juntos… No va a gastar munición para esto, eso está claro.
Retrocede
unos pasos para dar la vuelta a escondidas a su mochila y buscar el martillo y
el punzón. Con la diestra agarra el primero, con la zurda el segundo. Vuelve a
colocarse el macuto y avanza. Trata de pisar despacio para no hacer ruido
acercándose a esas cosas, pero una de ellas ha torcido la cabeza y ahora lo
está observando embobada.
La
mujer deja de meter la mano en el hueco y, ululando, empieza a arrastrar los
pies, extendiendo los brazos en intento de mortal abrazo. Primero dos de ellos
giran las cabezas con un “¿aooh?” sorprendido, luego otra mujer y otro hombre
los siguen y, finalmente, la última chica, algo más joven, se les une. Todos
ellos presentan varias heridas y claros mordiscos que demuestran que el pueblo
no salió indemne del momento cero.
Se
ve intimidado: contrario a lo que ha aprendido a luchar, estos están casi
pegados entre sí. Carga hacia la primera con idea de golpearle en la frente con
el martillo, pero sus brazos extendidos le dificultan mucho llegar sin riesgo,
y el primer hombre, al lado, amenaza con agarrarlo. Marcha atrás gira y trota
unos pasos, se detiene y vuelve a analizar la situación… Siguen yendo a por él,
por suerte ha logrado ignorar un poco la peste, definitivamente no viene de
ellos. Su tufo a podrido no sólo es distinto, como más rancio, sino que mucho
más leve. Su arsenal se le está quedando muy corto para situaciones así; debe
encontrar la forma de mejorarlo pronto también. Otra nota mental más. Siguen
acercándose. Él recula. Se lleva la mano a la pistola. ¡No! Atraería a todo lo
que haya en el pueblo.
Se
cruje el cuello y da un par de saltitos como si calentara para pelear, pero
reexamina sus posibilidades… si tuviera una espada, o una lanza… Vuelve a andar
marcha atrás comprobando que nada lo sorprenda desde allí. Empieza a valorar
que de hecho ésta es una situación muy imprudente; ¿cómo ni lo pensó al entrar
por aquella callejuela? A diferencia de las espaciosas calles de la ciudad, eso
apenas si es un callejón, si ahora subiera algo estaría entre dos frentes sin
posibilidad de escapar más allá de intentar trepar por alguna tubería con a
saber qué resultados. “Álvaro, tú eres más listo que esto…”.
Llega
a la altura del solar que abandonó. Mira el muro de unos dos metros de alto que
lo aísla; tal vez dos metros diez en el arco de la puerta. Tiene una idea; no
una buena, sabe, pero una al menos. Lanza su mochila al otro lado, y de un
saltito apoyando la puntera en la pared, empieza a trepar torpemente. “Nota
mental número a quién le importa: debería hacer deporte también”.
Una
vez encaramado, con los dos primeros a unos quince metros y los siguientes tres
a unos dieciocho, se dirige al punto más alto y se acuclilla dejando caer una
pierna al lado interior del solar. “Nota mental número a quién le importa dos:
no todos caminan a la misma velocidad, se van diseminando conforme avanzan”.
El
plan será abatirlos desde la seguridad de la altura, dejando una pierna del
otro lado para, ante cualquier agarre o complicación, poder impulsarse con
todas sus fuerzas hacia atrás para caer en terreno seguro. La hostia seguro
dolerá, pero menos que sus dentelladas.
Llega
la primera, extendiendo sus manos hacia él; no puede alcanzarlo. Confiando en
que no saben saltar, agacha el cuerpo todo lo que puede fuera del alcance de
sus manos y levanta el brazo del martillo. La posición le es incómoda a él
también y nota como apenas le roza el cráneo con la punta del arma cuando desata
el golpe. Así mismo, otro de los zombis llegando a la escena trata de agarrarle
el brazo agresor.
Se
deja caer hacia atrás. No tiene sentido seguir intentándolo, ha desaprovechado
la oportunidad, debería haberse colocado en la parte menos alta. Necesita algo
más letal y largo. En la casa ha dejado los cuchillos de caza… pero no son en
lo que está pensando… de hecho, no sabe si erróneamente, la intuición le hace
sentir su punzón como algo mucho más apropiado para penetrar el cráneo… no es
sólo filo lo que necesita. Debería haberle pedido su machete a Jesús cuando
tuvo oportunidad…
Busca
alrededor, desconcertado. Parece estar participando en un concurso de malas
ideas, siente hasta su ego dañado. Un par de días tranquilos y ya se ha
olvidado de pensar… A su espalda hay un pequeño almacén cerrado, imagina que
con más material de construcción dentro. Entre tanto, los muertos vivientes
aúllan y aporrean la entrada; muro y puerta. A esas alturas deben de haber
llegado todos. La estructura no parece ir a ceder pronto, así que al menos
prisa no tiene… El resto de lados están cercados por casas. Siempre podría
intentar sacrificar el resto de orgullo y encaramarse con calma a un tejado…
Pero si pudiera matarlos… Querría explorar algo más; volverse por un puñado de
zombis es demasiado patético. Se rasca la cabeza.
Camina
hasta la entrada del almacén. Ninguna pista de cómo abrirla. Más “pum pum” de
los zombis, metálico donde la puerta, seco en el muro. A mano ladrillos y
palés. Descarta por lo largo y ruidoso que sería subirse al muro a tirarles
pedradas. “Pum, pum”, “Breeeerg”. “Que sí, que sí, que ya os oigo… sois más
pesados que mi gato”, musita… Su gato. ¿Cómo le estará yendo? Nunca han
demostrado interesarse mucho por los animales… Su gato ya fue salvaje antes que
doméstico, tal vez sobreviva en el pueblo.
Menos
mal que Diana no está con él… no habría podido seguir manteniendo su, más que
pretendida, aura de dignidad y resolución. Querría comprobar qué les llamaba
tanto la atención a los no-muertos. Olía a podrido que tiraba para atrás… pero
aunque fuera una persona, eso podría significar algo útil… pero para
descubrirlo tiene seis boquitas pesadas y sosas entre medias. ¿Serían atraídos
al lugar por el olor o causaron ellos que se muriera lo que quiera que haya tras
aquella puerta? Si fue el olor… es que también hay que tener cuidado con eso…
con cocinar, con lavar, con quién sabe qué… Nota mental añadida.
Bueno…
pues sigue medio encerrado. Por ahora no está en apuros, pero como algún
anómalo se sumara a la fiesta empezaría a ser bastante problemático. Y las
ideas no llegan, como de costumbre, por arte de magia a su cerebro. “Piensa,
joder, piensa”. “Nope”. Está bien,
pues descartado lo imposible… las pedradas serán la solución. Deberá darse
prisa en hacer comprobaciones después de esto.
Se
acerca a la furgoneta y le da un martillazo a la ventanilla. Abre la puerta por
dentro y quita el freno de mano. Con gran esfuerzo la arrastra agarrando del
chasis hasta que golpea suavemente el muro de cal. Al menos así, desde el techo
del vehículo, podrá llegar mucho mejor a asomarse al muro sin arriesgarse a
encaramarse y que lo agarren. De nuevo con bastante esfuerzo arrastra uno de
los palés hasta dejarlo junto al capó. Abraza todos los ladrillos que puede y
los sube hasta el techo de chapa. Se aprovisiona de un par de montones más y se
yergue.
Los
seis monstruos extienden sus brazos hacia él ahora a la vista; él camina hasta
tenerlos lo más debajo posible y lanza con saña el primer guijarro a la cara de
uno de ellos. Parece que le ha dado bien; el trozo cerámico se ha hecho añicos
espectacularmente del impacto y la cosa se ha caído de culo, con un ojo
aplastado y la ceja partida sangrando viscosamente. Una miríada de pedacitos llueve
tintineante sobre la calle sin mayores ecos. El hombre se levanta como si nada.
Repetimos. Esta vez le da en la parte superior del cráneo, causando heridas
mucho menos visibles. Repetimos. Falla, vamos, casi le arranca la oreja, pero
nada significativo. Repetimos; esta vez ladeándose un poco para tener otro
ángulo. Directo en la sien; da medio paso a un lado, sin demostrar estar
sufriendo pese a la mala leche de las pedradas. Está claro que la fuerza
relativa de los impactos es baja… ¿Cómo era la fórmula? Era sencilla… ¿momento
lineal, no?, ¿masa por velocidad? Qué más da, sobrando ladrillos por ahora
también sobran las mates. Repetimos. Repetimos. Repetimos…
Pues…
parece que lleva una media de doce ladrillazos a bocajarro abatir a un zombi.
Quince minutos y unos cincuenta ladrillos y un no desdeñable dolor de brazo
después, cuatro de ellos han caído, y ni siquiera confía mucho en que no
vuelvan a reanimarse en algún momento, de entre el sembrado de cascotes que ha
dejado. “Nota mental: los ladrillos son, a lo sumo, un arma táctica; el cráneo
los aguanta bien”.
Dos
son algo mucho menos preocupante, podría abatirlos cuerpo a cuerpo. Se asoma a
la esquina. Pues están viniendo otros dos por la calle de la peste… pero aún
bastante lejos. Al menos nada chilla. ¡Joder! Él es un ser humano, él sí se
aburre y sí se cansa… y lo bizarro de la dilatada situación ha hecho que pierda
el miedo.
Se
baja de la furgoneta, va hasta el lado opuesto del muro y empieza a hacer ruido
allí golpeando enérgicamente la pared con el martillo. Espera hasta sentir que
la mujer y el hombre que quedan están golpeando esa zona para trotar hasta el
vehículo, volverse a subir y saltar al otro lado.
Los
dos van hacia él. Al menos ha logrado caer con algo de estilo y recobrarse
rápido. Se gira, enfrentándolos y dejando a su espalda los no ya tan distantes
nuevos enemigos. Corre hacia el primero más cercano hasta casi ponerse a la
altura de su dentellada y abruptamente gira para pegarse al otro lado de la
pared y pasarlo. Queda la otra, más ligera de constitución. La agarra de la
parte convexa de la mano que le tiende más cerca y tira de ella trotando él
mismo retrocediendo, haciéndola forzar su desanimado paso, alejándola del otro.
Es arriesgado, pero parece que mientras él no pare de trotar hacia atrás, al ir
más rápido que su movimiento habitual, ella no está siendo capaz de hacer mucho
más allá de dejarse llevar; aunque sí que está logrando flexionar el brazo
acercándolo a sus dientes y su otra mano.
La
suelta y salta un metro más, alejándose. Se ha concedido cinco metros de
gracia. Bien, esta parte está más ensayada. Aguarda a su ataque; cuando ella se
lanza con ambas zarpas a apresarlo él da un ágil paso lateral fuera de peligro
y golpea salvaje su sien con el martillo. La mujer impacta con la cabeza contra
la casa de al lado. Sin dejarla recobrarse, en el mismo punto que golpeo, más o
menos, incrusta el punzón con todo su peso y retuerce, sintiendo de golpe la
carga a plomo del cadáver que deja vencer hasta que queda torcido en el suelo.
Recupera su arma. Dos metros hasta el otro.
Le
da una patada rápida en el estómago. No hay suerte, no se cae, sólo recula un
paso y medio. Lo mira con el mismo hieratismo hambriento de todos los zombis.
Le dan mucho asco, aunque también cierta pena. A unos doce metros se ve al otro
dúo. Quiere probar una cosa. Le mete el martillo en la boca, pasando dentro del
radio de sus brazos, precavido de dejar que sus manos sólo pudieran intentar
arañarle el abrigo.
La
criatura muerde con fuerza. Perfecto. A esa corta distancia, apunta con tiento
pero sin pausa y apuñala su ojo con el punzón. Retuerce. La criatura se vuelve
inerte. Vale. Algo que ha funcionado. Dos más… Suspira. Se cruje. Ya llegan. Se
coloca de tal manera que el cuerpo de uno de los abatidos quede entre uno de
ellos y él.
¡Funciona!
El inútil se tropieza y cae. El otro está a punto de agarrarlo; él atiza su
mandíbula con el martillo, desplazándolo un poco a un lado. En lo que gira el
cuello para volver a encararle le vuelve a golpear en el mismo lugar. La
mandíbula se le ha soltado de un modo muy grimoso, pero no ha logrado nada más.
Cambia el ángulo y lo golpea muy fuerte en trayectoria descendente. Siente
perfectamente el crujir del cráneo, tan nítido que incluso le da un pequeño
escalofrío de dentera. El hombre hace contacto con las rodillas en el suelo y
queda recto un momento, como si dudase de si morirse o no, pero finalmente se
desploma de bruces. Por si acaso, y viendo con el rabillo del ojo como ya casi
está de pie el otro, le arrea un brusco pisotón en el mismo área que ha
golpeado. Son zombis, pero sigue sin terminar de no hacérsele extraño hacer
cosas tan violentas a cuerpos… humanos.
Bueno,
ya se presentará ante el comité de ética cuando toque. El que queda. Martillo a
un lado, evitar manos, punzón, muerto, rematar. Observa los cuatro cuerpos más
que tiene por delante tendidos. Rematar.
Jesús
le dijo que todo aquello tenía algún propósito, pero… ¿cómo podría tenerlo? No
va a perdonar a nadie que esté involucrado en aquello, en la muerte de Marta.
Y…
se ha dejado la mochila al otro lado del muro. Suspira con un moderado y largo
“Ay”. Hoy no está siendo su día. Trepa el muro. Se deja caer. La recoge. Se
sienta en el capó de la furgoneta apoyando las manos en sus mejillas un
segundo, hasta que recuerda que podrían estar manchadas y las aparta. Menos mal
que lleva la bufanda. De verdad que le gustaría ser fumador de cigarrillos para
echarse uno ahora mismo. Se comprueba. Los guantes no parecen sucios, los
salpicones de mejunje están más a la altura de las mangas y en las armas; no
obstante, no debe olvidarse de lavarlos de algún modo al llegar al refugio.
“Nota mental: revisar y lavar la ropa después de los combates”.
Aprovecha
el descanso y saca su libreta para apuntar todas las notas mentales. Vuelve a
subirse al capó, luego al tejado, luego al muro y a dejarse caer a la
callejuela. Debería irse cuanto antes de ahí. Ya ha hecho suficiente ruido y
perdido suficiente tiempo.
Acelera
calle arriba. Las ampollas le recuerdan de nuevo su presencia. El mal olor
vuelve a hacerse tangible conforme se acerca. Llega a la puerta. Pegando el
oído, llega desde dentro un zumbido malsano de insectos y el vapor que exuda le
da arcadas. ¿Realmente quiere meterse ahí?
Saca
y enciende el móvil. Queda algo menos de media batería. Lo pone en modo
linterna y, procurando estar atento al más mínimo movimiento, introduce la mano
con él. Apenas puede respirar.
Vale.
Es el almacén del local que da nombre a la calle. La puerta de la cámara
frigorífica está abierta, y entre un charco de agua y mejunje vomitivo se
entrevén restos de carnes y animales despellejados con… gusanos… en abundancia.
Habría salido raudo de ahí, sin ganas de volver a saber nada más de ese sitio,
si no fuera por un pequeño cacharro que ha llamado su atención en una esquina.
Una piedra de afilar antigua, a pedales, rústica y, por suerte, sin necesidad
de electricidad alguna…
Por
fin salta hacia atrás y pega una bocanada de aire todo lo fresco que puede ser
cerca de ese miasma y se apoya en sus rodillas para intentar evitar el
incipiente mareo. Ahora no va a plantearse sacarla; no sólo no se ha olvidado
del ruido que ha hecho y de que cualquier cosa podría estar de camino hacia
aquí, si no que él solo no podría cargar con el artilugio. Cuanto menos,
necesitará de la ayuda de Diana… pero no es algo que se deba desdeñar a la
ligera, ese aparato podría serles muy útil en el futuro. Otra nota mental. Bebe
un trago de agua intentando borrar el regusto nauseabundo y amargo que respira.
¿Regresa
con las manos vacías? No debe estar muy lejos de ese centro urbano. Llegar hasta
él podría permitirle hacerse una idea mejor de la situación del pueblo… A parte
no ha hecho nada por conseguir víveres o algún otro producto. Pero no le gustan
nada estas callejuelas… En un futuro cabría valorar la opción de moverse por
los tejados del pueblo… aunque su distribución es tan irregular… Por ahora
avanzará.
Que
aquellos seis zombis estuvieran quietos atentos al olor de la carne
descompuesta le hace pensar que no debe de haber mucha actividad viva por la
zona… pero todo pudiera ser algo reciente. Sea como fuere, el pueblo está
claramente infectado, ahora queda evaluar hasta qué punto.
De
golpe se topa, al frente, con el fin de la calle, un acceso lateral a la plaza
central del pueblo pasando por debajo de un soportal de unos edificios que la rodean
excepto por un extremo. A su derecha también se abre un espacio, una pequeña
plazoleta-lonja con mercados cerrados a sus laterales. Ha encontrado dónde
hacer la compra… Desde aquí, en la plaza mayor no distingue siluetas humanas;
en cambio, en la otra sí que se ven sin problemas ocho, cuatro de ellas
golpeando los cierres de lo que parece un ultramarinos. Las otras tres, al lado
contrario, aporrean un garaje o un almacén… su experiencia le hace pensar que
significa que hay o ha habido personas dentro de ambos sitios… Pero…, quieta,
frente a, cree, un taller mecánico apagado, con el cierre del garaje
entreabierto, atascado por un coche medio abollado por la puerta que se le ha
cerrado encima, justo al borde contrario de la plaza… hay una mujer que le preocupa
mucho más. Una mujer en blusa y sin zapatillas, delgada, con las pantorrillas
pálidas a la vista, una melena larga, seca, enredada y empapada de sangre. Le
está dando la espalda pero tuerce la cabeza casi compulsivamente a izquierda y
derecha y, cada poco, grazna muy suave, como interrogante… Está frente al
coche, quieta.
Conteniendo
la respiración se esconde tras la esquina. Una gritona, sin duda. Es imposible
que si hubiera estado ahí todo el tiempo no hubiera oído las pedradas de antes…
más bien… debería de haber sido atraída por ellas. Pero no la ha sentido
gritar… ¿será otro tipo de anómalo?
¿Qué
debería hacer? Enfrentarla, casi seguro, le costaría munición. Es cierto que
derrotó cuerpo a cuerpo a uno en su casa, pero aquel ya estaba maltrecho, y no
duda que tuvo muchísima suerte. El problema es que ahora sabe al menos dónde
está, si ésta no grita necesariamente cuando llaman su atención… no querría que
se le apareciera en el peor momento posible. No, pero si se ve obligado a
disparar, no sabe cuántos más de esos puede haber… En el refugio tienen una
escopeta, esto sería mucho mejor si pudiera comprobar que fuera de calibre de
caza mayor, que tuvieran munición, y viniendo con Diana para poder disparar
entre los dos.
Está
bien, lo hará. Un único disparo. En el solar en el que ya ha estado haciendo
ruido. La bala seguro que atraerá la atención mucho más que los ladrillos, pero
le servirá para hacerse una idea de cuántos gritos responden, y una sola
tampoco, reza, debería revelar por completo su posición.
Muy
despacito, midiendo cada paso al principio, retorna los más de cien metros
calle atrás. Salta, otra vez, el muro. Comprueba que, como recordaba, los palés
son abundantes y altos. Reenciende el teléfono móvil. Definitivamente será
buena idea no dejar que a esos cacharros se les acabe la batería. Programa la
alarma para dentro de dos minutos y lo arroja a través de la ventana rota de la
furgoneta al asiento contrario. ¿Será tan buena idea como le está pareciendo en
la cabeza?
Se
apresura a esconderse entre las torrecitas de maderas y ladrillos. Hoy está
siendo el día de sus malas ideas, así que a lo mejor con esta última ha
terminado de firmar su sentencia…
“¡Pampan
parapan parapan!”. Traga saliva y se acuclilla aún más. Sólo puede ver la
puerta de la furgoneta y de acceso por un hilito entre los encajes de los
ladrillos. Agarra la pistola con ambas manos, dejando martillo y punzón en su
cinturón. “¡Pampan parapan parapan!”.
Algo…
unas pisadas descalzas vienen corriendo por la calle. Se han detenido. “¡Pampan
parapan parapan!”. “¡Brooooooooorg!”. Ahí está, largo, ronco y nítido… así que
definitivamente pueden contenerse de gritar hasta cierto punto… Golpe
descomunal a la puerta. Y otro, y otro, y otro. Casi acallan la alarma del
jaleo. ¿Esa mujer tan delgadita está haciendo eso? Silencio… ¿Silencio? Gritos
de nuevo. Menos mal. Pero no hay golpes. Sino un ruido sutil… ¡Algo acaba de
saltar el muro!
Su
inteligencia es más que preocupante. ¡Ahí está! Puede entrever su forma. Corre
berreando hasta la furgoneta y, casi cómicamente, antes de mirarla la golpea.
Después se para, la examina gruñendo y la vuelve a golpear. Acto seguido
intenta meter el cuerpo por la ventana. Ahí es donde la quería. Si hubiera
abierto la puerta se habría sentido muy jodido.
Se
yergue apuntándola. Las rodillas le hacen un pequeño “clac” traidor. Ni
respira. El tronar de la alarma lo ha salvado. La tiene en la mirilla, a apenas
cinco o seis metros. Puede ver su nuca… pero si fallara sería terrible.
Prefiere arriesgarse a dar unos pasos y que le sorprenda ese sonido haciéndola
girarse que errar el tiro y provocar una situación mucho más histérica
poniéndola por completo en alerta. El corazón se le acelera hasta doler.
Un
paso. Otro paso. Cuatro metros. Otro paso. Otro paso. Tres metros. Ella acaba
de dejar de gruñir, se ha quedado recta, amenaza con ir rotar, debe de haber
notado algo. ¡Es el momento!
El
eco del disparo resuena en el silencio apenas ventoso… Un segundo después,
distante, se oye el vuelo nervioso de algún ave despegando. Otro más tarde, el
deslizar viscoso del cuerpo de la zombi por el metal de la furgoneta, dejando
un restregón de tono granate negruzco y coagulado. Muerta. Casi sin creérselo,
el pulso si cabe le late más rápido viendo el resultado. ¡Por fin algo que sale
bien, joder!
“¡Pampan
parapan parapan!”. La alarma le desatonta. Nada ha cambiado, sólo hay un zombi
gritón menos.
Se
lanza al coche apartando el portón y apaga el cacharro. Casi quiere darle un
beso. Agudiza el oído.
No
hay “breergs” ni “waarrgs” por ninguna parte. Ni siquiera conato de graznidos.
Aunque eso, visto lo visto, ya no le hará sentirse del todo seguro. Sólo se
sienten leves gemidos por las inmediaciones. Apostaría que algunos incluso
dentro de casas.
Salta
el muro… de nuevo… Empieza a notar cansancio para el poco rato que lleva. La
respiración aún no se le ha normalizado del todo del leve subidón de adrenalina
de hace un momento. Y vienen más problemas por la calle. Cinco de los zombis
que reconoció en la plazoleta-mercado están de camino hacia él. Parece que
ahora con algo más de ímpetu al verlo, extendiendo los brazos.
No
va a pelear más, dará media vuelta y buscará otra ruta paralela al centro
urbano. Con un poco de suerte lo que acaba de hacer incluso le habrá despejado
un poco el área que quiere inspeccionar… O no y habrá atraído más cosas que
ahora estén allí de camino a su disparo… pero en cualquier caso, el tiro le
permitirá desplazarlos y agruparlos un poco… Confía. Doce balas más antes de
cambiar cargador… ¿o trece? ¿Cómo funciona eso de la recámara? Mejor asumir que
son doce, por si acaso.
Pega
una carrera hasta el nacimiento de la calle y tuerce a la derecha, por la “Calle
del Río”; nada a espaldas ni hacia la rotonda camino al refugio. En cuanto
puede vuelve a torcer a derechas por la “Travesía del Río”. Debería de estar
yendo paralelo ahora a la calle original, pero la ruta muere en una
perpendicular. A buen paso, sin ganas de cruzarse con los que venían, camina un
poco a izquierdas hasta que encuentra otra subida a mano derecha. No ve el
cartel del nombre ni le importa.
Va
a ritmo de joystick presionado hasta el tope. Hay un zombi en la calle. Es
mucho más estrecha de lo que está acostumbrado a maniobrar. Apura lo que puede
y después, con leve carrerón, baila hacia un lado en acción de esquiva.
Tras
el cambio de rasante, distingue los soportales de la plaza desde otro ángulo.
Se acerca, por ahora sólo perseguido por uno a bastantes metros. A mano
izquierda tiene una callejuela que en breve hace curva. No se oye nada viniendo
desde allí. A mano derecha, observa con detenimiento el centro urbano.
Comercios
chapados, las puertas antiguas de madera de lo que parece el ayuntamiento… y al
frente, inusitadamente grande para ese pueblito, una iglesia de piedra sólida,
medieval sin duda… no hay zombis. Pero sí…
Dos
de las columnas de sujeción de los soportales están… arrancadas, ¿cortadas? Hay
pedacitos en varias partes. Y más o menos en el centro de la plaza,
contrastando de rojo sobre el rojo de los adoquines, un amasijo de partes
humanas. El olor no es tan denso como el de la carnicería, pero hiede
igualmente. Las enormes puertas de la iglesia tienen un corte antinaturalmente
recto y falta toda la parte bajo él…
Mira
simplemente perplejo. Los trozos de personas deben de corresponderse al menos a
cinco o seis cadáveres enteros. Esperaría sentirse más asustado, pero…
realmente es que no puede imaginarse qué coño ha pasado.
A
pasos tímidos empieza a andar hasta los gruesos muros de roca. Dentro está muy
oscuro. Decide quedarse ahí, con la cabeza entremetida por un buen rato,
escuchando, dejando que sus ojos se acostumbren a la oscuridad.
Dentro
también hiede levemente. Cuando se siente preparado, con el zombi que lo
perseguía mucho más cerca ya, atraviesa el umbral; el corte está hecho a una
altura superior a la de su cabeza. Pisa algo. Una bala aplastada. Busca por las
paredes, pero con la claridad que entra por los ventanales como única
iluminación es imposible reconocer muescas del impacto.
Termina
de entrar. La atmósfera está mucho más cargada, el sonido de moscas hace algo
de eco, y la peste se va volviendo más profunda. A su pesar, enciende el móvil
y pone la linterna.
A
la izquierda, otras puertas, éstas abiertas de par en par. Bancos apartados y
tirados por doquier. Entre la puerta a la izquierda y el presbiterio varios
cadáveres pálidos, de labios y ojos ennegrecidos; cadáveres de zombis. En el
centro, sin embargo… una masa. Más cuerpos troceados. Cadáveres y restos
hinchados, de color morado y amarillento, hediondos, cadáveres humanos, sin
morder, un guardia civil entre ellos… mezclados con más cuerpos y trozos
rancios de zombis. Todos ellos descuartizados limpiamente por diversas partes,
con tajos absolutamente rectos… Y a mano derecha un altar partido. Tras él,
abrazada aún de algún modo al cristo en el madero, una mujer. Una mujer algo
hinchada y sin nada bajo las costillas. Sus piernas y vientre están unos metros
más atrás, deslizados… Su sangre encharca el suelo a los pies de Dios y su
sangre y vísceras derramadas manchan sus rodillas de imaginería, manteniéndose
limpios su grueso pecho y pequeños ojos de falsas lágrimas.
Da
la vuelta. Corre a la puerta por la que entró. El no-muerto que lo perseguía
está a punto de entrar. Le da un golpe en la sien con el martillo. Una patada
en las rodillas barriéndolo escaleritas abajo. Le da una coz en la boca
saliendo del suelo impío y se deja caer con todo su peso metiéndole el punzón
por la nariz. Sin proferir sonido alguno rueda a un lado y, ladeado, empieza a
vomitar a largas y lastimeras arcadas. A su lado se forma un charquito de bilis
y sal de sus ojos, así como de gajitos de naranja medio digeridos. Tiene que
contenerse para no abandonarse a convulsionar. Las imágenes… una cosa son los
zombis… ¡¿pero eso?!
Se
yergue lentamente y, religiosamente, saca la pistola y apunta con ella hacia el
cielo. Sin secarse las lágrimas. Dejando que sea el aire del mundo quien lo
haga. Con semblante absolutamente serio y hasta desafiante reza todo su odio en
silencio y vuelve a guardarse el arma parsimoniosamente.
Recuerda
que dentro vio algo que le llamó la atención en la pared opuesta a la puerta
por la que entró, pero quiere evitar reentrar si puede. Empieza a dar la vuelta
por el lado más corto al edificio. De reojo capta, asomándose a la plaza mayor,
a otra zombi “lentorra” que inicia la procesión a su zaga.
Cuando
por fin llega no puede creerse lo que ve. Un boquete. La roca de casi medio
metro de grosor de la iglesia ha sido igualmente seccionada como la mantequilla
humana de dentro, y en el exterior están los ladrillos de piedra esparcidos…
como si algo hubiera salido desde el interior. Vistas de cerca las marcas de
los cortes van siempre en muescas de cuatro en cuatro.
Mira
atrás, continuando la línea recta que uniría la entrada con el agujero. Casi
sigue una de las calles del pueblo… ¿rumbo norte? Está vacía ante un primer
vistazo, pero fijando la atención en la distancia distingue calle abajo un
cuerpo tirado en el suelo… uno partido… lo que quiera que haya pasado fue en
esa dirección.
Suspira.
No puede marcharse de la iglesia sin hacer una última comprobación. Contiene la
respiración haciendo de tripas corazón y vuelve a entrar, esta vez por la
oquedad. Va directo sin pararse a observar apenas al cadáver del guardia civil.
Su arma y su mano están separadas de él a un par de palmos, hechas trocitos
inservibles. Resignado, regresa a la fría paz del sol.
No
sabe qué pensar, y no sabe qué hacer. Intenta hacerse una imagen mental de lo
que pueda haber ocurrido ahí dentro. Entiende que unos cuantos supervivientes
debieron de haberse encerrado allí… seguramente y porque no son cadáveres
precisamente recientes, cercanos al momento cero. Acosados probablemente por
los zombis contra las puertas, que al final cedieron… evita pensar que es
irónico que lo hicieran dado el lugar… no está de humor para el cinismo. Si las
puertas cedieron… debió de ser cosa de gritones probablemente. No ha visto más
balas, pero seguro que las hay. Y entonces, mientras estaban luchando, algo
incluso peor llegó… y mató a zombis y personas por igual. Sin piedad… y es como
si la gente no hubiera siquiera intentado huir de ello, más allá de esa mujer
encomendándose… para nada.
¿Y
él quiere encontrarse con esa cosa? No… pero la información es poder. Extremará
precauciones… pero si esa cosa sigue por la zona, ¿deben marcharse? El riesgo de
ahora puede hacer que él sobreviva. Que Diana sobreviva.
Siendo
racional… la opción más probable en que pensar, pese a lo incierto, es en otro
de esos anómalos…
Traga
saliva y empieza a seguir el rastro. ¿Qué espera hacer si se encuentra con ello?
¿Si corre como los gritones? Sea lo que sea, acabó con el guardia civil. Su
arma no le inspira ahora demasiada confianza… ¿Morirá hoy? ¡¿Y por qué cojones
hacerse esa pregunta lo acaba de hacer sonreír levemente?!
“Despeja
la cabeza”. La calle sube brevemente y luego pasa a ser una larga cuesta abajo.
No tarda mucho en llegar al cuerpo partido. Es un zombi. Parece que se
descomponen a un ritmo distinto, apenas hiede… ah no, si es que no está muerto.
Lo han cortado, brazos incluidos, a la altura de los codos, y lo está mirando
inmóvil salvo por la mandíbula que intenta morder el aire. Gruñendo. Agita la
cabeza de lado a lado… es tan ridículo y grotesco a la vez todo… viéndose desde
fuera, casi le hace gracia la situación.
Piensa
en matarlo, pero un instinto de crueldad en él, como de irracional venganza
hacia ellos, lo hace dejarlo ahí tirado, espera que por las eras.
Cincho
de la mochila en mano, comienza a descender andando despacio. Con un último
vistazo a su espalda vislumbra a la mujer zombi de antes que acaba de dar la
vuelta también a la iglesia y lo sigue con parsimonia.
Va
con mucho más tiento que antes. Es otra calle de pueblo con casas blancas y
apretadas, aunque al menos de dos carriles no diáfanos. Al silencio sólo le faltaría
algún arbusto rodante, pero no baja la guardia, esa cosa podría estar cerca.
Pronto,
tras una curva, ve una casa con jardincito y muro de ladrillo rodeándolo en el
que tanto el muro como la puerta de entrada están… arañadas. No han llegado a
ser cortadas del todo, sino que cuatro surcos paralelos las recorren. Y a los
pies de la puerta un hombre troceado, esta vez a la altura de la cabeza,
bastante hinchado y con gusanos en el estómago y cuello despedazados. Empiezan
a preocuparle hasta las enfermedades que tanto cadáver pudiera atraer… no sabe
muy bien cómo funciona eso, pero… desde luego cerca de ellos el aire apesta.
Minimiza respirar en su proximidad, aparte de todo, por las náuseas. Tiene
hambre y mal cuerpo a la vez. Sigue sin tener claro del todo si una vez
muertos, zombis y personas se descomponen por igual. Está claro que mientras…
“vivos”, los zombis no se descomponen al ritmo que debería un cadáver…
¿acabarán haciéndolo de todos modos? Degeneran bastante rápido y se estancan en
algún punto por lo que ha podido ver… pero su olor, más que podrido es rancio…
pero los que ha visto una vez muertos nunca tenían insectos devorándolos… “¿Nota
mental?”.
Ligeramente
distraído, como no tarda en reprocharse, se topa con el fin de la calle.
Llevará andados algo menos de doscientos metros, y la vía es cortada
perpendicularmente y sin continuación por otra. Frente a él, el muro de cal de
una vivienda tipo chalet, no muy moderna. Con una puerta grande de garaje de
chapa, y otra más pequeña de acceso al jardín… innecesaria. Casi de frente el
muro está arrancado con el ladrillo expuesto, de forma similar a como estaba el
de la iglesia. No ve agujero de salida…
Extremadamente
lento, empujando el joystick lo más suavemente que puede, se aproxima al
destrozo. Dentro del recinto hay un jardín de césped sumamente corto, verde y
cuidado; piensa que es una vivienda habitual.
Un
estrecho caminito de baldosines amarillos lleva a un porche de paredes del
mismo color, con la puerta y el umbral devastados por tajos en varias
direcciones. ¿No lo vieron venir, como para que los atrapase en su propia casa?
Esa cosa no debe ser muy llamativa entonces… Y no hay agujero de salida…
Va
preparándose para ver a un zombi de aspecto normal, como los gritones o el que
vomitaba… pero que luego saca cuchillas láser… o a saber…
Entra,
pisando en el césped mullido, que espera sea cómplice de su sigilo. Pistola
agarrada con ambas manos, en ángulo por delante, como en las pelis, que por
algo lo harán así. Llega hasta el porche. Sube el primer pie con extremo
tiento, luego el otro, se acerca y apoya el hombro contra el umbral
irregularizado. Echa un vistazo de un solo ojo.
Dentro,
entre la penumbra, parece el vestíbulo-salón de una vivienda de clase media
pudiente… El sueño americano. Unas escaleritas a una planta de arriba, una
cocina abierta, un televisor de plasma… sólo falta la piscina y el hombre
flotando bocabajo. En este caso está sentado en el sofá, degollado. Algo
torcido; parece que hubiera querido levantarse en el último momento.
Un
cenicero lleno de cigarrillos sin tirar le hace pensar que quienes vivieran
aquí estaban algo nerviosos y atrincherados. Pasa. El suelo cruje ligera pero
ruinmente. Huele mal.
Junto
y sobre el hombre muerto hay por lo menos una treintena de moscas muertas. Le
da un escalofrío verlo. Un mal presagio. ¿Moscas muertas? Tampoco hay gusanos…
Empieza a sentirse mareado. Cree que le está impresionando mucho el escenario.
“Vamos Álvaro, has visto cosas peores”.
Arrastra
los pies hasta estar junto a la mesita céntrica del vestíbulo y se queda
absolutamente inmóvil. Escuchando. El mareo aumenta, la cabeza le duele
tibiamente por las sienes. Observa en todas direcciones. La casa no parece
demasiado revuelta… la encimera de la cocina… sí, la encimera, por el lado que
no mira al vestíbulo está partida. También hay unas sillas desplazadas y
tiradas antes de ella.
Un
paso, luego el otro. Despacio… cada levísimo deslizar de su ropa lo enerva. La
atmósfera es compacta y viciosa. Hace algo más de calor que fuera… todo se le
hace agobiante. Se siente aplastado y aturdido.
Llega
a la mesa de comer. Desde ese ángulo ve que, semejante al resto de destrozos,
han partido la encimera. Y tras ella, el suelo. Un enorme agujero conecta con
el garaje…
No
puede evitar tenerse que apoyar un momento sobre la madera, ve chiribitas de
luz en la periferia de su campo visual… ¿ahora tiene que darle una bajadita de
tensión?
Sacude
un poco la cabeza y se acerca a asomarse. En la planta de abajo se ve un todo
terreno aparcado. Sobre él, justo en el quicio de una cuchillada que ha partido
todo el compartimento del motor del vehículo, la mitad de una mujer joven,
abrazada a algo pequeñito y envuelto, hinchado. Y más moscas muertas.
El
suelo se acerca. No, es él que está cayendo. ¿Se está cayendo? Sí. ¿Qué puede
hacer? Pone las dos manos hacia delante. “Concéntrate en no soltar la pistola”.
Impacto. Leve rebote. Segundo impacto más leve. Los oídos le zumban con un
pitido. Ve todo como a través de un tubo distorsionado. Todo envuelto en
parásitos blancos y negros, rutilando delante de sus ojos. Gira la cara. Su
cabeza sobresale por el agujero y puede ver todo el garaje.
Donde
antes no había nada, ahora hay un hombre, envuelto de un fino halo de brillo.
Blanco como la cera y de piel de estatua. Sus músculos son finos y estrechos,
sumamente marcados. Muy alargado, y huesudo. Una fina y enfermiza melena oscura
cuelga de su nuca, y lo está mirando con ojos absoluta e insondablemente
negros, sin pupilas ni párpados. Ha extendido uno de sus raquíticos brazos
hacia él. Sus dedos… sus dedos no son dedos. Del blanco de la mano, tras la
primera falange nacen unas larguísimas cuchillas de oscuridad… no son ni
siquiera filos… es como si destruyeran la propia luz. Y pese a que la
diferencia de altura es de algo más de tres metros, apenas lo separan de él
unos palmos. Va arrastrando los pies muy despacio, colocándose justo debajo,
sin gemir, sin gruñir, sin cambiar un ápice su rostro inexpresivo. Sólo
expectante, con sus apéndices de muerte extendidos hacia él.
El
pitido se vuelve ensordecedor. Tiene un ascua encendida dentro de su cerebro,
abrasándole en un dolor de puro violeta resplandeciente. Todo, absolutamente
todo lo que le rodea desaparece en parásitos de interferencias. El suelo, el
techo, el garaje y la cocina se han desvanecido en ruido blanco y sólo puede
verlo a él, ominosamente glorioso en el centro de aquella distorsión, esperando
su caída. Lejano, le llega el regusto de la sangre en su garganta.
“¡MÚSCULOS!”.
Gritando de contrito esfuerzo, empuja con ambos brazos esa nada parpadeante que
lo rodea y, entre brumas, distingue el suelo de la cocina en el cual se está
levantando. Todo el cuerpo le pesa. Vuelve a gritar y logra apoyar un pie.
“¡Levanta, joder!”.
Poco
a poco, palmo a palmo, temblándole las piernas como si estuviera levantándose
con una roca a la espalda, va notando que el dolor mengua a la vez que el mareo
se le despeja ligeramente y el mundo deja de dar tantas vueltas. Da un paso
hacia atrás. Abajo está el garaje, toda su visión está llena de brillitos y el
monstruo es, ahora con la distancia, apenas un borrón difuso de luz. Muy
despacio, temiendo desplomarse si intenta cualquier movimiento brusco, recula
dos pasos más. La criatura es ahora ya sólo una silueta, casi indiscernible, al
igual que los parásitos en su vista.
Nota
como la fuerza le ha regresado ligeramente al cuerpo. Aprovecha temiendo que
vuelva a flaquear para dar un salto hacia atrás, sin importarle chocar con la
mesa y con las sillas, histérico.
Conforme
su espalda y culo tocan con la pared y deja de ver el agujero empieza a
respirar, jadeando fuertemente. Descubre que está taquicárdico. Se agarra con
una de las manos de la melena tratando de recuperar el control. Párpados
desencajados, mirando al frente en puro pavor.
Esa
cosa…
“Tienes
que salir de aquí”. Aún está mareado. Las moscas muertas… “¡Corre!”.
Chocando
con los muebles, empujando todo lo que le estorba, sale trastabillando del
chalet y se deja caer en el césped. “¡Aún no!”. Vuelve a levantarse, pega otra
carrera fuera del muro partido. Hasta el centro de la calle. La mujer zombi
está viniendo, no está muy lejos. No le importa. Para y mira a su espalda, a la
casa, a la puerta del garaje… si esa cosa es inteligente, sólo tendrá que
partirla también y estará fuera…
Corre.
Corre calle arriba. Justo antes de lanzarse piensa momentáneamente en no
guiarla hasta Diana. Y toma el camino desconocido hacia el norte. Pasa por
debajo de otra muralla conmemorativa. Deja atrás las vallas de un solar tapado
con plásticos. Pasa por entre chalets rojizos adosados hasta una pequeña
plantación de algo. Varios muertos vivientes lo han empezado a seguir por las
calles, ha esquivado a un par. Le da igual, quiere alejarse de “eso”. Hay más
casas por los lados, y algún coche aparcado. Trota. Trota hasta que le fallan
las fuerzas.
El
mareo ha desaparecido. El pulso está muy acelerado, pero ya no de esa forma tan
extraña. Apenas puede respirar de tantos años como fumador no deportista, y sin
embargo siente que el aire le llena por dentro mucho más que en aquella
habitación. Apoyándose en sí mismo para intentar recobrarse, notando como aún
le tiemblan las manos, afloja los doloridos dedos de la pistola. Menos mal que
no la ha soltado.
Busca.
¿Dónde está? Ha dejado a su espalda todos los edificios y salido del pueblo. A
los lados hay extensos campos áridos con hierbas secas altas y cardos, y al
frente una última construcción baja, vallada con arbolitos jóvenes plantados
regularmente fuera del recinto y una caseta de la que proviene olor a estiércol,
y después el fin del asfalto que da paso a un camino de tierra. Detrás, las
siluetas distantes de siete personas que se le acercan renqueantes.
Deja
caer su propio peso y se sienta de piernas cruzadas a reposar, masajeándose las
sienes. El dolor de cabeza ha desaparecido, pero el recuerdo es casi como si
todavía doliese. Guarda la pistola en su espalda y trata de meditar.
Vale,
a ver… eso era… ¿un zombi? Bueno, ¿qué se puede sacar en claro de la
experiencia? No es listo. Parece que se ha quedado encerrado ahí. Pero sólo durará
hasta que oiga un ruido que lo haga ir en una dirección y cargarse la pared.
Está más que claro que puede. Menos mal que el garaje debió de evitar que
sintiera el disparo. ¿Cuánto medía? ¿Dos metros y medio? Ah bueno, y parece que
sólo se lo puede ver si se está cerca, pero por si no fuera suficiente, estar
cerca de él es ya letal por sí mismo… si no que se lo cuenten a esas moscas. Ya
ni se plantea la credibilidad de los acontecimientos, los da por sentados. Un
momento. El dolor de cabeza le recuerda a otro… La boca le sabe a sangre. Se
arranca, además acalorado del ejercicio, la bufanda y los guantes y se pasa un
dedo por el orificio de la nariz.
Primero,
tiene sangre seca. Segundo, su mano está muy pálida, las uñas las tiene un poco
amarillas en el nacimiento. Pues genial… ¿se ha contagiado acaso? Genial,
simplemente genial. Está muy asustado. Teme que puede ser ya un muerto que
camina en el sentido más completo de la expresión. Ríe. Ríe desquiciado unos
momentos y se vuelve a poner bufanda y guantes.
Mira
hacia los siete que lo siguen. Realmente le gustaría mandarlo todo a la mierda
y desquitarse matándolos. Pero son siete… “No te rindas aún, Álvaro”.
Está
bien, suponiendo que no esté muerto todavía… ¿Qué ha visto? Que es lento… no
parece muy listo. Que ataca a zombis y humanos al parecer… o tal vez sencillamente
le dé igual el fuego amigo. Pero había zombis partidos en el camino sin más
cuerpos cerca… bueno, eso no es concluyente, podrían haberlo esquivado o
haberse convertido y marchado después o a saber… ¿Morirá de un tiro en la
cabeza? Habría que estar demasiado cerca para dárselo en cualquier caso… ¡Demasiado!
“¡Ais!”,
suspira. Está bien, sobreponiéndose del miedo y siendo racional, joder, la
mejor manera de enfrentar la situación sería tratar de conducirlo en alguna
dirección y perderlo. Si es lento y bobo podría funcionar. Eso o marcharse a
otro sitio… pero… podría estar igual o peor. En algún momento tendrán que hacer
habitable alguna parte. Todo lo habitable que se pueda. No se imagina pudiendo lidiar
con cosas de esas habitualmente, ¿habrá muchos? Ya bastante le preocupan los
gritones… y están los que vomitan también. Tiene muchísimas ganas de rendirse
ahora mismo. Pero bueno, conducir a esa cosa a alguna parte suena a un plan
ahora mismo al menos. Tiene que aferrarse a eso, pensar paso a paso. Ni de coña
será hoy en cualquier caso… Suficiente por hoy. ¿Involucrará a Diana?
Se
levanta. Aún están bastante lejos, pero le gustaría dar esquinazo a aquellos
zombis antes de poner rumbo al refugio. Si su orientación no le falla, debería
torcer a la izquierda en algún momento, y con suerte acabaría topándose con la
arboleda que rodea la vivienda que se han agenciado. Si la orientación no le
falla, claro. Avanzará no obstante algo más por el camino antes de intentarlo,
aunque luego tenga que desandarlo desde otro lado, a ver si los despista.
Pues
parece que el pueblo sí que está bastante vacío, tiene que haber gente, eso
seguro; piensa en los que aporreaban los cierres en la plaza del mercado. Pero
quienes queden estarán escondidos. No tiene mucha esperanza de ir a cruzarse
con nadie ya. Menos con alguien de utilidad.
Reemprende
la marcha, y al instante las ampollas vuelven a hacer acto de presencia, agudas
y molestas, como un chiste malo que decide ignorar. Empieza a notarse muy
pesado y fatigado. ¿Cuánto rato habrá pasado? Si se ha despertado Diana debe de
estar preocupada. Se siente extrañamente reconfortado de tener esos
pensamientos. Tal vez pudiera merecer la pena volver aquí con ella… esa caseta
parece de ganado, junto a ella hay cubos de heno… podrían seguir vivos los
animales…
Avanza.
La fatiga le exige no ir muy rápido, pero aun así se asegura de ir aventajando
a sus perseguidores.
El
camino sube y baja siguiendo pequeñas lomas aradas. Pronto se topa con una
bifurcación a izquierdas que decide ignorar, muy pronto, todavía a la vista de
aquellos. El sudor se le ha secado y tiene frío de nuevo, se emboza la cara con
la bufanda en respuesta. Se nota algo pringoso de tanta carrera.
Asciende
un cambio de rasante. Frente a él, fuera del camino, a unos cuarenta metros,
hay un hombre enorme, de anchísimas espaldas, con unos pantalones vaqueros
desgarrados y restos de sangre negra por todas partes, igual que su torso casi
desnudo, salvo por un jersey gris que no ha sobrevivido a desgarros y…
disparos. Arrastra cogida con ambas manos una señal de stop. Arrastra una puta
señal de stop con el dibujo lleno de muescas, agujeros y sangre.
Se
miran un instante.
“¡Boooooooorg!”.
Gutural, grave como un rugido. La criatura hace un par de espasmos y esprinta
como un jugador de rugby hacia él. Se acerca. Debe de medir alrededor de un
metro noventa. Su rostro pálido y desencajado lleno de cortes y sin un ojo lo
paralizan. “Jo-der”.
Empieza
a recular bastante rápido. Agarra la pistola por el mango deteniéndose gracias
a su cerebro, pero notando sus entrañas querer huir. No se puede huir de eso.
Apunta hacia su cabeza.
El
monstruo mueve la señal de stop y empieza a avanzar sin freno tapando su cabeza
con el logo de chapa. El monstruo mueve la señal de stop y empieza a avanzar
sin freno tapando su cabeza con el logo de chapa. El monstruo mueve la señal de
stop y empieza a avanzar sin freno tapando su cabeza con el logo de chapa.
“¡¿Puto en serio?!”. ¿Morirá hoy?
Está
a quince metros. “Esto va a ser problemático. Zeus, por favor, ayúdame”.
Dispara dos veces seguidas contra él. La primera bala le impacta en el torso
sin siquiera movérselo; la segunda, dirigida hacia la cabeza, golpea contra la
chapa con un sonoro “¡clank!” metálico, sólo mellándola. “¡Joder!”. Tiene que
ser una broma.
Pues
toca huir. Pulsa el botón de correr. Lo aporrea. Corre hasta olvidarse de
respirar. Corre todo lo que puede, dirección a los zombis que lo seguían, está
como para meterse encima campo a través. Siente los gritos cada vez más cerca.
Sólo le sacaba quince metros de ventaja. No se atreve ni a girarse para mirar.
Las rodillas le chillan, los pies le apuñalan. CORRE.
Tuerce
a derecha por el camino de antes, sin haber llegado a alcanzarse con los otros.
Vira a la izquierda en cuanto el camino se lo permite. Está aún más cerca. La “estamina”
le está cayendo en picado. Lleva doscientos metros corriendo y su depredador no
aminora… No es sostenible la situación. ¿Dónde puede ir?
Las
casas están cerca, al alcance de la mano, pero, ¿y qué? Contra eso no hay muro
que sirva. No puede seguir más; si debe luchar necesita tener algo de fuerza.
Aprieta el puño izquierdo con todas sus fuerzas hincándose los dedos para
combatir el pánico y se para en seco dándose la vuelta.
Casi
a la vez la bestia salta, alzando en pura tensión contenida su martillo de
guerra. Sus músculos algo azulados son casi… bellos. Su salvajismo que ve
detenido en el aire, su grotesca realidad gritando de rabia descoyuntada…
Consigue dar un paso-salto a un lado a tiempo para evitar el impacto. La señal
retumba contra el asfalto marcándolo y vibra agudamente entre sus manos. Pero
no se detiene; gira el torso y blande un hachazo horizontal. Álvaro se aparta
por poco y apunta. La criatura le come el espacio. Abre fuego otras dos veces,
cree que le ha dado, pero no puede pararse a mirar, otro golpe se le viene
encima en diagonal descendente. Logra apartarse sólo a medias, le toca en un
hombro lanzándolo de boca contra el suelo, raspándose las manos a través del
guante; la pistola se le ha caído a medio metro de distancia, y aun así, el
sonido del impacto contra el suelo le hace pensar que debería dar gracias de la
poca energía que le ha transferido.
Se
arrastra lleno de pavor hacia el arma. Está jodido, muy jodido, el pulso le
aprieta en las sienes. La alcanza. Se gira poniéndose bocarriba intentando
apuntar sin perder tiempo. Ya está encima esa cosa. Aprieta el gatillo
descontroladamente cuatro veces seguidas sin apenas cadencia ni puntería. Ve
saltar un montón de grumos de la rodilla del descomunal enemigo que cae de
bruces.
Aprovecha
para levantarse antes de que el otro, arrastrándose, pueda alcanzarlo. Puede
lograrlo, ahora tiene la ventaja, se gira para volver a encañonarlo y sin
aviso… Un destello de verde y morado, lleno de brillos y relampagueos de puro
dolor. El no-muerto, de rodillas a su lado, desenroscando todo el cuerpo en
fuerza, acaba de batearlo en las costillas. Pierde el control de la cámara y
vuela metro y medio, rodando sobre su eje longitudinal. Nota los varios
impactos contra el suelo, pero apenas los siente. Algo le ha crujido por
dentro. Está hormigueante y caliente todo su costado. No sabe ni cuánta vida
habrá perdido.
Sorprendentemente
ágil se pone en pie. La sangre pasa ruidosa por su cuello y un ligero pitido
aleja el mundo. La mole se incorpora también y se le acerca cojeando a grandes
saltos. Vacía las cinco balas que quedan en su cargador contra él hasta el
peliculero “clic”, pero el otro ha vuelto a taparse tras la señal. Una rebota
en la chapa, la otra la agujerea y se le clava en la frente sin penetrarla,
otra falla, otra le arranca una oreja ya partida de antes y la última se le
incrusta en la garganta. Ninguna lo frena lo más mínimo. Catorce.
¡CORRE!
Algo ha rellenado su barra de energía. Dejándolo atrás acelera todo lo que le
permiten las piernas, hacia el pueblo. Lo está dejando atrás, la cosa no es tan
rápida con una pierna inutilizada, pero aun así no cesa. Va a saltos en los que
apoya brevemente la pierna, que se le mueve libre de rodilla para abajo.
De
repente. Otra punzada verde. Vuelven los destellos. Se lleva la mano del arma
al costado. Es como un carbón de shisha al rojo. No puede evitar detenerse y
doblarse un segundo. El dolor ha vuelto. Mira hacia atrás con ojos llorosos.
Sólo ha logrado aventajarlo unos treinta metros, y los está volviendo a
acortar. A lo lejos, de la misma dirección por la que éste monstruo vino, ha
aparecido un zombi parsimonioso. ¿De en medio de la nada también…? “Mierda, el
primer disparo…”. “Nota men… ¡Joder!”. Intenta correr, pero en cuanto da un par
de pisadas bruscas se siente morir.
Empieza
a trotar, arrastrando como si cojease la pierna del lado dañado, sujetándose el
costillar con una mano mientras zarandea la pistola vacía con la otra. No cree
tener tiempo de pararse a buscar el cargador en la mochila. Tiene que centrar
todos sus esfuerzos en que no le acorte camino.
Trota
sin rumbo, sus pensamientos nunca se le apagan, pero ahora no consiguen llegar
a nada coherente. Prácticamente sólo son capaces de centrarse en los pasos que
da. Sus fuerzas disminuyen, las del enemigo no. Juraría que está algo más
cerca. Está empezando a pasar entre casas. Joder, tarde o temprano dará con
zombis también, y eso sería el final.
“Piensa
Álvaro, ¡piensa!”. Podría poner rumbo al refugio, pero siquiera se ve con
fuerzas de saltar una valla, y ese seguramente lo haga rápido. Para cuando
Diana pudiera darse cuenta de la situación él ya estaría muerto y la habría
dejado sola contra esa cosa. No. “¡Piensa, ostia!”. Si sólo se hubiera traído
la granada negra y ese cacharro funcionara… ¿Por qué la dejaría? No gana nada
con esa línea de pensamiento. ¡Otra!
Se
para en seco un momento, en el que el dolor, lejos de calmarse, casi empeora.
Respirar le da pequeños pinchazos. Sonríe. Si ha de morir será con estilo… y si
sobrevive será el puto amo.
Mira
alrededor. Cree hacerse una idea de dónde está. El gritón está ya a menos de
diez metros. Sale corriendo hacia una calle a mano izquierda unos pasos, pero
incapaz de mantener el ritmo vuelve a trotar como antes. A su espalda,
incesantes, siente los pesados pasos del otro. Sus gritos. Los arrítmicos
golpes de su señal contra el suelo.
Por
si acaso tuviera esa suerte empieza a chillar pidiendo auxilio. No hay
respuesta. ¿Quién se metería en ese berenjenal?
Y
un zombi de frente. La calle, exterior, es ancha, pero no se siente nada ágil.
¿Se estará relamiendo ya el otro? “Todavía no, cabrón”. Saca el punzón de su
cinturón y se dirige renqueante, directo a por él. Tratando de perder el menor
tiempo posible le mete la pistola en la boca como tope y atraviesa su ojo. Cae
inerte secuestrando la herramienta atascada en su cuenca; no tiene tiempo de
pararse a recogerla. Sigue.
Por
fin logra verla a lo lejos… Un minuto después, con el otro definitivamente muy
cerca, lo cual ya le parece más ridículo que amenazante, él, que más que
asustado se encuentra tozudo y pasado de rosca, llega al muro de la casa del
porche amarillo. Ya ni siquiera tiene revolucionado el corazón, aunque al
subirse al falso suelo, con el dolor que le conlleva, vuelve a notar como se le
acelera y los graznidos del miedo en el estómago. Guarda la pistola en su
pantalón.
Se
adentra en la oscuridad del vestíbulo, oyendo llegar al jardín al enemigo. Va
directo a las escaleras que bajan hacia el sótano. Le adviene el mareo. No le
importa. Se lo esperaba; esto es una verdadera huida hacia adelante.
Baja.
Topa con una puerta de madera blanca cerrada. Arriba alguien trastabilla en los
escalones. Tiene la vista llena de chiribitas y han reaparecido el dolor de
cabeza y la taquicardia.
Sin
volver a respirar, abre, y sin esperar ni perder un segundo, se lanza de
estómago al suelo. El costado le resplandece reverberante por toda su cabeza
del impacto. “¡Ignora el dolor!”.
Es
la hora de la verdad. No puede ver absolutamente nada. Sólo distorsión, un
mareo nauseabundo de grises y unas piernas finas de mármol. No nota sus brazos,
pero empieza a darles órdenes como si estuvieran ahí, como si el mundo siguiera
ahí; órdenes de arrastrarle por los codos. Su dolor, bendito sea, si le duele
es que se está moviendo. A través del pitido ensordecedor de sus oídos oye el
movimiento rapaz de algo muy pesado sobre él y a continuación siente un impacto
muy suave en su nuca y humedad. Sigue vivo. Sigue reptando.
Empieza
a ver algo entre los brillos; está pasando por debajo de las ruedas del
todoterreno. “No te detengas, aunque te mate el dolor, no te detengas”. Alcanza
la pared contraria, junto al portón metálico. Apoya la espalda. No puede más.
Debe seguir pero no puede, necesita respirar un segundo.
Por
el umbral aparece incorporándose de su caída el gritón. Ruge con furia
inextinguible y carga sin su arma. Medio segundo después, simplemente estalla,
se hace un montón de gruesos trocitos desde la cabeza hasta el vientre. Fijando
la vista puede distinguir a su lado, levísima, la silueta plateada y aún más
alta que el aniquilado enemigo. “Descansa en paz, hijo de la gran puta”.
La
figura se va volviendo más tangible, pasito a pasito, y el mareo regresa. Éste
es mucho más lento. Si sólo pudiera salir de aquí y mantener algo las fuerzas
podría dejarlo atrás.
Sin
sentirse capaz de levantarse con el mareo creciente se arrastra a un lateral de
la puerta, con algo de nuevo aliento. Ve el torniquete manual del cierre. Tiene
que alcanzarlo antes de perder la visión.
Cuando
por fin está bajo él, tiende sus brazos hacia las agarraderas y, a ritmo de
latigazos de magma contra su pecho con cada giro, empieza a levantar la
chirriante compuerta.
El
vehículo entre él y la muerte blanca se separa en dos mitades que el ser
atraviesa apartando con sus manos. Para cuando ha logrado alzar la plancha un
palmo y medio ya apenas puede distinguir la claridad del exterior que entra por
debajo del mundo gris y evanescente que lo envuelve. Tiene que intentarlo. Morirá
aferrándose a la vida. Le duele tantísimo la cabeza…
Apañándoselas
difícilmente, se arrastra sin despegarse del suelo, da lo que le queda, sus
brazos cruzan por debajo del resquicio. Está a punto de sacar la cabeza cuando
unas manos lo aferran recias de la muñeca y jalan con fuerza. Oye los gemidos,
los gruñidos embobados. Si acaso tuviera fuerzas, no tiene más ánimo de luchar,
cierra los ojos y se desvanece.
Abre
los ojos como de una cabezada de clase, brevísima y confusa, muy sobresaltado.
Está erguido y una mujer lo sujeta y zarandea por los sobacos, provocando que
su propio cuerpo lo acuchille en agonía desde el pectoral derecho. Le está
chillando algo, cree que son preguntas. Busca con los ojos irritadísimos, sigue
mareado pero puede ver. Por un lado están llegando un par de zombis, tal vez a
diez metros.
Tuerce
la cabeza tan brusco que le relampaguea. A unos pasos a la espalda está la
puerta del garaje.
—¡Corre!
—¡¿Qué?!
¿Estás bien chico…?
—¡Corre!
Sin
permitir más demora, agarrándose al hombro de la mujer, usándola como punto de
apoyo, empieza a empujar con las piernas. Ella no opone resistencia y lo ayuda
a moverse justo a tiempo para apartarse de la chapa, que es troceada
abruptamente.
—¡¿Qué
es eso?! —musita chillando tras un gritito asustado.
—¡Por
aquí! ¡Vamos! —La guía hacia el camino norte que siguió hace un rato.
—¿Pero
qué…?
—¡Vamos!
¡Es lento!
Aceleran.
Sigue intenso el malestar en el costillar, pero verse vivo y en pie le ha
otorgado algo de nuevo vigor. Pese a estar en el lado malo, apoyarse en la
mujer lo está ayudando a moverse rápido. Entre los dos caminan resoplando
varias decenas de metros, alejándose rumbo al fin de las casas.
—¡¿Qué
era eso?! ¡Te oí pedir ayuda…! Soy Nuria. —Sin detenerse.
—Soy…
Álvaro. —El dolor le atraganta las palabras, pero no puede remediarlo—. No sé
qué es eso, pero aún nos sigue, seguro.
—¿El
qué? ¿Dónde? —Detrás sólo se ven los dos zombis que se estaban acercando
antes—. Tienes sangre en la nuca…
—Es…
invisible. —Se lleva los dedos al área. Justo debajo de la cresta del cráneo
tiene una hendidura, no es muy grande, pero nada más la toca empieza a
escocerle y ya no se calla…
—¿Qué?
—Espera
y verás…
Aminoran.
Está agotadísimo. ¿Pero puede que le duela algo menos? Pasa medio minuto de
silencio, sintiendo la incrédula e impaciente mirada de la mujer clavada. Va
vestida con un pantalón de montaña marrón, deportivas grises, jersey térmico
oscuro, braga negra a la boca y mochila verdinegra en la espalda. En la mano
que le ha dejado libre sujeta un cuchillo de doble filo de buen tamaño. Tiene
un pelo castaño largo y liso, constitución esbelta y sólida; aparenta unos treintaicinco
años por la piel y arruguitas. Uno de los zombis se parte por la mitad sin
motivo aparente.
—¿Ves?
—¡¿Qué
es eso?!
—No
lo sé… pero es muy lento… tenemos que llevarlo lejos del pueblo… hacia el
norte… y perderlo por allí… —Hace un vago gesto con la mano intentando indicar el
recorrido de todo el camino. No sólo le duele, sino que también le falta el
aliento a causa de ello.
—¿Fuiste
tú el de los disparos?
—Yo…
sí. —Saca su pistola—. Me he quedado sin munición.
—¿No
tenías más?
—Sí,
en la mochila… pero no tenía tiempo. Vamos. Tenemos que hacer que nos siga.
—¿Y
el de los gritos?
—¿Qué?
¿El gritón? Lo mató eso… Tenemos que llevárnoslo.
—¡Pero
si esa cosa es invisible! —Le sorprende que, como él, la mujer no parezca
preocupada sobre cómo es posible un monstruo invisible, sino que también lo dé
por sentado.
—Tengo…
una teoría, pero tenemos que avanzar algo más… Ayúdame por favor… no quiero que
eso ande suelto por el pueblo…
La
mujer frunce el ceño pardo y asiente, poniéndole una mano en la espalda. Él,
sutilmente, se cambia de lado para apoyarse con el lateral no magullado.
Muchísimo mejor. Así casi puede andar normal.
No
tardan demasiado en llegar a la ruta de tierra. Él insiste en avanzar un poco
más y después se paran. Parece que el otro zombi debió de correr el mismo
destino en algún momento.
—¿A
qué esperamos?
—Esto
puede tardar un poco… avísame si te encuentras mal. —Se nota mucho mejor la
respiración y, por fin, en lo que le ha parecido una eternidad, la sangre le
está regresando a su fluir normal—. Esa cosa… puedes verla mejor cuanto más
cerca estás de ella, pero hace que te sientas fatal.
—¿Y
quieres que se nos acerque? ¿Por qué?
—No
lo quiero… si lo que creo no falla, no hará falta.
—Está
bien… —Parece algo inquieta, no sabe si por la cosa o por otro motivo.
Mira
muy atentamente. La espera se hace larga; empieza a dudar de su idea, o de que
los esté siguiendo, hasta que de pronto, ve algo extraño. No está seguro, pero
es lo que esperaba. Decide aguardar a estar doblemente convencido antes de
mencionarlo. Es muy, muy sutil; pero no lejos, desde el nacimiento del camino,
se pueden ver aparecer de la nada leves huellas acercándose a paso casi
melancólico. “Nota mental: se los puede detectar en las condiciones adecuadas…”.
—Mira,
mira al suelo atentamente. —Señala.
—¿El
qué…? ¿Qué…? ¡Ostras!
—Ahí
está. Vamos tenemos que llevarlo al norte. —Hace ademán de tirar de ella.
—Dame
tu pistola.
—¿Qué?
—Que
me des tu pistola, y la munición que te quede.
—¿Nuria…?
—Yo
me lo llevo hacia el norte, pero tú dame lo que tienes.
—Por
favor… —No se lo puede creer.
—Este
no es ni mi pueblo; vine por los gritos. Pensaba que te encontraría muerto, la
verdad. Te hago el favor, pero tú me das esto a cambio.
—Por
favor… —implora.
—Si
lo prefieres, te dejo aquí. Tal como se te ve no creo que puedas ir tu solo tan
lejos.
Se
miran tensamente por un rato. No sabe si ya es obsesión, pero juraría empezar a
sentirse algo mareado. Pone los ojos infinitamente indignados y a continuación
le tiende el arma. Después gira la mochila suspirando y le entrega el cargador.
Podría intentar atacarla, pero no cree que la pille demasiado desprevenida… y
está demasiado molido como para la más mínima complicación; y aunque ganara, él
tampoco piensa que pueda ir muy lejos ya. Necesita regresar a suelo “seguro”.
“Nota mental, no volver a decir jamás nada sobre cuánta munición le quede en
armas o bolsillos”. Si es que está idiota…
—¿Contenta?
Silencio.
—Está
bien muchacho, márchate; me quedaré un poco para llamar su atención. Después lo
llevaré hasta el agua y trato terminado.
—De
acuerdo… —¿Agua? Supone que se refiere al lago. Exageradamente apático, vuelve
a dedicarle una mirada de entre odio y ruego y después, callado, cabizbajo, empieza
a cojear hacia los sembrados.
La
mujer responde moviendo los hombros y, cree pero la braga le impide verlo bien,
que sonríe entre aceptación y falsedad.
Con
ella quieta frente al camino, va dando el larguísimo rodeo que tenía previsto,
a paso de cojo. “Menudo NPC de mierda”. Más vale y al menos cumpla su parte del
trato… Realmente no sabe si odiarla o no.
Poco
antes de perderla de vista por completo entre los pliegues ve que aquella
ladrona ha empezado a caminar despacio y la oye dando voces de tanto en cuando;
por ahora puede que cumpliendo su palabra.
“¡¿Por
qué?! Joder”. Esa pistola era un recurso muy valioso… Aún tiene munición en el
despacho. Está muy cabreado; tal vez le haya salvado la vida pero… no justifica
que le haya robado ahora tan flagrantemente.
El
dolor se ha vuelto más constante, como un pop-up
que no puede cerrar, pero también menos agudo ante los movimientos, como si se
estuviera acostumbrando a él. Y sin embargo, las imágenes le hacen un degradado
al negro por una fracción de segundo. Logra evitar caerse.
“Céntrate
Álvaro, realmente estás mal, tienes que llegar… tienes que llegar”. Renquea, le
cuesta una eternidad llegar hasta el próximo sendero de tierra, aquel por el
que acaba de pasar huyendo del enorme stop con patas. “Vaya una vuelta más
tonta que he dado”, se sonríe… Nunca en su vida ha enfrentado esa tensión,
nunca ese miedo, nunca dolores semejantes tan continuos… y aun así, se sonríe.
Al final de la jornada, está vivo.
El
sol está ya bien alto en el cielo. Llevará casi media hora más caminando.
Milagrosamente nada lo persigue; a su paso actual no se ve ganando en carrera
contra zombis. Y duele, maldita sea, duele mucho. Pero por fin puede ver entre
un par de viviendas las líneas de árboles del que espera sea el bosquecillo que
rodeaba la casa. También puede divisar un recinto lejano, vallado en piedra,
con lápidas en su interior. Recuerda el cartel de la rotonda en que empezó todo
ese periplo. Tiene que estar cerca.
No
ha sido un sacrificio en vano, ha descubierto muchas cosas… pero ha aprendido
la lección, espera. No volverá a salir solo; fue un error de juicio. Diana
tendrá que aprender rápido.
¡La
rotonda! ¡Ahí está! Acelera un poco. Oh… de frente hay zombis. No se le
interponen, pero seguro que van a perseguirlo… ¿serán los que llamó la atención
mucho tiempo atrás? No pueden dejarlo en paz, no…
Sigue
acelerando hasta donde le permiten los flashazos de dolor. Está enfilando el
camino hacia la casa. La valla… no va a poder con ella…
—¡Diana!
—empieza a gritar, aún a más de treinta metros—, ¡Diana!, ¡Diana!, ¡Diana! —Quince
metros, berrea a pleno pulmón—. ¡Diana!, ¡Diana! —Está frente a la puerta
cerrada, si no sale tendrá que trepar. Se va agarrando a los barrotes tratando
de mentalizarse. El mundo es un lugar muy, muy distante—. ¡Diana!, ¡Dia…!
La
muchacha se asoma con aspecto nervioso a la terraza de arriba.
—¡Álvaro!
¡¿Estás bien?!
Menos
mal. Suelta las manos de los barrotes y se deja caer hacia atrás, de culo y espaldas
contra el suelo.
—¡Álvaro,
no!, ¡¿qué haces?! ¡Los zombis!
No
puede hablar. No puede moverse… se desconecta del juego.
Está
incómodo. Respirar quema… aunque algo menos que antes. Abre los ojos. Diana
está sentada en el sillón, frente a él, con el ceño fruncido.
—Hol…
—¡Te
fuiste sin mí!
—Estabas
dorm…
—¡Me
dejaste sola! —Parece muy enfadada. No es como cuando discutieron viniendo,
entonces había negatividad en ella. Ahora no es como si estuviera mal con él,
sino con lo que ha hecho.
Queda
en silencio mirándola. Está un poco sudada… ¿Habrá tenido que pelear la pobre
contra los zombis? Seguramente. Tiene razón, joder, claro que tiene razón. Son
compañeros ahora.
—Tienes
razón. Lo siento.
Lo
mira y tensa la mandíbula, como si estuviera a punto de volver a gritarle; pero
de golpe, se levanta y sube las escaleras a grandes zancadas.
No
lo entiende muy bien… En fin. Lo siente. Trata de incorporarse. “Nope”. Se queda tumbado en el sofá
mejor. Estira el brazo del lado bueno y se lo lleva a la frente, tratando de
cubrirse de la luz. Las persianas están algo subidas. Espera no llevar
demasiado tiempo inconsciente. Nota incipientes agujetas que de seguro mañana
serán peores. Sigue muy cansado. De repente bajan rápidos los pasos de ella.
—¡¿Sabes?!
¡Podrías haber muerto! ¡Y me habría quedado sola! ¡“Joer”!
—Lo
siento mucho Diana…
—¡No
vuelvas a hacerlo, ¿vale?!
—Lo
prometo. —Le duele hablar…—. Sólo quise explorar un poco sin ponerte en
peligro, saber qué había… ha sido un error. Lo siento.
—Vale…
pero… es que me sentí muy sola… ¡no podía ni salir de la casa a buscarte! No
sabía dónde habrías ido…
—Lo
siento…
Vuelve
a hacerse el silencio. Largo. Mirándose. No sabría muy bien describir cómo se
estaban mirando. No era enfado realmente, ni pena… era miedo de perderse.
—¿Qué
te ha pasado? —rompe ella por fin, con un tono radicalmente distinto, uno
preocupado, tácitamente echando tierra en el asunto y acercándose a sentarse a
su lado.
—¡Uf!,
esto va a ser largo —ríe. Ella le ha puesto una mano en la pierna y no tiene
cara de que le haga la más mínima gracia, y menos aún de que le haga gracia que
a él le haga gracia—. ¿Te importa ayudarme a llegar al cuarto de baño? Hay un
par de cosas que quiero ver…
—Vale…
Se
agarra a su hombro y deja que intente levantarlo, ayudándola como puede.
Después se yergue en agonía y deja que ella le pase la mano por la cintura.
Trata de sostener su peso todo lo que logra, está claro que la pobre no va a
poder con él a plomo.
—¿Qué
pasó cuando me desmayé? ¿Llevo mucho rato así?
—Una
hora más o menos…
—¿Estás
bien Diana?
—Sí…
—¡Ah!
¡Joder! —Subir el primer escalón hace que rápidas descargas sacudan su espalda
desde sus costillas.
—¿Qué
te ha pasado?
—Me
dieron con una señal de tráfico.
—¿Qué?
—Ahora…
¡Joder! —Otra puñalada—. Ahora te contaré bien. ¿Y a ti?
Llegan
por fin a la planta de arriba. Lo difícil ya ha pasado.
—Maté
a las cosas esas que te seguían…
—¿Tú
sola?
—Sí…
más o menos. —¿Más o menos?
—¡Guau!
Eso es impresionante. —Cree estar logrando poner un tono creíble, no
condescendiente… realmente está impresionado—. ¿Cómo?
—Con
tu martillo… —Él deja hacerse el silencio como ruego de más explicaciones—.
Cuando te vi caerte salté corriendo por la terraza, porque alguien me había
dejado encerrada sin la llave… —Lo mira muy mal de nuevo, acompañando su voz
con un retintín de reproche.
—Lo
siento —sentencia él con afectación, bajando la cabeza.
—Y
traté de abrir la puerta del jardín, pero claro, cerrada, y aún no sabíamos
cuál era la llave… Es ésta por cierto… Y claro, no podía volver a entrar porque
no tenía la llave… —Ya casi su retintín es más provocativo y juguetón que
verdaderamente indignado.
—Ya,
ya, lo siento —responde exagerando cansancio. Llegan a la puerta del baño—.
Quiero ver qué tengo; ahora me lo sigues contando, ¿vale?
—Vale…
—Esto…
—Ha entrado y se ha puesto frente al espejo—. ¿Te importaría ayudarme a
quitarme la camiseta? —Simplemente tratar de quitarse la manga de la gabardina
ha hecho que le diera un pinchazo.
—¿Qué?
—Ella lo mira muy extrañada.
—No
creo que pueda solo…
Ella
se queda quieta un momento. Qué pudorosa es. Después asiente y entra con él.
—Gracias.
De verdad. Por todo.
Le
tiende el brazo malo para que agarre la manga, y después, muy despacito, se
desenrosca de ella caminando. La otra no es problema. Abrigo fuera. Ahora la parte
difícil.
—A
ver, yo creo que… sí, lo mejor va a ser que me agache, si no te importa
levantarme el brazo, y tires de las dos mangas.
—Sí.
—Parece algo nerviosa, o como si le diera vergüenza.
Se
quita los guantes que lanza al lavamanos y, muy despacio, baja el torso como si
estuviera estirándose; ella le sujeta la mano derecha, pero enseguida evita el
contacto con su piel como no puede evitar fijarse y le sujeta de la muñeca. De
este modo queda en ángulo recto, paralelo al suelo. Sin mucho problema ha sacado
el brazo bueno por debajo de la tela y empieza a empujarla para arriba.
—Tira.
—¡Voy!
Más
o menos fluida va saliendo la prenda, aunque inevitablemente el brazo se le
mueve unas cuantas y dolorosas veces, pero comparado a lo que ya ha aguantado
es poca cosa.
—¡Oh,
Dios! ¡Álvaro! Por favor… ¿Estás bien?
Nada
más se ha vuelto a poner recto ella se ha llevado la mano a la boca, agarrando
inerte su camiseta todavía, que arrastra el otro extremo por el suelo. Parece
asustada y… como si compartiera su dolor. Se mira preocupado. “Joder…”. No
responde, está también impactado.
Un
enorme derrame de color azul vena sucio se le extiende por debajo de la piel, desde
el pezón derecho hasta la axila por arriba, y hasta el riñón por abajo.
Simplemente, joder. No sabe si será tan malo como parece. ¿Serán unas costillas
rotas?
Diana
camina lentamente hasta él, todavía arrastrando su camiseta, y extiende una
mano como si fuera a tocarle el área, pero después se detiene y deja caer el
brazo.
—¿Qué
te ocurre? —Él.
Como
si fuera un detonador, apenas puede terminar la frase, ella se lanza sobre él y
lo abraza con inusitado cuidado para lo rápido que lo ha hecho, y se queda
pegada a él con la cabeza oculta en su pecho.
—¡Eres
imbécil! —estalla con voz rota—. ¡No quiero que te mueras, jolín!
—“¿Jolín?”
—responde conmovido.
—¡Déjame
en paz! —protesta.
Llora
contra su piel; siente el frescor húmedo resbalándole por el vientre. Con el
brazo que no le duele, le envuelve la nuca y le masajea fuerte y lento el
cogote.
—Vamos,
tranquila, ya ha pasado, estoy casi bien, ya ha pasado… —susurra.
Se
nota ligeramente emocionado en los ojos, se siente de repente tan bien… estar
pasando por todo lo que está pasando… tantas veces sintiéndose al borde de la
inhumanidad, como funcionando en piloto automático, como si ya no estuviera
vivo… pero ahora. Darse cuenta de que otra persona, hasta hace nada
desconocida, está ahí hasta el punto de llorar por su dolor… Estará así porque
sin él ella también estaría sola, o por lo que sea, pero aun así, está ahí… Y
lo abraza, y siente un cuerpo que no lo amenaza junto al suyo, y apenas
recuerda un abrazo tan reconfortante y… Al menos, no está solo. De repente se
da cuenta de que ella es un jugador humano, ella es… familia. No la ha elegido,
la familia no se elige, pero se la ama y se la protege… Eso es ella. Y es
ridículo forjar sentimientos en tan poco tiempo, casi pueril. Pero el mundo que
vive ahora también es ridículo; no cree estarse engañando.
Deja
que el abrazo se alargue todo lo que quiera, lo saborea y disfruta del simple y
llano bienestar, hasta que ella, lentamente, avisando previamente con sutiles
movimientos de su mano y cuello, se separa.
La
mira, ella da unos pasos hacia atrás y ladea la cabeza tiernamente avergonzada.
—Tranquila,
estoy bien, de verdad, sólo me duele un poco. No noto problemas para respirar
ni nada, seguro que irá mejorando…
—Eres
idiota… —Niega con la cabeza, discretamente sonriente.
—¡Lo
sé! —Le guiña un ojo con una amplia mueca forzadamente alegre, tratando de
disipar la solemnidad que quedaba en el momento.
Ríen
un poquito. Después vuelve a hacerse el silencio, ella ha ido alejándose a
cortos pasitos.
—¿Se
puede hacer algo? —Entiende que le pregunta sobre tratar su golpe.
—No
tengo ni idea… ¿la niña genio no eras tú? —Ella responde torciendo los labios
como si se enojara—. Es una broma. Cuando… Después de que me soltara un montón
de puñetazos en el pecho el gritón de mi casa, me vendé con fuerza la zona y
tengo la sensación de que me alivió un poco… Aún tengo las vendas en el despacho.
Están sudadas, pero si no hay nuevas podría ponérmelas.
—Podrías
tomar algo para el dolor. —Parece que lo dijera casi como una pregunta.
—¿Sabes
si hay algo por aquí?
—Yo
cogí ibuprofeno de mi casa. Creo que te lo dije…
—Puede…
¿No te importa compartirlo?
—¡Claro
que no! —¿Se enfada?
—Muchas
gracias —Trata de ser dócil para aplacarla, sin tener muy claro de qué.
—Voy
a cogerlo…
Desaparece.
La oye corretear rauda escaleras abajo. Aprovecha para mirarse las manos frente
al espejo; no se atreve a confesarle eso todavía. Ya no están pálidas, aunque
las uñas siguen un poquito amarilleadas, ¿se le caerán? Bueno, si ha mejorado,
no tendría por qué empeorar ahora. Se fija en su cara. Tiene ojeras. No son
tremendas, pero tampoco desdeñables… Como los zombis. Y… arrastra su mano a la
parte de atrás de su calavera. Está bastante hinchada y rozarla le pincha, como
si estuviera infectada. Lavándose las manos, con estoica determinación, se
hurga un poquito con dos dedos, soportando inenarrable escozor. El corte no es grande,
pero puede que un poco profundo. El pelo debe de estarlo tapando. “Estate
atento Álvaro…”.
Está
volviendo. Se coloca como si no hubiera estado haciendo nada, esperando que no
se dé cuenta de las lagrimitas en sus ojos. Aparece con una de las botellas de
agua a un cuarto y la pastilla en una mano, y la otra media naranja en la otra,
pelada.
—Muchas
gracias… ¿pero y eso?, ¿no has desayunado?
—Tomé
unas galletas. Pensé que si volvías cansado podría apetecerte…
—Tómatela
tú, de verdad.
—El
ibuprofeno es fuerte para el estómago, tuya.
—De
verdad…
Le
pone cara enfurruñada y sacude los dos brazos en ofrenda. Qué mona que es… todavía
evita graciosa y evidentemente mirarle el torso desnudo. ¿Y ha sido capaz de
matar a tres zombis con el martillo?
—Gracias.
—Cede, cogiendo botella y pastilla primero, que toma de un trago, y después la
naranja, que empieza a desgajar y masticar. Y encima él ha vuelto con las manos
vacías… Doblemente teniendo en cuenta lo de la pistola. Se siente mal por sólo
haberle dado preocupación, si al menos hubiera podido traer algo… Trae
información; la información es poder, trata de consolarse.
—Tenemos
pocas cosas, para algún día más. —Ahora no está siendo muy oportuna la pobre…
—Ya…
—suelta con un latiguillo de voz.
—Estás
herido, creo que es importante que comas bien…
—Sí,
sí… ya lo pensaremos. —Trata de despejarse esos pensamientos cambiando de
actividad y terminándose la fruta—. Bueno, me gustaría darme una ducha; ¿luego
me ayudas?
—¡¿Qué?!
—¿Qué?
—Se miran, parece muy sorprendida, ¿escandalizada?, ¿qué pasa?
Ah…
—¡No,
no! ¡Con las vendas! Ahora me ducho solo como pueda.
—¿Qué?
Ah…
—A
ponerme las vendas digo.
—Sí,
sí, vale… sí. —Qué nerviosa. En serio, hay veces que piensa que se va a
derretir o morir de la gracia viéndola—. ¿Vas a ducharte ahora?
—Sí.
—Vale,
me voy. ¡Tienes que contarme qué te ha pasado!
—Tranquila,
serás la primera en saberlo; supongo que acabaré más limpio… Esto… sí,
descuida, pero lo mío será largo, ¿así que me cuentas primero tú lo tuyo?
Ella
lo mira como medio resignada, supone que por el chiste malo, y negando con la
cabeza, cierra la puerta y sale. Bueno, al revés. Él también niega con la
cabeza, risueño.
Quitarse
las prendas inferiores no resulta muy complicado con la ayuda de la gravedad.
Gracias Newton por inventarla. Abre el grifo. Por supuesto, agua… helada.
Sube
dentro de la bañera con la pastilla de jabón que han dejado en el cuarto de
baño y, haciendo acopio de valor, de una sola vez para no alargar la tortura,
se mete bajo el chorro de agua hasta empaparse bien todo el cuerpo y sale de
él, suficientemente húmedo como para enjabonarse. Sólo pudiendo mover el brazo
derecho desde el codo sin provocarse dolor hace todo un poco complicado. Le
toma bastante tiempo irse cubriendo todo el cuerpo, silenciosamente, acompañado
por el gorgoteo del agua en el sumidero y el graznar suave de los mil pájaros
de las gotitas contra pared y suelo.
El
área de la axila afectada le está resultando difícil, le da pinchazos en cuanto
ejerce un poquito de presión, podría dejarla por esta vez, pero es precisamente
una de las partes por las que más ha sudado… Se esforzará; no quiere hacerle
pasar mal rato a Diana.
Empieza
a pensar en toda la sangre que tiene ahí coagulada. ¿Puede ser peligroso? A lo
mejor se siente bien ahora, pero si la deja demasiado tiempo por ahí dentro le
da un problema de golpe. ¿Debería intentar abrirse una herida para que saliera
fuera? Es que no tiene ni idea. ¿La podrá absorber el cuerpo solo?
Sin
quererlo, empieza a imaginarse toda esa sangre, fluyendo por su costado a
través de una herida abierta. Lenta, viscosa. Recuerda de golpe sus ojeras en
el espejo. Empieza a visualizar su sangre saliendo negra, grumosa, como la de
un zombi, muy lenta… Tiene mucho miedo. Por su mente empiezan a pasar
incontables rostros de zombis de cerca, medio descompuestos, chillando,
gimiendo, mordiendo, comiendo… Ya no sabe si son rostros que ha visto o que
está imaginando. Se ve a sí mismo, con cara de sádico, golpeando sus caras con
el martillo. Recuerda la ira y el asco, también el placer que tanto le asusta
que le produzcan. Ve sus cráneos estallando y abriéndose con sus golpes. Se
acuerda del último al que le metió el punzón por el ojo y como su globo ocular
se deshinchó grimoso al pincharlo. Ve al gritón con la señal de stop, el golpe,
la sensación de irse a morir. Al de las garras, el malestar, su sangre, tanta
sangre, fluyendo desbocada por sus venas, por sus sienes. LA SENSACIÓN DE IRSE
A MORIR. Las garras, la realidad blanca, las garras, los ojos negros, el gritón
enorme cortado como mantequilla, la mujer que suplica a un dios sordo, la
iglesia con todas sus imágenes que se ríen de todos ellos, de todos los muertos
en sus muros; el gritón de la señal, que ha aprendido a protegerse de las
balas, el golpe… El gritón de su casa que casi lo muerde; su cráneo aplastado
por el martillo; el chico que arrastraron bajo el coche y sus chillidos, Adrián
comido en la valla frente a sus ojos… Marta deshaciéndose bajo un mejunje de
vómito… Ni siquiera lo vio, pero ahora ve su piel deshaciéndose lentamente, sus
ojos cayéndosele de las órbitas conforme se le disuelve el cráneo, sus músculos
expuestos convirtiéndose en mejunje y hedor a hiel… Marta…
Omnipotente
y omnipresente, toma enorme conciencia de la idea de que simplemente esa mañana
casi ha muerto varias veces. Ha estado a punto de morir. Sigue pudiendo estar a
punto de morir, no lo sabe. Conciencia de la idea de la muerte mayúscula,
solidificada como patético final en la imagen de Marta disolviéndose, y como él
y Diana pueden morir en cualquier momento.
Se
desliza desde los pies hasta dar con el culo desnudo en el frío y húmedo mármol
que ignora. Con la cara desencajada en chillido desesperado y desconsolado, que
solo un rincón recóndito de su conciencia logra atar para que sea mudo y no asuste
a la pobre Diana; agarrándose con la mano en zarpa la cara como si quisiera
arrancarse los pensamientos, golpeando desde el codo con el puño malo el agua,
chapoteando. Y abrazándose después las piernas aovillándose llora quedo. Llora
todas las lágrimas que sabe le debe al mundo, y que sabe, le deberá.
—¡Álvaro!
¿Estás bien? —Diana llama a la puerta. Le pilla terminando de aclararse,
esperando a que se le desenrojezca la cara.
—¡Sí!
Sí… ¡Tranquila! —Debe de llevar mucho ahí dentro.
—Necesitas…
¿Necesitas que te ayude?
—¡No,
no! ¡Tranquila, de verdad! Ya mismo salgo. —Cierra el grifo.
—He
encontrado tus vendas y he bajado todas las persianas menos las del despacho
para que tengamos luz para hacerlo.
—¡Muchas
gracias! Eres un encanto. —Sale con sumo cuidado de la bañera, apoyándose en el
fregadero, está como para caerse ahora.
—¡Te
espero allí!
—¡Vale,
gracias!
Frente
al espejo, sin nada, vuelve a revisarse. Todo parece igual. Curiosea el derrame
desde varios ángulos, como si esperase obtener una respuesta de qué hacer con
él.
No
ha cogido calzoncillos limpios, y no se fía de no haberlos manchado con todo lo
que ha pasado… Se pone sólo los pantalones. En algún momento que pueda a
espaldas de Diana se cambiará rápidamente. Empieza a sentir que se acostumbra a
moverse un poco pese a la herida, o que está aprendiendo a hacerlo de forma que
le duela menos. Comprueba uno de los armarios y éste contiene un bote alcohol.
Se lo echa por el cogote abrasándose en el empeño. Le resulta aterrador que esa
cosa lo cortara tan limpiamente.
Convencido
de que nada en su cara demuestra que ha llorado, no quiere mostrarse débil ante
Diana doblemente, por orgullo y por no preocuparla, sale. Qué puto frío que ha
pasado… y la casa tampoco es que esté muy caliente.
—¡Hola!
—Empieza entrando en el despacho.
—Hola.
—Ella le da un vistazo rápido; sigue yendo él a pecho lobo, y ella rápidamente ha
alzado la vista hacia su rostro y la mantiene de forma evidentemente forzada
ahí—. ¿Hacemos esto?
—Sí.
¿No has visto vendas limpias verdad?
—He
buscado…
—Lo
sé.
—¿Cómo?
—Empiezo
a conocerte. —Pausa—. Lo digo en el mejor de los sentidos.
—No
hay —Tuerce el labio en gesto empático.
—No
pasa nada —Se acercan el uno al otro.
—Bueno,
¿cómo lo hacemos?
—Eso
dijo ella…
—¿Qué?
—Nada
—suelta rápido riendo—. A ver… no sé… probamos a pasarlas por el hombro sano y
por ahí, ¿lado a lado?
—Vale…
—Supongo
que la idea es que sujete, si es que tiene algo de sentido… ¿así que habrá que
apretarlas pero sin pasarse?
—Puede…
Dime si te hago daño por favor.
—Descuida,
no soy masoca.
Con
enorme cuidado, ella va enrollándolo, una vuelta por el hombro, otra de costado
a costado, otra por el hombro, otra de costado a costado; un par de veces le da
indicaciones de que apriete un poco más, le duele ligeramente la presión, pero
no la siente como algo malo. Así hasta acabar con el rollo, que sujeta él con
su brazo indicándola que vaya a su mochila, coja un poco de cinta de carrocero
y regrese para pegar el borde final. Después hace unos leves movimientos
comprobando cómo se siente con ello. ¿Debería quitárselas para dormir?
—¿No
tienes hambre? ¿Bajamos a hacer la comida y charlamos un poco?
—Ya
he cocido un poco de arroz… no sabía muy bien qué más hacer, así que le he
echado unos cacahuetes en trocitos… y sal…
—¡Me
parece genial! —ríe a tan amplia carcajada que le duele—. “¡Aú!” En serio, eres
una crack.
—Gracias…
—Ayúdame
con la camiseta, eso sí, please.
—Sí…
—Recuerda que ha dejado su camiseta y calzoncillos sucios tirados en el baño…
tienen que pensar qué hacer con la ropa sucia con cierta urgencia también.
Tantas cosas con cierta urgencia…
Tras
vestirle ella con una prenda azul oscuro y el logo de un videojuego centrado en
tono de plata vieja, se ofrece a ayudarlo a ir a la planta baja, pero él
rechaza, quiere intentar hacerlo solo. Y lo consigue, más o menos, cojeando un
poquito. Sí que juraría que con las vendas le duele un poco menos al pisar. A
saber… Nada más ha salido ella se ha puesto a bajar la persiana del despacho
también, sumiéndolo en una moderada oscuridad. No le parece mal, se está
tomando todo muy en serio la muchacha parece, y eso no es malo… aunque teme
estamparse. Llega algo de luz desde el recibidor que lo rescata en la escalera.
De todos modos ella enseguida llega a su auxilio y baja los peldaños con él, sin
tocarlo respetuosamente, pero claramente atenta a todos sus movimientos.
Escalón a escalón, no se le hace muy duro. Desde salir de la ducha se ha fijado
en que el daño sigue constante, pero ya no tiene picos tan marcados con sus
movimientos; a lo mejor sólo es el ibuprofeno.
Cuando
llegan, sonríe. Ha bajado todas las persianas y echado cortinas menos una
ventana en la que ha dejado un cuchillo de luz. En la mesa, junto al sofá,
están sus dos platos.
Sin
hacerla sufrir la espera, con ánimo de dejarle claro que le encanta lo que ha
cocinado, da igual de antemano como le sepa en verdad, se sienta y agarra el
plato que sostiene con el brazo derecho en su pierna, tomando una cucharada con
el tenedor con la izquierda, deglutiendo su arroz “extracrujiente”.
—¡Guau!
¡Está muy bueno! —exclama con la boca casi llena. Realmente, para lo original
del asunto, no está mal…
—No
me mientas…
—No
lo hago. Está saladito y llena. De verdad, gracias por todo Diana.
Ella
sonríe y se sienta a su lado, mirando claramente más indecisa que él su propio
plato.
—Bueno,
cuéntame a ver, ¿cómo te las apañaste para matar a los zombis, meterme en la
casa y subirme al sofá?
—Bueno,
a ver… —empieza tímidamente, imitando por lo visto la estructura de la frase de
él. Es signo de que está ocultando algo, pero también ve que tiene pinta de
estar a punto de confesárselo—; realmente… no lo hice sola.
—¡¿No?!
—Boca llena—. No pasa nada, jolín, sigue siendo increíble todo lo valiente que
has sido… y eres —añade—. Cuéntame, ahora estoy más intrigado. —Masticando con
voluntariamente exagerados crujidos.
—Pues…,
estabas ahí en el suelo. Salté a por ti, eso es verdad, ¡y cogí tu martillo!
—Ajá
—Otra rechinante bola de arroz y cacahuetes.
—Y
ya estaban llegando y no sabía qué hacer… Me lancé a por uno y le di con el
martillo en la frente, pero no le hice nada… casi me agarra. —Le empieza a dar
mucho apuro imaginarla, sentirse responsable de haberla puesto en esa
situación—. Pero no me podía alejar de ti… ¡Iban a comerte jolín!
—Lo
siento Diana.
—No
te culpo porque estuvieras herido Álvaro… me molesta que no me llevases
contigo.
—Lo
sé. Lo entiendo. Perdóname.
—Es
que a lo mejor hasta podría haber evitado que acabases así. —O por otro lado,
podría incluso haber muerto ella… pero tiene razón.
—Seguramente;
esto me ha pasado por mi culpa.
—Querría
haberte ayudado.
—No
ha sido culpa tuya Diana, me lo he buscado yo solito.
Se
quedan mirándose de nuevo, con cierta complicidad.
—Bueno,
escúchame bien, que veas que no soy una inútil.
—Nunca
lo he pensado. —Sólo miente a medias.
—Pues
estaban ganando terreno y tuve una idea. Tantas veces me has dicho que eran
tontos que pensé que a lo mejor podía lograr que solamente me hicieran caso a
mí. Me puse a correr alrededor y darles golpes con el martillo. Donde pillaba,
con cuidado, apartándome nada más tocarlos. Y al final se giraron los tres a
por mí…
—Diana…
que sepas que con esa idea, sin duda, me salvaste la vida.
—Gracias…
—¿Y
luego qué hiciste?
—¡Pues
no sabía qué hacer! —exclama con reminiscencias de angustia en la voz—. Estaban
muy juntos… no veía cómo intentar darle fuerte a uno sin que los demás pudieran
agarrarme.
—Pobre…
lo siento. Es bastante complicado cuando están así…
—Tienes
que enseñarme cómo hacerlo; quiero ser igual que tú… —Entiende que se refiere a
pelear contra esas cosas.
—Lo
intentaré… pero yo tampoco lo sé. Mucho tiempo improviso como puedo. Sígueme
contando que me tienes realmente nervioso.
—Pues
empecé a llevármelos, iba de espaldas hacia el pueblo, comprobando que me
siguieran, muy despacito. Al principio alguno intentaba volverse a girar hacia
ti y tenía que correr mucho y ponerme a darle golpecitos para que se quedara
conmigo, pero al final ya sólo me seguían a mí.
—En
serio, a mí no se me habría ocurrido nada mejor. —Ella le sonríe.
—Al
final acabé llegando a una rotonda por el camino. Y entonces venía otro más por
mi espalda. Y pensé que podía intentar llevármelos lejos, yendo a su ritmo, y
luego correr o algo para perderlos… Pero es que estabas ahí solo en el suelo…
ya casi no podía verte, tenía mucho miedo de que si me marchaba apareciera algo
y te atacara ahí indefenso…
—Joder,
es que sí que te he hecho pasar mierda… ¿Quién te ayudó entonces?
—Pues,
sin ideas, estuve haciéndoles dar vueltas en la plaza, a veces intentaba
golpearlos, pero no tenía hueco… y ya eran cuatro, y me estaba cansando, y
temía que acabaran apareciendo más… —Se la nota que se agobia de sólo
recordarlo—. Pero entonces llegó esa mujer.
—¿Quién?
—No
me dijo quién era… iba de montaña, y se acercó haciéndome “esto” —hace el gesto
de silencio con un dedo—, y cuando llegó por la espalda a un zombi le clavó un
cuchillo enorme desde un lado. Luego me pidió que le fuera ayudando a
separarlos y uno a uno los fue apuñalando… Parecía acostumbrada a eso, como tú…
me daba un poco de miedo. —Decide callar, sabiendo ya quién era, hasta que ella
termine, para animarla a seguir—. Luego me preguntó que si estaba con un chico
de pelo largo y gafas raras… —Lo mira, claramente quiere saber su lado de la
historia.
—Luego
te digo…
—Vale…
¿Pasa algo?
—No,
bueno sí, termina de contarme.
—Pues
le dije que sí. Preguntó si estabas bien, le dije que no, que no sabía qué te
pasaba, y se vino conmigo. Yo te cogí las llaves, salté dentro, abrí la puerta
y busqué las llaves del jardín. Luego te cogimos entre las dos y te dejamos en
el sofá. Me dijo que te dijera que se había asegurado de que “esa cosa” se
fuera directa hacia el agua… ¿De qué iba eso Álvaro?
—Esa
zorra… —Ríe. Está enfadado con ella, pero no puede evitar que también le caiga
bien—. ¿No hizo nada más?
—No…
se quedó un poquito mirando la casa… luego te tomó el pulso y me dijo que creía
que despertarías. Le pedí que se quedara, pero se negó y se fue. ¿Zorra por qué?
—Sí.
—Vuelve a reír—. Bueno, nos ha ayudado supongo… pero también nos ha robado la
pistola y un cargador de munición.
—¿Qué?
—Sí,
la primera vez que me la crucé… estaba ya muy mal, y me perseguía un anómalo… Y
se ofreció a ayudarme, a cambio del arma…
—¿Un
gritón? ¿Fuiste tú el de los disparos? Imaginaba que sí… tuve mucho miedo. —Le
enternece que en vez de preocuparse de la pistola perdida se siga preocupando
por él.
—No,
un gritón no… sí, fui yo el de los disparos… A ver… Espera y te lo cuento bien…
—Decide que va a contárselo todo desde el principio; incluso le dirá del blanco
y lo que le ha pasado… se lo merece… merece que no la vuelva a mentir.
—Álvaro…
yo… querría tanto haberte podido ayudar.
—Lo
siento mucho Diana.
Se
le abraza al vientre. Le duele un poco, pero se esfuerza por no quejarse y
apretarle el omoplato.
—Siento
no haber estado ahí. —Le llora, no ya solemne como antes, simplemente como si
no pudiera evitarlo mientras habla.
—Diana,
que ha sido culpa mía. —La nota muy turbada; está claro que el relato sobre ese
nuevo tipo de zombi la ha inquietado, tal vez también le preocupe como a él que
pueda estar infectado, por lo de las ojeras y las uñas.
Quedan
un ratito callados, ya sin contacto entre ellos, pero tampoco con tensión,
simplemente compartiendo el momento y el miedo.
—Pero
—rompe él—, al menos hay varias cosas que he pensado… me gustaría apuntarlas en
mi libreta cuanto antes.
—¿Te
la traigo?
—No,
no; tranquila, no te preocupes tanto, puedo moverme yo, pero primero, si
quieres, quiero compartirlas contigo.
—¡Sí!
—Da un brinquito en el sofá y se pone sobre sus rodillas, apoyando ambas manos
en ellas, mirándolo.
—A
ver… Lo primero, creo que tenemos dos problemas principales.
—Dime.
—La
poca comida que nos queda y no tener un arma adecuada para enfrentar a los
zombis…
—Ya…
habría que conseguir más… ¿arma?
—Sí.
—¿Por
la pistola dices?
—No,
la pistola ha sido parte del problema…
—Por
cierto, si pillamos a esa tal Nuria…
—No
le des más vueltas, al fin y al cabo nos ha salvado la vida…
—Ya,
¡pero amenazó con dejarte tirado!
—No
sabemos si lo habría hecho.
—Da
igual, no pienso perdonar a quien te haga daño.
—No
me lo ha hecho… Pero gracias. —Breve silencio—. Por mí, nos ha hecho un favor y
se lo ha cobrado. No perdono, pero estamos en paz.
—No
sé, a mí no me gusta. —Se enfurruña.
—Ya,
ni a mí, no te creas. —Se repanchinga en el respaldo.
—¿Parte
del problema? ¿Por?
—Hace
mucho ruido.
—Ah,
ya… ¿crees que por eso te cruzaste tantos zombis, con el gritón aquel? —Vuelve
a consternarse su rostro.
—Seguro…
Tranquila. Te voy a contar un refrán… ¿chino? No sé…
—¿Qué?
—Dos
monjes están paseando por un camino y encuentran una mujer ahogándose en un río.
—Ella parece poner cara de no entender a qué viene eso de repente—. El caso es
que uno de ellos se lanza al agua y la ayuda a salir cogiéndola de la mano.
Después prosiguen su camino, y viendo a su compañero turbado, le pregunta:
“¿Qué ocurre?”. Y el otro le responde: “Hermano, estoy preocupado por su alma,
ha tocado una mujer y eso está prohibido”. Entonces el primer monje contesta,
“Ah, no se preocupe usted, yo dejé aquello en el río, ahora tiene que dejarlo
usted”.
—¿Por
qué me cuentas esto?
—Ni
idea, pensé que quedaría bien…
—¿Qué?
—Es
broma. Lo que intento decir es que he visto que ponías mala cara. Olvídate de
lo de Nuria, y de lo del gritón… yo ya lo estoy haciendo.
—¡Pero
estás herido!
—Ya…
—¿Entonces?
—Pues…
Paso. —Recalca su característicamente
desgarbado “paso”—. No podemos tomarnos
las cosas como hacíamos antes. Vamos a vivir en un mundo duro, creo que vamos a
tener que aprender a dejar pasar las cosas.
—¡No
quiero dejarlas pasar!
—No
se trata de eso Diana… hay que dejar correr todo lo que no sirva de nada. Si no
vamos a ganar nada con ello, ya está. No vamos a vengarnos de Nuria porque
también nos ha ayudado. Y el gritón ya está muerto. Deja todo eso en el río… —Ella
se queda mirando un rato con el ceño fruncido.
—Bueno
—acaba retomando—, ¿qué pasaba con la pistola? Hace ruido, pero te hizo falta
por lo que me has contado…
—Ese
es el problema… No tenía nada mejor… cuando se me juntaron varios casi me vi
obligado a usarla, y contra la primera gritona no tuve más remedio.
—Y
ahora por culpa de esa… no la tenemos.
—Ya,
bueno. El caso es que sí, está claro que las armas de fuego son algo muy
potente… aunque ya he visto también sus limitaciones contra el otro gritón.
Pero precisamente, deben ser un último recurso. Estoy seguro de que aún deben
haber zombis de camino al pueblo por culpa de los disparos… Necesito algo más
silencioso pero eficaz… Algo que pueda matarlos de un golpe y a cierta
distancia.
—¿En
qué estás pensando?
—Cuando
me enfrenté a los zombis sobre el muro fantaseaba con una espada o una lanza…
Bueno, eso puede ser un problema sin una fragua… pero sí que tengo algunas
ideas en la cabeza. ¡Ah, por cierto!, tenemos que volver a fabricarnos guardas
para los brazos. Con cartón o algo.
—Vale,
sí; pero de lo otro… ¿Hablas en serio?
—Sí.
—Se alegra de que empiece a conocerlo y sepa que perfectamente podría estarla
vacilando.
—¿Y
de dónde vas a sacarlas?
—No
me refiero exactamente a conseguir una lanza o una espada… Primero, cuando
tenga tiempo tendré que trabajar en mi libreta. Te lo enseñaré cuando lo tenga.
Pero me refiero a fabricarnos el arma.
—Vale…
—Pone voz de miedo fingido—. ¿Y la escopeta?
—¡Sí!,
es cierto, es otra de las cosas en que he estado pensando… deberíamos intentar
probarla cuanto antes. Pero aun así, sigue estando el problema del ruido.
—Sí,
eso sí…
—En
serio, es mucho más problema del que parece.
—No,
si lo entiendo. Es sólo que no veo alternativa.
—Bueno,
pronto intentaremos averiguar cómo funciona la escopeta, ¿vale?
—¡Vale!
—Sonríe.
—Deberíamos
plantearnos irnos algo lejos para hacerlo.
—Pero
tú no te puedes mover…
—Bueno,
algo, iremos viéndolo. —Vuelve a mirarlo preocupada—. Tranquila, hagamos lo que
hagamos tendré cuidado.
—Prométemelo.
—Te
lo prometo.
Se
sonríen. Aunque no dura mucho. Tienen demasiado encima, supone.
—Para
la comida… iré yo estos días a por ella.
—¿Cómo?
No, no…
—Tú
no debes salir de casa.
—No
puedes regañarme por haber salido solo de casa y esperar que te deje ir tú. Menos
siendo culpa mía habernos… así.
—¿Y
qué propones?
—No
lo sé. —De repente se siente él como el inútil, poniendo pegas sin alternativas.
Siempre hay alternativas—. Iremos los dos.
—Álvaro
jolín, confía en mí. No tengo intención de ir sola a ninguna parte, sólo a las
casas de al lado.
—Con
más motivo te acompaño entonces, está cerca.
—Si
apenas puedes subir las escaleras…
—No
tendré por qué subir escaleras.
—¿Y
si nos encontramos con un gritón de esos?
—¿Y
si te lo encuentras tú sola?
—No
lo sé… Quiero ayudar. Déjame que lo haga. —Realmente, no sabe cuál es la peor
idea.
—No
me gusta nada. No voy a dejar que pagues por mis errores.
—Bueno…
—Pone ella los ojos en blanco—. Dejémoslo por ahora, no quiero discutir.
—Me
parece correcto. Tenemos muchas más cosas que pensar, me gustaría que nos
relajásemos pero… creo que no debemos posponer nada.
—Sí,
estoy de acuerdo…
Ella
se levanta y se da un par de vueltas por el salón, hasta acabar sentándose en
otro sillón, no está seguro si algo molesta. Decide comprobarlo, además con
algo que de ser así pueda cambiar los ánimos.
—Oye
Diana…
—¿Dime?
—¿Te
ves capaz de hacer una shisha si te enseño?
—¿Te
ves capaz de fumar?
—Me
veo capaz de intentarlo… tengo ganas, ¿tú no?
—No
sé… Estaba rica, ¿pero no acabas de decir que no pospongamos hablar?
—Por
eso… puede ser largo. Siempre se habla mejor con una shisha. —Le guiña un ojo.
—Creo
que eres un adicto.
—Lo
soy.
Ella
ríe y le ofrece la mano para que se levante. Juraría que está cambiándole la
personalidad un poco a ella. ¿O es sólo que se están acostumbrando el uno al
otro?
En
la cocina le da instrucciones de cómo ir cortando el tabaquito, de cómo
mezclarlo con las manos y repartirlo por todo el cuenco de la cerámica, de cómo
poner una doble capa de papel de plata muy tensa en la superficie y agujerearla
con el cuchillo más fino que tienen; una pena que no lleve pendientes, sirven
mejor; él también renunció a los suyos por ahora. Mientras, colabora cambiando
el agua de la botella y revisando que no haga falta papel en las juntas.
Regresan
con el cacharro al salón, le enseña cómo partir un carbón por la mitad
poniéndolo entre ambas muñecas y apretando, y prenden pastilla y media que
colocan sobre la pieza, en un extremo del aluminio perforado. Siente una pizca
de culpabilidad por estar haciendo fumar a una chica tan joven y dos tazas de
complicidad y complacencia por poder compartir eso que le gusta tanto con ella;
por, al menos, poder fumar.
—La
que la hace tiene derecho de fumar primero. —Rechaza el tubo que ella le está
pasando.
—Bueno…
—Tose graciosamente ella soltando la primera bocanada de aire tóxico pero
rico—. ¿Y qué más has estado pensando; oh gran sabio chino?
—¡Oh!
Touché… —Ríe aceptando el tubo que le
devuelven; recordando cómo con sus amigos de toda la vida, los turnos
individuales duran eones y hay que patalear para conseguir que a uno se la
pasen… ¿Seguirá alguno vivo? Varios fueron a ese juego sobre zombis… Vuelta a
la realidad, los puntos suspensivos de su “touché”
se están alargando demasiado—. Aprovechándote de un tullido, no está mal joven padawan.
—¿“Padaqué”?
—Vaya,
ahora que estaba a punto de elogiarte por estar aprendiendo…
—¿Pero
qué es eso?
—Nada,
ya te pondré las pelis, las seis pelis. —Baja y endurece la voz tratando de
darle una gravedad cómica y severa a sus palabras.
—A
veces me desesperas…
—Me
lo creo.
—¡Dios!
En serio…
Carcajean
brevemente.
—¿Siempre
eres tan pedante?
—No.
—De repente la risa se le atraganta acordándose casi de forma indefinida de
algo familiar—. Te lo aseguro… El pedante es otro amigo mío, Jesús, a su lado
yo soy hasta majete. —Jesús…—. Bueno… deberíamos dejarnos de bromas. —Pensar en
Jesús lo ha devuelto a la seriedad…
—Sí,
vale; cuéntame. —Ella extiende el brazo reclamando el tubo que él lleva
acaparando todo el rato. Se lo devuelve sonriéndose para sus adentros.
—Creo
que deberíamos pensar en los principales peligros y necesidades que tenemos.
—Sí
—asiente enérgica, aspirando con tranquilidad de la cachimba que burbujea cual
hoguera entre los dos.
—Ahora
mismo, creo que me va a quitar el sueño el gritón de la señal de stop. No por
lo que me ha hecho —apresura intentando prevenir que le afecte lo mismo de
nuevo—, sino porque… no sólo llevaba un arma. En su caso muy grande, pero creo
que eso es porque él también era un zombi enorme, sino, peor, porque se
cubriera de los disparos.
—Sostienes
que aprenden, ¿no?
—Y
mucho… quiero decir… bueno… hay más posibilidades. También lo he estado
pensando. Si tal vez esas cosas podrían conservar recuerdos o algo. Tal vez
podamos tener mucha suerte y que sólo haya algunos más listos que otros, pero…
—¿Pero?
—¿Sabes?,
una vez oí que un hombre nunca dice nada realmente antes del “pero”…
—¿Quieres
que te vuelva a llamar “oh gran sabio chino”?
—Creo
que es de Juego de Tronos…
—¿Juego de Tronos?
—¿Tampoco
la conoces?
—¡Claro
que la conozco! Me gusta bastante de hecho… ¡¿Pero…?!
—Pronuncia el “pero” con voz de infinita desesperación, ya no sabe si sincera o
afectada… Decide forzar un poco más la broma relamiéndose de hacerla sufrir
amistosamente un poquito.
—Pues
creo que lo dice Tyrion… o se lo dicen a Tyrion… un día tenemos que hablar de
esa serie tú y yo. —La mira con alegría—. Por fin encontramos un tema en común…
—¡¿Pero?! —Esta vez su tono es más de
súplica casi.
—¿Qué
pasa? ¿No te gusta hablar de las cosas que te gustan?
—No
sé… hablar de eso es un poco friki, ¿no? —Él arquea mucho una ceja divertido,
alargando mucho la espera en responderla.
—Está
bien, volvamos al “pero” —otorga condescendiente—. Pero que sepas que voy a quitarte ese tabú hacia el frikismo a
palos… —Hace una pausa en que ella bufa—. ¡Pero!,
no creo que tengamos esa suerte… o que debamos contar con ella.
—¿Qué
quieres decir? —Se la ve claramente aliviada de lograr progresar por fin.
—Pues
a ver… ¿cuál es el peor escenario en caso de que los haya más listos que otros,
o que recuerden más cosas de cuando eran humanos? Que ocasionalmente podamos
encontrarnos con alguno más complicado que los demás… desde luego no es un
escenario bonito, ya uno casi acaba conmigo hoy, pero hasta dentro de lo que
cabe es esperanzador… y esto ya es sólo una creencia personal pero… dudo mucho
que Dios fuera a permitir algo tan fácil.
—¿No
me dijiste que no eras creyente?
—Para
nada… sí que creo que ya te lo dije.
—¿Y
por qué dices eso de Dios?
—Es
una forma de hablar… quiero decir… “¡Agh!”, que últimamente estoy pesimista, y
que hoy tengo cierta tiña al cristianismo por lo que te he contado que vi en la
iglesia. Si existe está claro que es un cabrón… pero… no, lo digo sobre todo
porque creo que es mejor ponerse en los peores casos… y si esas cosas son
capaces de aprender, de aprender a llevar un arma, de aprender a cubrirse de
las balas… miedito.
—Pero,
¿tienes algún motivo para estar seguro de ello?
—Si
te refieres a una prueba sólida… no, ¿cómo quieres que la tenga? No les he
podido separar en grupos de control y de prueba y hacer experimentos con ellos…
sólo tengo sospechas e impresiones. Pero…
—Otro
“pero”…
—Sí,
pero ahora voy de seguido. Pero, el gritón de mi portal empezó intentando
alcanzar el ascensor y luego decidió adelantarlo. Infiero que comprendió que el
cacharro iba a seguir subiendo. El caso es que, el hecho de que al principio
hiciera una cosa y luego otra, me hacen apostar más por el aprendizaje que por
simple inteligencia. El gritón en tu calle, vino, pasó de largo y volvió a
venir. Eso podría ser un comportamiento estático de uno más listo, pero a mí se
me asemeja más a una búsqueda, y para buscar hay que aprender a hacerlo… no se
puede saber cómo buscar en toda circunstancia posible… es algo adaptativo
digamos. La gritona de hoy ha hecho dos cosas más. La primera, no gritaba al
principio, no para moverse, sólo cuando ya localizó a mi móvil. Habría muchas
posibles explicaciones… pero una de ellas es que gritar sea un impulso difícil
de contener para ellos, y que le diera rienda suelta cuando ya tenía claro
haber llegado a su destino; como las ganas de orinar que se redoblan al llegar
por fin al baño. Eso de nuevo podría ser simple inteligencia… Mucho más me dice
que primero placara contra la puerta y luego decidiera saltar el muro. Si eso
no es aprendizaje, y no simplemente recuerdos de cuando era humana… ya me lo
explicarás tú como cuadraría mejor esa hipótesis. Eres una chica de pensamiento
científico, ¿no…?
—No
lo sé… ¿supongo? Ya sabes que quería serlo…
—…Seguro
que entiendes la lógica de lo que te estoy diciendo.
—Sí…
Guardan
silencio un momento, que él aprovecha para recobrar saliva y volver a fumar un
poco.
—Y
el caso es que si están aprendiendo… Que sean capaces de contener sus gritos me
preocupa mucho, que uno llevase una señal de stop por bate… pero hasta eso es
el concepto “dar con palo”. Algo que casi por azar uno puede descubrir sólo,
por prueba y error. Pero que la utilizara para cubrirse de los disparos… Si
empiezan tal y como creo que empiezan, como unas máquinas rabiosas, gritonas y
pseudo-suicidas de devorar carne humana… eso demuestra que son capaces de
observar. Quiero decir, no podría haber aprendido eso por propia experiencia,
estaría muerto. Ha tenido que ver a alguien o algo morir por los disparos. Ya
no sabría decir si gracias a eso ha deducido cubrirse la cabeza, o si es que
también habrá visto alguien cubriéndosela; en el segundo caso son al menos
capaces de mimetizar, pero en el primero… lo son de reflexionar… No creo que la
señal que usase fuese accidental, creo que la escogió como arma precisamente
por lo cómodo de la forma para cubrirse. Quiero decir, joder, si simplemente se
hubiera estado cubriendo todo el tiempo, todavía tendría esperanza en su
estupidez y su suerte, pero es que se cubría sólo cuando le apuntaba… ¡Eso es
entender muchísimo! Creo que ni siquiera los perros entrenados son capaces de
entender bien el significado de “arma a distancia” y esta cosa sí que
reaccionaba, jodidamente bien en consecuencia… —Le sale todo como una retahíla
cada vez más nerviosa y entusiasmada. Él mismo está horrorizado y maravillado a
partes iguales de lo que dice; casi le parece que es como si estuviera siendo
testigo de los albores de la formación de inteligencia.
—¿Y
entonces? —Ella sólo parece sobrecogida. Se ha abrazado sus piernecitas.
¿Diminutivo?
—Y
entonces… si alguna vez descubren el concepto “trabajo en equipo”… En fin.
—Pero,
¿podemos hacer algo?
—No.
Sólo estar preparados. Sólo temernos lo peor con ellos y procurar no confiarnos
nunca en su presencia.
—¿Cuánto
crees que pueda tardar en pasar…?
—No
lo sé… ni siquiera sé cómo aprenden realmente. Necesitaría verlo pasar más
veces para empezar a pensar. Esto ni siquiera invalida que como las personas,
haya algunos más inteligentes que otros… o que puedan recordar cosas… Desde
luego no todos parecen estar en el mismo punto de aprendizaje, ni entiendo si
son capaces de llegar a eso, ¿por qué siguen siendo tan violentos…? Si es que
los empuja un impulso o qué leches… Pero… no creo que uno como el que maté se
encuentre demasiado lejos… con lo que ha demostrado… de poder cooperar con
otros…
—¿Vamos
a morir?
—Vamos
a intentar que no… —suspira tratando de sonar cómico en la medida de lo
posible.
—Álvaro…
no me lo tomo a broma… —Ella está claramente asustada; debería ser más
empático, no quiere hacerla sufrir, si sólo pudiera trasladarle su forma de
tomarse las cosas…
—Ni
yo Diana… yo… simplemente pienso que ya estamos viviendo un tiempo regalado.
Quiero decir, ni siquiera esa es la única cosa que tenemos que temer. Hay monstruos
con garras que cortan coches, o hombres que vomitan algo que corroe el acero en
segundos… no sólo estoy seguro de que si he visto al menos una de cada una de
esas cosas es porque tiene que haber más… es que estoy seguro de que aún hay
horrores que no hemos conocido… Y lo pienso porque todavía, si esto fuera todo,
todavía, lejana, tendría una esperanza en los ejércitos, en que se estuviera
haciendo algo. Pero ni una señal de radio, nada, nadie dice nada… Nos falta
muchísima información. —Fuma—. Y la información es lo más valioso que podemos
tener ahora mismo. Y sé que esto que te digo es todo lo contrario a
tranquilizador. —Ella ha empezado a llorar silenciosa—. Pero he prometido no
mentirte más… Es lo que pienso. Que estamos muy jodidos. Y que ninguna forma es
mejor de tomárselo que esa precisamente, “que estamos muy jodidos”, como un
chiste cósmico de muy mal gusto que no podemos pillar pero no nos queda más
remedio que tragar… que después de todo esto… —Fuma—. Después de que algo haya
sido capaz de barrer, puto literalmente, ciudades y ejércitos a la nada, de la
noche a la mañana, que sigamos vivos es una suerte casi imposible. Ya verás el
pueblo. Está vacío parece. Seguro que aún queda gente. Pero cuántos habitantes
tendría originalmente, ¿cien?, ¿quinientos?, ¿mil? —habla con la manguera entre
los dientes—. Y si queda alguien ahora está encerrado como nosotros… somos
afortunados, y somos aún más afortunados por habernos podido encontrar. —Fuma y
se acerca a ella levantándose con dolor—. Así que… no insultemos a los que ya
han muerto siendo infelices… lo que tenemos… hay que aprovechar para
disfrutarlo y luchar por ello. —Le recoge con el dedo una de las lágrimas y le
abraza la nuca apoyándola contra su cadera cariñosamente. Se sorprende de sus
palabras y grandilocuencia, le salen como si ya las hubiera pensado y casi se
convence a sí mismo.
Pasan
unos segunditos así nada más, luego ella se aparta y lo mira asintiendo,
volviendo a fumar. Silenciosos por unos minutos. Lleva ahora mucho rato, pero
opta por no decirla nada.
—¿Pero,
tú crees que igualmente vamos a morir?
—No
lo sé… ya te dije que será cuestión de cuánto nos esforcemos y de la suerte que
tengamos… Si me dices si hay futuro, si el mundo saldrá de ésta… no lo sé… no
sabemos qué ha pasado. Alguien lo ha causado, y lo habrá hecho por algo. Y si
su motivo era destruir el mundo, pues tendremos que confiar en que gente mucho
más lista y preparada que nosotros intente impedírselo… Nuestra esperanza será
sobrevivir hasta que los buenos ganen. Personalmente… he pensado un poco en
ello… confío poco en irme a morir de viejo vistas las cosas como están… pero
tampoco tengo intención de hacerlo ni mañana ni pasado. Por ahora hasta ahí
apuesto. Tenemos que ir día a día Diana. Seguro que habrá alegrías también.
—¿Alegrías?
—Te
gusta la cachimba, ¿no? Pues disfrútala. —Ella de repente se apresura a
pasársela como consciente del montón de tiempo que lleva—. ¡No, no! De verdad,
sigue… yo ya he fumado mucho. Te dejo que vayas alcanzándome. —Le guiña un ojo
y vuelve a sentarse a su sitio.
—Apenas…
¿tira?
—Sí.
—Ríe porqué se acuerde de esa expresión—. Parece que te acuerdas algo de
anoche. —No le responde, no sabe si vergonzosa o todavía, como es normal,
consternada—. Voy a cambiarle el carbón.
Se
levanta y pone una nueva pastilla sobre la anterior, observándola prenderse y
agarrándola después con unas pinzas, soplándola para que se ponga al rojo por
debajo antes de colocarla en el abundante espacio libre que queda sobre la
cerámica.
—¿Cómo
lo haces? Para estar tan calmado digo… no sé… para tomártelo todo… con tanta
cabeza.
—Si
me hubiera pasado lo mismo que a ti, “de seguro” estaría igual o peor. Te lo
aseguro. Primero te saco algunos años, aunque no sean muchos, ayudan a aprender
a tomarse las cosas… Lo mismo para aquellos que me los saquen a mí… Y luego…
simplemente he tenido bastante mala suerte, o según como lo mires, buena…
simplemente eso. He visto bastante antes de encontrarte, y con la potra de
poder verlo casi siempre yo mismo fuera de riesgo… como les pasaban las cosas a
otros.
—Aun
así… No sé. Te veo mucho más capaz de pensarlo todo, yo me aturullo…
—Diana,
de verdad, es normal. En serio, a más te conozco más me gusta lo que veo, no
hubiera dado un duro por una chica de tu edad en la vida y ahora me estoy
sintiendo hasta culpable por ello. Gracias por halagarme, pero la digna de
elogios eres tú.
—Gracias…
sólo intento hacer lo que puedo —profiere muy bajito, visiblemente sonrojada.
—Eres
súper mona, en serio —dice con un intento de sonrisa hiriente. Ella se tapa la
cara con las manos.
—No
me has contado mucho todavía de qué te ha pasado a ti… lo mío ya lo sabes…
—No
te digo que no me gustaría contártelo. —“Doble negación, ¿en serio?, ¿no puedes
mentir un poco mejor?”—. Pero aún tenemos mucho de qué hablar… ¿en otro
momento? —Ella asiente descubriéndose el rostro y volviendo a la pose de
rodillas abrazadas sobre el sofá.
—Esa
cosa con garras de la que me has hablado… ¿también has pensado sobre ella?
—Un
poco.
—Cuéntame.
¿Se la puede vencer?
—¿Seguramente?
No lo sé, pero no estamos preparados para ello. Viendo que podía abrir paredes
y mover coches… no sé por qué me da que en su caso una pistola es algo de poco
calibre.
—¿Entonces?
—Bueno…
parece que incluso podríamos intentar utilizarlas. Si atacan a sus semejantes… se
puede aprovechar, ya te he contado que yo lo he hecho.
—Ya…
—¿Pasa
algo?
—Nada,
eso, que siempre tienes las ideas adecuadas…
—Ojalá.
En serio, deja de darle vueltas. Tú también supiste reaccionar muy rápido
cuando te necesité. Ni se te ocurra sentirte inútil. Para nada. En serio.
—Vale…
—¿Segura?
—Sí…
—¿Sí?
—¡Sí!
Leñe.
—
“Leñe…”. —Vuelve a mofarse, ella ni le responde—. Vale. Luego… aparte de eso,
por lo que he visto, son lentos. Tan lentos como son se puede huir de ellos
fácilmente. Lo único malo es que… bueno, que no parece que se vaya a poder
poner muros contra ellos. Así que hay que intentar asegurarse de no traerlos
nunca al refugio. Lo cual, teniendo en cuenta que son invisibles… lo he estado
pensando. ¿Cómo saber si uno te ve a lo lejos? Conclusión: no se puede.
—Jolín,
¿y entonces?
—“¿Jolín?”.
En serio, sabes que voy a hacerlo cada vez que lo hagas, no me mires mal. He
visto de lo que eres capaz, así que…
—
“Paso”. —Recalca con retintín el
plagio.
—¿Ahora
me copias tú a mí? Muy bien… —Pone tono provocativo.
—Sigue,
por favor. —Él no va a cambiar, así que tendrá que aprender a no exasperarse
por ello.
—A
ver, entonces… pues sí que he pensado dos cosas. La primera; estar muy atentos
a los síntomas de su presencia. Asumir que todo mareo, dolor de cabeza,
etcétera, está causado por uno de ellos, incluso aunque parezca que estamos
teniendo una insolación. Buscarlo entonces. Y sólo, tras estar seguro de que no
hay ninguno cerca, pensar en otras causas posibles. “Eminentemente” si sabemos
que hay alguno cerca no llevarlo hasta donde estemos, sino tratar de hacer que
nos persiga cuando podamos tranquilamente, ponerlo de camino a algún sitio bien
lejano y luego dar un amplio rodeo hasta estar seguro de que es imposible que
nos vea… teniendo en cuenta que es invisible, habría que ser muy precavido con
eso. Espero que Nuria pensara las cosas bien también y se tomara estas
molestias.
—Lo
dudo…
—Ya
bueno… yo también. Pero no seas tan rencorosa. No nos queda otra que fiarnos.
En general ten cuidado con la gente en estos días. Creo que ella es de lo
mejorcito que vamos a poder encontrarnos.
—¿Por
qué?
—Piensa
quiénes habrán tenido más probabilidades de sobrevivir… los egoístas, los
violentos por naturaleza, los astutos… selección natural.
—Pero
tú no eres así.
—Sinceramente.
No tengo ni idea de cómo soy. Ya lo veremos.
—No
digas eso…
Se
hace el silencio. Él vuelve a fumar. Burbujitas de agua. Oscuridad de una tarde
sólo levemente filtrada entre las ventanas.
—Bueno…
pero, ¿y si no los vemos, pero están ahí esos…? ¿“blancos”…?
—Es
un nombre como otro cualquiera. Me parece bien.
—No
logro imaginármelos la verdad…
—Espero
que no tengas que verlos. Es un malestar terrible. Pues precisamente por si no
los vemos… Me fijé en que parecen bien torpes. No parecía el que me encontré
ser capaz de descubrir cómo atacarme estando en la planta sobre él. Así que
ante la posibilidad de que uno pudiera aparecer mientras dormimos o algo,
propongo que siempre durmamos en la planta de arriba. Así, aunque entre por una
pared, podremos oírlo y salir por una ventana… o algo. Y para lo demás, estar
muy, muy, muy atentos a los síntomas que te he dicho.
—Vale…
—Entiendo
tu preocupación.
—Ahora
tengo miedo hasta de estar aquí ahora…
—No
te preocupes. Estando despiertos, podemos reaccionar con antelación. Sólo, no
te pongas histérica si empieza a pasar algo, lo peor que podrías hacer es salir
corriendo y acabar yendo en su dirección… o algo.
—“¿O
algo?”.
—¡Bien!
—Le saca la lengua tratando de transmitirle que lo ha hecho a posta para ver si
jugaba. Ella se la saca también, entrecerrando los ojos en burla. Supone que lo
ha pillado.
—Esto
es una caca… —Él está a punto de abrir la boca para burlarse de nuevo cuando ve
que lo mira con picardía desafiante; y comprende que doblemente, lo ha hecho a
posta. Sí es lista en el fondo la jodida.
Vuelven
a quedarse callados, mirándose a ratos, otros simplemente al techo. Le alegra
ver que no está ella demasiado mal. Le gustaría poder hacer más por ella. Y sin
embargo, ahora es él el tullido inútil. Pone un nuevo carbón.
—Y
entonces —prorrumpe desde el ensimismamiento—. ¿Tienes algún plan por ahora?
—¡Uy
sí! ¡Muchos! No, en serio… sí que he pensado algunas cosas…
—¿Sí?
—Sí…
a ver… no son planes exactamente. Bueno, algunos sí. Cosas que hacer.
—Dime.
—A
ver, ya te he dicho… creo que deberíamos darle bastante importancia a lograr
fabricarnos, o conseguir, o lo que sea, algo mejor que cuchillos o martillos.
Como mínimo, en algún lugar de un pueblo rural como éste tiene que haber algún
hacha decente, pero…
—¿Pero? —Cede gratificantemente a la
provocación que insinúa él con su tono.
—Si
encontrásemos herramientas, hay una piedra de afilar en la carnicería, y un
taller de coches en una de las plazas… tal vez podríamos conseguir algo.
Empezaría por buscar en el cementerio, a ver si tienen palas sólidas…
—¿Palas?
—Bueno,
aún está todo en mi cabeza. Quiero ponerme en algún momento con mi libreta,
para ver si es viable o no alguna de las ideas que tengo…
—Cuenta
conmigo…
—Lo
sé, tranquila. Realmente creo, tener un arma decente es algo que no sólo puede
ayudarnos a sobrevivir, sino también a agilizar muchas situaciones. Luego —cambia
de asunto—, están otros temas como la ropa. ¿Tú sabes cómo lavarla sin
lavadora?
—No
lo he hecho nunca…
—Me
lo imaginaba. Es que no tengo ni idea de si debe ser complicado…
—…Mi
madre alguna vez me ha contado que de pequeña hacía así las cosas. Por lo que
decía sólo hacía falta agua, jabón y algo donde frotar…
—¿Cualquier
jabón?
—¿Sí?
—Eso
nos lleva al tema de nuestros recursos… Deberíamos hacer un buen inventario,
uno de todo lo que tenemos, desde comida a, yo que sé, tornillos. Pensar en
cada cosa que vamos a poder necesitar, catalogarlas según su urgencia…
—Sí,
eso estaría bien. ¿Lo hacemos hoy? Para no perder el tiempo.
—…para
tener claras qué expediciones hacer, y salir menos perdidos… Pues sí… si te
sientes animada podríamos hacerlo. A ver si nos da tiempo a pensar en todo.
—¿Nos
ponemos?
—Vale…
esto… ¿te parece bien que nos acabemos la shisha primero? Le queda sólo un
carbón más, y nunca rearrancan bien con el último…
—Vale,
como quieras. También teníamos que descubrir si la casa tenía pozo, ¿no?
—¡Bien!
Sí, es cierto; buena idea, se me había olvidado —expresa con jovialidad—. Oye,
guay, me apetece hacer algo antes de que nos acostemos… algo útil.
—Has
sido útil Álvaro. —¿Lo ha leído ella a él? No responde por unos segundos.
—Gracias…
—De
verdad, jope; ahora sabríamos muchas menos cosas si no… —Deja en suspenso el
final de la frase.
—Gracias…
Bueno… a ver, que al final harás que me ponga ñoño yo. —Pausa—. Qué más…
—¿Sí?
—A
ver… pensando en algo de a medio y largo plazo hay tres cosillas más que he
pensado.
—Dime.
—Lo
primero, deberíamos aprender a conducir en algún momento cercano… lo que
podamos al menos. No sólo nos permitiría movernos a conseguir cosas mucho más
lejos, si no para huir y para todo.
—Vale…
—De repente ríe un poquito—. Habrá que robar un coche.
—¿Qué
ocurre?
—No
sé por qué, pero me ha hecho gracia pensar que es ilegal que yo conduzca…
—Ya…
—Devuelve el gesto alegre aunque sin tener muy claro qué es tan divertido—.
También, los coches tienen radio… si no encontramos una… no sé… no entiendo por
qué no funcionan los móviles ni nada… pero podría merecer la pena intentar
estar atentos de vez en cuando a algo… y no hay electricidad.
—¿No
hay radios con pilas?
—Sí,
seguro.
—¿Crees
que alguien dirá algo?
—¿Eventualmente?
Supongo que sí.
—¡¿Sí?!
—Se emociona.
—No
sé, tampoco pongas esperanzas. Pero merece la pena, ¿no?
—Sí.
—¡Por
cierto!
—¿Sí?
—Deberíamos
pensar en tener la granada negra a mano cuando salgamos…
—Dijiste
que era muy importante…
—Ya…
donde no es importante es decorando…
—Vale…
Fuman
un poco antes de que nadie vuelva a decir nada.
—¿Y
las otras dos cosas?
—Sí.
También a medio plazo… no estoy seguro de si puede ser una buena idea o no…
pero a los zombis les atrae el ruido… ¿Y si pudiéramos hacer algo…? No sé muy
bien cómo, que hiciera un ruido alto y constante… lejos de nosotros, pero
tampoco mucho.
—¿No
querías evitar el ruido?
—En
general sí… pero había pensado que algo así podría mantener a los zombis
alrededor del ruido. Al menos a los tontos. Si está protegido y tal… podría
ayudarnos no sólo a mantener las inmediaciones despejadas, concentrándolos
allí, sino también, si algún día queremos, a facilitarnos el matarlos…
—¿A
todos?
—Bueno…
si vamos a quedarnos en este pueblo… estaría bien despejarlo de esas cosas,
¿no?
—¡¿Tú
crees que podremos quedarnos?! ¿Vivir aquí? —De nuevo se entusiasma mucho.
—Bueno,
relájate; día a día, ¿recuerdas? Pero está bien tener planes a medio plazo.
—¡Suena
bien!
—Tampoco
estoy convencido. Me preocupa también el efecto que pueda tener sobre los que
estarían lejos y que no pasarían por aquí, pero que oyendo el ruido vengan…
—Eso
también es verdad.
—…Hay
que analizar bien las posibilidades de esto.
—Jope…
¡es que es cierto que hay que pensarlo todo mucho! —protesta como a la nada.
—Si
queremos vivir, sí. —Se resigna por esta vez a no meterse con ella por el
“jope”; se ha prestado a jugar con él, mejor dejarla que se sienta ganar un
poquito—. Tú también hazlo, estoy seguro de que tendrás buenas ideas.
—No
sé… por ahora es que me pasé la mañana aquí encerrada —reprocha con cara de
broma—. ¿Dijiste tres cosas?
—Sí.
—Baja la cabeza como intento de disculpa—. Bueno, aunque la última es aún más
loca. Muy a largo plazo.
—¿El
qué?
—Cultivar.
—¿Cultivar?
—Sí…
—¿Sabes
hacerlo?
—…La
comida… ¿Qué? No. No tengo ni la más mínima idea. —Ríe.
—¿Entonces?
—Como
te iba a decir. La comida, mucha se va a ir poniendo mala. Al final sólo quedarán
latas. Seguro que aún en casas y tiendas hay muchas, pero también se agotarán…
Y más gente la irá cogiendo seguro. De hecho otra de las cosas que he pensado
es que donde vivamos deberíamos intentar fortificarlo un poco no sólo para que
pueda defendernos de zombis… pero bueno, a lo que iba… que habría que intentar
en algún momento descubrir cómo producir nuestra propia comida… En el pueblo ya
hay sembrados y cosas plantadas… Sería una pena que todo eso se muera por no
atenderlo. Es que no tengo ni idea de cómo funciona…
—Necesitaremos
libros o algo entonces… porque no hay internet…
—No,
no hay internet… Ni porno. ¡Perdona! —salta jocoso a la vez que ella va a
reprocharle.
—¡Cochino!
—Es
broma. Pero sí… precisamente. Creo que habría que pensar en cómo producir
comida, y dado los dos urbanitas que somos, necesitaremos libros o lo que sea
que pueda ayudarnos… y puestos a buscar libros, creo que deberíamos intentar
amasar todo el conocimiento que podamos. De plantar, de medicina, de climas de
España… hasta de guerra.
—Bibliotecas,
museos, casas… y demás, supongo; ¿no?
—Sí,
de donde sea… Tú eres la niña genio, así que prepárate; porque no te vas a
librar de estudiar ni por el apocalipsis.
—¡Jo…!
—Hace un parón poniendo ceño de protesta—. Es broma. En verdad me gusta
estudiar.
—Qué
rara eres…
—Habló…
—No
lo niego —ríe, y levanta la mano izquierda con el dedo índice hacia arriba,
como si se excusase—; pero tampoco lo corroboro.
—Yo
sí que lo corroboro. —Vuelven a sacarse la lengua—. Pero oye, ¡no pienso
estudiar yo sola!
—No
lo pretendía… pero algo me dice que se te dará mejor.
—Ya
veremos… Oye… ¿y la gente? Quiero decir, en el pueblo puede quedar alguien que
sepa, ¿no?
—¿La
gente?
—Sí.
Calla
un segundo meditando profundamente esa palabra sencilla, como si fuera extraña.
—¿Ves?
—¿Qué?
—Que
también necesito que me ayudes a pensar.
—¿Qué
quieres decir?
—Pues
eso, que directamente, en todo esto ni había pensado en la gente. Ni se me
había pasado por la cabeza. Daba por sentado que éramos tú y yo nada más. Es
decir, sí… la gente está ahí, como amenaza… pero no tiene por qué.
—Por
eso.
—Sí,
sí… Podríamos intentar tarde o temprano buscar hacer, o ser parte de un grupo…
Aunque deberíamos ser muy cuidadosos.
—Ya…
jo, y al principio la chica fue amable.
—Ya
te digo, no creo que las cosas puedan ser blancas o negras anymore.
—Ya…
Pasándose
la shisha, apuran unos cuantos minutos más, hasta que él, quejicoso, se levanta
dando por muerta la fumada, a voz de “Bueno, qué, ¿nos ponemos?”.
Tras
hacerse ella con papel, bolígrafo y lápiz siguiendo su indicación se reúnen en el
salón. Álvaro apunta “Libreta general: 30 pags. aprox. // Libreta personal: 50
pags. aprox. // Folios: 200 aprox.”. Las cantidades las apunta en lápiz.
—Diana…
hay muchas cosas que mirar… pero me gustaría empezar por el despacho…
—¡A
mí también!
Ofrece
chocar los cinco y ella acepta. Le tiende la mano después para que se levante y
él acepta.
Con
dolor, sube las escaleras. Llegar a suelo llano se siente como un alivio. Hay
que ver cómo se nota cualquier herida cuando la sufre uno, no en un videojuego…
Por
fin alcanza la habitación; Diana camina todo el tiempo un pasito por detrás de
él, la pobre debe de temer que pueda tener cualquier tropiezo.
Dentro,
ella se apresura a subir la persiana, está oscureciendo. Él sabe qué es lo
primero que ambos quieren examinar, descuelga la escopeta de su reposadera. La
extiende para que ella también pueda verla de cerca y la va girando
examinándola. Tiene dos cañones superpuestos uno sobre el otro, en metal negro.
La empuñadura es de madera oscura brillantita, con una muy leve forma de zeta.
Hay una palanquita con dos posiciones en un lateral y una pestaña que en
seguida descubre que permite abrirla. Puede ver entonces los dos tubos oscuros
y vacíos. Vuelve a cerrarla. En un lateral tiene un blasón pequeñito grabado
sobre el hierro, y en la parte superior reza “Browning – Special Steel 12” y varias palabras y siglas que desconoce.
—¿Qué
opinas?
—No
lo sé… parece guay, ¿no?
—La
verdad es que no tengo ni idea de si es de caza… de perdigones no parece… pero
tampoco soy nadie para decirlo.
—¿Tenemos
munición?
—No
lo sé… debería haber por aquí, ¿no? —Ella se encoge de hombros—. ¿Me ayudas a
buscarla? —Le asiente.
El
despacho tiene un escritorio principal y despejado salvo por un taco de folios
y un portabolígrafos, enfrentado a la puerta, con una lamparita enchufada sobre
él. En la pared opuesta a la entrada está la ventana. En un lado una estantería
rústica repleta de libros gruesos. En el otro, el expositor, la cabeza disecada
de un ciervo sobre la bodega de vinos y un armario de aspecto antiguo. Junto a
la puerta un armario empotrado.
Duele.
Él se acerca a los cajones de la mesa y empieza a abrirlos; la verdad es que
los cuchillos que hay tampoco tienen mala pinta, dos grandotes a un lado y
otros dos mucho más finos al otro. El primer cajón contiene una vara pequeñita
de afilar, no lo suficientemente profesional para sus futuros planes, y una
caja que revela anzuelos en su interior. El segundo cajón tiene dos libretas de
cuero y más bolígrafos, así como una pluma estilográfica. El tercero…
—¡Álvaro!,
creo que es esto.
Levanta
la cabeza. El armario empotrado está abierto, en él hay varios abrigos y
chaquetas gruesas con tonos marrones y verdes oscuros, así como abundantes
bolsillos. ¿Puede que sean prendas de caza? También hay cajones y una caña de
pescar inclinada. Sin embargo, el premio está en el otro, el de junto al
expositor. Con ambas compuertas abiertas, revela varias baldas, la superior con
una fotografía centrada de un hombre maduro junto a un pez del tamaño de casi
un codo, rodeada de unas figuritas en madera tallada. La intermedia posee más
anzuelos y cachivaches tal vez. Ya los mirará. En la base, hay una caja de
cartón grandota. Se acerca a Diana para examinarla con ella. Escondidas dentro
del cartón hay tres cajas, dos de ellas cerradas; con grandes letras “ARMUSA”
por ellas. La tercera, abierta y llena hasta la mitad, contiene once cartuchos
rojos de base dorada como se apresura a contar.
Frota
la espalda y aprieta el hombro de su compañera con intención de felicitarla mientras
extrae el primero. Ella lo mira atentamente. Lo pone entre los dos y luego
sacan la caja y la examinan. En la parte superior se lee que es una caja de
calibre “doce caza”, que contendría originalmente veinticinco cartuchos.
—Pues
sí debe ser esto —comenta entre intrigado y complacido—. Entonces tenemos…
—Sesentaiuno
si las otras están sin abrir.
—Gracias…
¡Qué bien, ¿no?!
—¿Son
buenos?
—Me
suena que sí… pero tendremos que probarlos… —Se fija en que ella tiene una cara
extraña—. ¿Estás bien?
—Sí…
es que me da un poco de miedo.
—Ah,
ya, es normal.
Duele.
—¿Pero
no sabes si son buenos?
—Te
refieres a si son… ¿fuertes, no?
—Sí,
eso…
—Pone
que es calibre doce… me suena de los videojuegos… es que no lo sé.
—Vale.
—¿Qué
te inquieta?
—No
lo sé…
—Dime.
—No
sé, es un arma muy grande, me impresiona…
—Pues
si la quieres será tuya. —Le sonríe.
—¿Y
tú?
—Yo
qué sé, ¿me la dejarás si me hace falta?
—¡Sí!
—Alarga mucho la “i”, con un tono como de decir una obviedad.
—Pues
ya está.
—Pero…
¿y si es para pájaros, y no los mata?, o yo qué sé.
—Por
eso la probaremos antes.
—¡Ya
pero al probarla, si falla será peligroso!
—Ya
lo haremos en una situación que podamos controlar, tranquila.
—Vale…
—¿No
estás contenta?
—Sí…
no… no sé. —La mira intensamente, tratando de provocar que siga hablando—. A
ver, es sólo que no me gustan las armas.
—Se
te hace rara la situación, ¿no? Alegrarte por encontrar una, digo…
—Sí,
eso…
—Es
normal, a mí también un poco.
—Pues
no lo parece.
—Ya
bueno…
—No
sé… parece que a ti esto te pareciera normal. —Su tono ha cambiado y ahora es
algo hosco.
—Sólo
intento ser positivo…
—Ya,
ya lo sé… Bueno, ¿seguimos con el resto de la habitación? —Parece intentar
cambiar de tema, aunque su voz sigue igual.
—¡Claro!
—responde con forzada energía. ¿Lo culpa por estar más tranquilo que ella ante
la situación? Tal vez en este caso haya hecho mal en forzar sonsacarla… a veces
se guardan cosas que al sacarlas se acentúan…
Sin
hablarse de nuevo más que para compartir lo que encuentran, empieza a apuntar.
Decide ir haciendo nota mental de la ropa y apuntarla al final.
“Anzuelos
de pesca: 40 aprox. // Brújula de latón: 1 // Mapas antiguos: 3 (investigar) //
Caña de pescar: 1 // Cuchillos de caza grandes: 2 // Cuchillos de caza pequeños
(¿Desollar?): 2 // Navaja rústica de punta roma (para tallar): 1 // Escopeta
“Browning” dos cañones: 1// Cartuchos calibre 12-caza: 61 // Botellas de vino:
14 // Cuadernos-diarios: 2 (investigar) // Libros: 100+ (investigar) // Reloj
de pulsera de cuerda, oro: 1 // Bolígrafos: 20 aprox. // Lápices: 5 // Gomas de
borrar: 4 // Sacapuntas: 2 // Pluma: 1 // Tintero: 1”.
Nada
más parece… dada la innecesaria tensión en el ambiente, tal vez sería buena
idea dejarla que esté sola un rato…
—Diana…
—Dime.
—Sigue como abstraída, ligeramente hostil.
—¿Te
parece bien que agilicemos trabajo? Me duele bastante al bajar y subir
escaleras; ¿nos dividimos entre las dos plantas? ¿Has visto cómo lo he estado
apuntando yo? —Le tiende un par de folios y bolis.
—¿Eh?
Como quieras… —Los agarra.
Sale
de la habitación, y justo para dándose la vuelta.
—¿Te
fiarás de lo que ponga?
—Sí…
claro, ¿por qué no iba a hacerlo?
—No
sé… —Sí que claramente está rumiando algo. Bueno, confiará en el criterio de
mejor no provocarla más—. ¿Cómo lo hacemos?, ¿luego ponemos en común?
—Sí,
vale…
—Bien…
Se
marcha definitivamente. Espera a oírla bajar las escaleras antes de moverse.
¿Ese último comentario…? ¿Puede ser por haberle dicho lo de si se había fijado
en cómo anotaba él las cosas? Sumado a lo que le reprochó… Se está preocupando
mucho de hacerla sentir valiosa. No, no cree que sea tanto que le esté echando
en cara ser mandón o algo así… más bien… cree que el pensarse usando la
escopeta o algo le ha impactado… tal vez irracionalmente le gustaría que él
también estuviera en este momento más preocupado por todo, y verle tomar el
mando o querer controlar alguna situación sólo le refleje aún más que él parece
estar bien y ella ahora mismo no del todo. Decide que eso tiene un poco más de
sentido… Realmente quiere esforzarse lo máximo posible por estar bien con ella,
es lo único que tiene. Más tarde, cuando naturalmente ella se relaje un poco, y
vuelva a estar a buenas con él, para que no sea demasiado obvio que lo hace por
lo ocurrido, se encargará de fingir un poco más de vulnerabilidad de algún modo…
Con todo lo que está pasando no cree que le vaya a ser difícil. ¡A trabajar!
Duele.
Habitación grande. Más ropa. Para el final. “Cepillos para el pelo: 2 // Peine:
1// Sobrecitos de naftalina: 10 // Mantas gruesas: 2 // Juegos de sábanas: 2”
Habitación pequeña. “Escoba: 1 // Recogedor: 1 // Toallas blancas grandes: 2 //
Toallas blancas pequeñas: 2 // Cepillos de dientes sin usar: 4 // Manta gruesa:
1 // Juego de sábanas: 1 // Albornoces de andar por casa: 4 // Alpargatas de
andar por casa: 2”. Ojalá hubiera mirado ahí antes… Tirará los del baño. Cuarto
de baño. “Cuchillas de afeitar sin usar: 12 // Jabón líquido de manos: 0,5
botes // Pastillas de jabón: 4 // Pasta de dientes: 0,5 tubo aprox. // Champú
líquido: 1,5 botes // Papel higiénico: 2 rollos // Gasas: 30 // Cortaúñas-Lima:
1 // Tijeras de uñas: 1 // Tijeras de pelo: 1 // Colonia de anciana: 1 //
Alcohol 98%: 0,75 botes // Betadyne: 1 bote // Esmalte de uñas: 1,5 botes
(rosa) // Quitaesmalte: 1 bote // Algodón: 1 bola // Maquillaje: 1 neceser //
Colutorio: 2 botes // Toallas grandes multicolor: 3 // Toallas de mano: 2”.
Bueno, pues ya está… Hay bastantes cosas.
—¡Diana!
¡¿Cómo vas?! ¡Por aquí he terminado, creo!
No
hay respuesta. Habrá pasado, ¿qué?, ¿media hora? ¿Seguirá molesta?
—¡¿Diana?!
Duele.
Se empieza a preocupar. Va hacia la ventana del despacho, y alza la persiana.
Si no obtiene mejores respuestas bajará a buscarla. La oscuridad le permite
ver, todavía, que la puerta del cobertizo en el jardín está abierta
—¿Diana?
—Esta vez procura susurrar.
Suenan
brevemente leves trastos chocando despacito y, al poco, asoma la cabeza la
muchacha.
—Hola
—susurra también. Parece distraída.
—Ya
he terminado por aquí, más o menos.
—¿Sí?
A mí sólo me queda esto. Ahora subo.
—Vale,
gracias. Oye, sólo me quedaría por apuntar nuestras cosas. Supongo que tu ropa
y demás prefieres mirarla y anotarla tú por separado, ¿no?
—Esto…
—Hace unos largos puntos suspensivos—. No, mejor que pongamos todo en conjunto,
¿no? Pero ahora subo y apunto yo mis cosas. —Entrevé que le sonríe. Menos mal…
—¡Claro!
—Devuelve el gesto. No desconfía.
Cierra
la ventana. Bien en ese caso… abre su mochila y anota. “Calzoncillos: 7 // Calcetines:
7 // Camisetas: 5 // Pantalones vaqueros: 1 // Gabardina: 1 // Pantalones de
chándal: 1 // Botas de montaña: 1 // Bufanda: 1 // Gafas steampunkeras: 1 //
Shisha: Shiwa // Tabaco de shisha: 4 paquetes aprox. // Carbón: 5 paquetes
aprox. // Maletín de cachimba: 1 // Agua: 0,3L // Granada negra: 1 // Cuchillo
jamonero: 1 // Martillo: 1 // Cinta de carrocero: ¾ de rollo // Paraguas
mediano: 1 // Laca en aerosol: 1 // Mechero soplete: 1 (50% aprox.) // Jabón en
pastilla: 1 // Cargador 9mm: 1 (13 balas) // Gomas para el pelo: 4 // Vendas:
10m aprox. // Cinturón portaherramientas: 1 // Reloj automático: 1 // Navaja
multiusos con cadena: 1 // Guantes de tela: 1 // Ropa sucia total: 6
calzoncillos, 5 calcetines, 4 camisetas, pantalones vaqueros, gabardina,
guantes”.
Duele.
Aprovecha el tiempo muerto para ponerse los últimos calzoncillos limpios… Y
tras valorarlo brevemente, una de las batas de invitados de la habitación de
invitados, bien abrochada, quedando desnudo salvo por la ropa interior.
Definitivamente, él al menos va a tener que utilizar la ropa de la casa hasta
que puedan lavar. La de hombre a él le queda ancha y corta, la de mujer a ella
seguramente le quede enorme en todos los sentidos… Y para ambos la moda es de
varias generaciones atrás… “¡Ains…!”. Procede a anotarla sucintamente. “Abrigos
de hombre: 2 // Abrigos de mujer: 3 // Chaquetas de caza y pesca: 3 //
Chaquetillas de mujer: 2 // Camisas: 4 // Blusas: 3 // Camisetas interiores de
hombre: 3 // Mono largo de forro (¿pijama de hombre?): 1 // Blusas de dormir: 3
// Ropa interior de hombre: 5 // Ropa interior de mujer: 6 // Sujetadores
enormes: 4 // Gorra de viejo: 1 // Bufandas de lana: 2”.
Siente
un repentino mareo leve acompañando una punzada desde su costado. Está a punto
de ponerse en guardia y nervioso, pero el cese de la desorientación le permite
tranquilizarse. Lleva un buen rato en que el dolor se ha ido incrementando,
constante y pesado. La pastilla debió de haber terminado su efecto. Se apoya
contra el escritorio del despacho a esperar que ella aparezca. Demora un rato
en que el malestar lo sigue acosando, pero por fin, oye primero la puerta de la
casa cerrarse con llave y luego a ella subiendo los escalones.
—Hola.
—Le sonríe.
—Hola…
Perdona, Diana, antes de nada… podrías darme otro ibuprofeno… creo que se me ha
pasado el efecto.
—¿Estás
bien?
—Sí…
más o menos.
—¡Voy!
—Saca de su mochila una caja de pastillas y se la pasa—. ¡Voy a por unas
galletas!
—No
hace… —Lo ignora, dejándole con las palabras en la boca— falta…
Va
y vuelve de la cocina con el paquete de galletas.
—Toma.
—Muchas
gracias Diana…
Coge
un par de ellas y las engulle, dando después un trago de agua para acompañar la
medicina. Se queda mirándola fijamente. Ella pone cara extrañada.
Sin
permitirle reaccionar, se lanza y la abraza fuertemente.
—Diana,
muchas gracias por todo. —Con voz casi de lágrimas—. De verdad… he tenido mucho
miedo de morir hoy. Si no hubiera sido por ti… Yo… sólo intento hacer lo que
hace falta, pero no sé si voy a poder…
Ella
se queda paralizada un momento, y después le aprieta también el abrazo, sin
demasiado, doloroso, cuidado, que él reprime.
—¡Claro
que vas a poder, Álvaro! Estoy aquí, voy a ayudarte.
La
aprieta un poco más por unos segundos y después afloja. Se separan hasta
quedarse mirándose a unos pocos centímetros. Después, esperando por una
fracción de segundo a que ella empiece, estallan en carcajadas los dos… Se
alegra. Duele.
—Bueno…
¿Cómo quieres que lo hagamos? —Corre ella un tupido velo.
—Eso
dijo ella…
—¿Qué?
—¡Nada!
—aventura apresurado y travieso—. Pues… Si quieres, puedo pasarlo todo a limpio
ahora, ordenarlo por categorías un poco, o lo que se pueda; que nos sirva para
organizarnos sobre todo.
—Vale,
entonces déjame que anote mis cosas primero.
—Sí,
claro.
—¿Te
encuentras mejor?
—Supongo
que cuando empiece a hacer efecto la pastilla sí…
Lo
mira con cierta pena y empatía. Después, coge uno de los folios que estaba
usando, y haciendo breves comprobaciones en su mochila, agrega unas cuantas
entradas más. Por fin, le llega la lista, con cierto pudor en el semblante de
su compañera.
“Agua:
19’5L aprox. // Arroz: 0’5Kg aprox. // Pasta: 0’5Kg aprox. // Cacahuetes: 6Kg
aprox. // Tomate en bote: 2 // Peras: 2 // Galletas: 15 aprox. // Sal: 0’7Kg
aprox. // Especias: orégano, perejil, ajo, pimentón dulce // Judías verdes en
bote: 1 // Cubiertos: 20+ tenedores, cuchillos, cucharillas, vasos, platos –
jarras 2, ollas 4, sartenes 3 // Bombona de gas: llena aprox. // Lejía: 1L //
Detergente: 1.5L // Lavavajillas: 0’5L // Bolsas de basura: 20 // Mantas de
lana grandes: 4 // Sabanas: 4 // Almohadas: 3 // Atizador: 1 // Fregona: 1 //
Cubo de fregona: 1 // Rollos de papel higiénico: 4 // Toallas largas verdes: 2
// Toalla de manos verde: 1 // Caja de toallitas húmedas: 1 // Pala verde
plástico: 1 // Azada pequeña: 1 // Caja de herramientas: destornilladores,
llaves, martillo… – Botes de clavos: 2 (100+), Botes de tornillos: 1 (50+) //
Sierra grande: 2 // Hacha pequeña: 1 // Cortacésped: 1 // Bidón de gasolina: 1
// Saco abono: 10Kg // Leña: 25 troncos aprox. // Mochila: 1 // Ropa limpia:
bragas 3, camisetas 2, calcetines 3, bufanda 1, abrigo 1, p. vaqueros 1, p. chándal
1 // Ropa sucia: bragas 4, camisetas 3, calcetines 4, p. vaqueros 1 //
Deportivas // Gafas de bucear: 1 // Champú: 0’33L aprox. // Compresas: 14 //
Amoxicilina 500mg: 50 cápsulas // Ibuprofeno 600mg: 38 cápsulas”.
Le
sonríe, agradeciendo la sinceridad con que la ha hecho; se percata de la
tontería de que él ha obviado apuntar su propia mochila y anota mentalmente
hacerlo luego.
—Muchas
gracias, está muy completa, la has hecho exactamente igual que yo.
—Eso
me pediste, lo he intentado…
—Está
genial, de verdad.
—Me
alegro.
—Mañana,
si te apetece, me gustaría ir a catalogar más a fondo la caja de herramientas,
¿quieres que te enseñe para qué sirven y demás?
—¿Lo
he hecho mal?
—¡No!
Para nada; simplemente quiero ver exactamente qué tipo de herramientas tenemos.
¿Tú las conoces bien?
—No
mucho, la verdad…
—¡Pues
mañana te enseño!
—Vale.
—Sonríe tímidamente.
—En
fin, voy a ponerme con esto… me va a llevar trabajo ponerlo todo en común,
catalogarlo…
—¿Quieres
que haga algo?
—Lo
que tú quieras…
—¿Lo
hacemos juntos?
—Si
quieres…
—Sí.
—
Perfect.
Les
toma algo más de quince minutos juntarlo todo y dividirlo en varios grupos para
que se encuentre todo en una sola hoja, visualmente rápido. Duele.
—Sí
que tenemos poca comida…
—Ya…
¿Tienes hambre?, ¿quieres que haga algo de cena?
—Faltaría…
lo haríamos juntos… pero no tengo mucha hambre, ¿tú?
—Tampoco…
—¿Quieres
hacer algo?
—No
sé… ¿tú? ¿Quieres que prepare otra shisha?
—¡¿Tú
quieres?! —Ríe mucho, no quiere que sea tampoco tan servicial con él. Agradece
que se preocupe de que le duela, sin embargo—. Por mí no, pero si a ti te
apetece, claro.
—No,
no, era… por hacer algo juntos…
—Ya
hablaremos de Juego de Tronos, seguro
que tendremos más cosas en común.
—Supongo…
—Ahora
mismo estoy un poco cansado, la verdad, querría aprovechar para dormir pronto,
a ver si se me pasa un poco el dolor.
—Yo
no estoy cansada, pero sí que tengo algo de sueño.
—¿Quieres
que intentemos dormir un poco?
—Vale.
—Se levantan—. ¿Dónde…?
—Eso
estaba pensando… Deberíamos dormir arriba.
—Sí.
—Quédate
tú con la habitación grande, yo me voy a la otra.
—¡No!
Tú necesitas más que yo la cama grande…
—¿Para
qué?
—No
sé… tendrás más espacio para moverte… que te duela menos.
—
¡Bah! ¿Qué clase de caballero sería si me quedase yo con el mejor sitio?
—¡No
me importa! ¿Qué más da?
—¿Segura?
—Sí. —Alarga mucho la “i”.
—Vale…
Duele.
Diana coge su mochila y salen del cuarto, la acompaña hasta la puerta de su
habitación. Ella se detiene un rato en el umbral.
—¿Pasa
algo?
—No…
—Venga,
dime.
—Es
que, me da miedo dormir sola. No siempre —apresura mientras él ríe un poquito—,
quiero decir… ahora.
—Es
verdad, no hemos dormido solos desde que estamos juntos…
—No…
—Está
bien, me quedo la otra cama entonces. —Señala la segunda cama individual del
cuarto.
—No,
no, vamos a la otra, quiero que estés bien…
—Estaré
bien, de verdad. —Duele.
—¡Que
sí!
Empujándolo
suavemente, regresan al pasillo y cruzan hasta el cuarto de matrimonio. Está
bastante oscuro. Ambos se quedan quietos mirando la cama grande y el espacio
vacío a sus pies. Ella se recoloca el peso, cree que incómoda. Cruzan la vista
y ella la aparta. Vuelven a mirarse. Se asienten.
Vuelven
por el pasillo coordinados hasta el cuarto de invitados. Él se coloca junto a
la cabecera de la primera cama, ella a los pies.
—¡Vamos!
—dice él sabiendo que le dolerá, pero fingirá que no.
En
un movimiento arrastran el somier y colchón lejos de la pared, luego él se
coloca detrás y aúpan. Deja que ella cargue el peso, encargándose más bien de
equilibrar nada más. Aun así, su costado le sacude leves destellos azul
verdosos. Resoplando llegan al pasillo y se detienen.
—¿Estás
bien?
—Sí,
sí… ¡Vamos!
Vuelven
a cargar el peso hasta ponerlo frente al dormitorio principal. Gracias a que
está el cuarto de baño enfrente, ladeándolo primero e introduciéndolo esquinado
un poco, pueden girarlo hasta que queda perpendicular a la cama grande. Unos
últimos empujones y, tal vez rayando el parqué, queda bien centrado. Su largo
es prácticamente idéntico al ancho de la otra cama. Vuelven a chocar los cinco,
contentos.
—Si
no quieres sudar la ropa por la noche… Hay otra bata como esta en la habitación
de invitados.
Ella
lo mira breve, como dudando.
—Gracias…
Se
marcha. Él aprovecha para ir a mear, enjuagarse la boca, volver a revisarse con
la escasa luz el enorme derrame y dar un trago de agua de una de las botellas. Duele.
Comprueba las sábanas en que va a dormir, están secas, pero huelen sutilmente a
humedad. Recuerda que la noche pasada, en el sofá, sin nada, pasó un poco de
frío. Saca un par de mantas gruesas y deja unas dobladas sobre la cama de
Diana. Las suyas las extiende perezosamente, sin ganas ni aguante de ponerse a
hacer la cama mejor.
Ella
aparece en la penumbra, bien envuelta en la tela, parece que con cosas entre
las manos.
—Hola.
—Hola.
He subido las galletas y una pera, por si te levantas antes que yo sin ganas de
bajar.
—En
serio, eres un sol…
—Gracias…
Deja
la comida en la mesita de noche junto a él y se sienta en su cama, con una
breve exclamación seguida de un “gracias” al encontrar la manta.
—Perdona,
¿has comprobado las persianas?
—Sí,
sólo estaba un pelín abierta la del baño. La he dejado así…
—Vale,
me parece bien. ¿Te importa bajar del todo ésta?
—No.
Se
hace la oscuridad absoluta.
Él
deshace las ropas por una esquinita, sintiéndola a ella hacer igual, y se
tumba. De repente se da cuenta de que va a dormir en cama de nuevo, por fin,
desde que salieron juntos de Madrid. Está fría, pero le da igual, la comodidad
lo estrangula pegajosamente; ya se calentará. Aun así, duele.
—Pues…
buenas noches.
—¡Buenas
noches!
Poco
a poco, el confort va tornándose en la incapacidad de relajarse y dormir por
las constantes molestias. Lastimeramente va dando parsimoniosos tumbos. Ella
respira profundamente, casi con amago de graciosos ronquiditos.
—¿Diana?
—Ella produce un gemidito por respuesta—. Gracias por cuidar tanto de mí. —Otro
gemidito.
Encontrando
una postura, tal vez, ligeramente mejor, vuelve a cerrar los ojos sonriendo.
Duele.
El
sueño va dando paso a la consciencia, y ésta al calor del sudor inquieto, y la
inquietud al dolor, que nunca se había ido realmente. Trata de evitarlo, algo
dentro de él lo intenta, pero ese algo aún no se ha despertado, y grita de
dolor. Duele, joder, duele. Duele mucho.
Está
incorporado, sudando, con los ojos abiertos sorprendido de sí mismo, de la
realidad. La realidad tranquila y en penumbra amarillenta de la habitación. El
torso de Diana, erguido y atento como un suricato, aparece en su campo visual.
Por la persiana se filtra algo de día.
—¡Álvaro!
¡¿Qué te ocurre?!
La
voz le suena lejana al principio, pero como cobrando presencia poco a poco, al ritmo
que el pico de dolor mengua… ni siquiera es que mengüe exactamente, sino más
bien su consciencia de él… como si simplemente lo hubiera sorprendido muchísimo
su intensidad al despertarlo.
—¿Álvaro?
Dime qué te pasa por favor.
—¿Eh?
—Se lleva una mano a la cara y la arrastra apartándose la pringosa película que
tiene sobre la frente, patilla y cuello. Con el brazo opuesto se sujeta
semiconscientemente el costado, reconfortándose vagamente—. Nada, Diana,
tranquila… esto… perdona.
—¿Qué
te pasa?
—Nada,
me ha despertado el dolor… sólo eso… vuelve…
—¡Voy
a por un ibuprofeno! —Propulsada por un muelle fantasmal, salta de su cama.
—…a
dormirte si quieres. —Está llegando a la puerta—. No hace, —sale—, falta, ya…
voy yo…
Se
deja caer hacia atrás, dando suave con la nuca contra el cabecero. Duele. No la
nuca, el costado. Duele el maldito costado que se quiere arrancar. Ella regresa.
—Tómate
la pera con las pastillas al menos.
—Vale.
—No tiene hambre, sólo ganas de que desaparezca el dolor—. Siento haberte
despertado…
—Llevaba
un ratito despierta, tranquilo.
Ella
le acerca la botella y le corta los trocitos de la fruta. Él traga y después se
vuelve a tumbar. “¿Qué hora es?”. Las nueve y diez según su reloj. Vuelve a
dormir. A ratos siente que su amiga entra y sale. A veces hace algo, a veces,
cree que sólo comprueba que esté bien.
Vuelve
a despertar. Parece que duele mucho menos. Intenta levantarse de la cama y
siente las piernas muy pesadas, recorridas por entretejidas agujetas. Todo el
cuerpo se siente un poco abotargado. Y la tripa le suena de repente y
severamente demandante. Y le duele.
Debe
de haber hecho ruido, porque aparece. Diana apresurada.
—Me
encuentro bien, tranquila. ¿Tú cómo estás? —Con esfuerzo, logra sentarse y
ponerse las alpargatas. Los dos en batitas, él azul, ella marrón, seguro son un
buen cuadro.
—¡Bien!
He estado haciendo los macarrones…
—¡Gracias…!
Estoy canino.
—¿Te
los subo?
—No.
Creo que debería moverme un poco.
—Vale,
te ayudo. —Lo coge colocándose su axila tras la nuca y lo acompaña a
levantarse—. Les he echado tomate… un poco de todas las especias que había… y
lo poco que quedó del arroz.
—Macarrones…
—Pone voz de Homer Simpson—. Me gustan mucho, gracias. Pero no quiero que sólo
cocines tú…
—Ya
lo haremos juntos cuando estés bien, ¡plasta!
—Gracias…
Uf,
las piernas le tiemblan un poquito al andar por el pasillo, sí está débil, sí.
Mira la hora, la una y cinco; ha dormido más de doce horas… Llegan a las escaleras. Dolor. “¡Aú!”,
“¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”, “¡aú!”;
duele absolutamente todo, los cuádriceps al levantarlos, los gemelos al
apoyarlos… DUELE. Resopla con la cara apretada. Siente que Diana le va a
preguntar, pero él la interrumpe apretándole el hombro, intentando decir, “todo
va bien”.
Como
el día anterior, su compañera ha preparado el salón para que entre algo de luz.
Comen.
De cuando en cuando suena algún crujido, reminiscencia del original plato
anterior. Están muy sosos sin nada de guarnición, pero nota como le van cayendo
genial al estómago. ¿Puede ser que el dolor esté volviendo a aumentar?
—Están
muy ricos.
—Gracias.
—¿Qué
has estado haciendo mientras dormía?
—No
mucho… me he duchado…
—Sí,
ahora me ducharé yo.
—…He
ojeado las cosas que teníamos. ¿Necesitarás ayuda?
—¿Has
visto algo? No, gracias, me las apañaré.
—No
me importa si lo necesitas.
—De
verdad, no te preocupes.
—Vale.
Silencio.
Duele.
—Pues
he echado un ojo a los libros del despacho.
—¿Algo
útil?
—Parece
que le gustaban mucho Pío Baroja y Galdós…
—Qué
original… casi parece lo que un escritor poco imaginativo pondría en las
estanterías.
—¿Qué?
—Nada…
un lugar común, un cliché para una casa como ésta.
—También
había unas enciclopedias de fauna y flora de Cuenca. Creo que estamos en
Cuenca.
—Ah,
bueno. Eso sí puede ser útil… aunque sigue siendo igual de poco original.
—¿Qué
querrías que hubiera?
—No
sé… unos cuantos mangas me habrían sorprendido.
—¿Mangas…?
—Cómics
japoneses…
—…¿Eso
no son los dibujos japoneses esos?
—Sí,
eso.
—No
me parece que le peguen nada al tío de la foto, ¿no?
—No…
por eso habría estado guay.
—A
ti sí te pega…
—Lo
sé. ¿Has leído o visto algo?
—¿Sin
Chan cuenta?
—Cuenta
supongo…
—No
me gusta mucho…
—Ya…
—Leí
un poco… pero es mucho.
—Habrá
tiempo.
—Por
cierto, ¿crees que podría aparecer el dueño de la casa?
—No
lo sé… podría. Es poco probable supongo, pero si está vivo, seguramente quiera
venir aquí.
—Es
un buen sitio. ¿Y qué haríamos?
—Pues…
—Alarga la “e” —. Supongo que si le apetece podríamos compartir la casa con él.
Si no… ¿defenderla?
—Pero
es suya. —Él la mira intensamente—. Ya… pero…
—¿Querrías
dejar todo esto?
—No…
—Pues
ya está…
—Pero
no me parece justo.
—No
lo es.
Callan
por un rato. Duele. Ella se ensimisma hasta que prorrumpe de golpe casi
alertándolo.
—Si
nosotros hemos llegado hasta aquí, podría hacerlo más gente.
—Sí…
—He
pensado que podríamos mover los cofres a nuestro cuarto… dejar las cosas ahí
bajo candado o algo.
—Serviría
de algo supongo… depende del tiempo que tenga quien viniera.
—Tal
vez deberíamos hacer guardias. O algo…
—No
es mala idea, lo he pensado… pero sólo somos dos… sería muy cansado para quien
hiciera la guardia… Por ahora creo que podemos confiar en dejar todo cerrado y
que el ruido nos despierte.
—¿Y
cuando salgamos de la casa?
—Pues
no lo sé.
Parece
quedarse turbada.
—Tenemos
muy poca comida —Vuelve a arremeter—. Pensé en salir a por algo, pero quería
esperar a que estuvieras despierto al menos.
—No
quiero que salgas sola, Diana.
—Tú
no puedes salir…
—Da
igual.
Ella
permanece mirándolo, no sabe muy bien si molesta o preocupada.
—Por
cierto, ya no tienes ojeras. —Le sonríe.
—¿En
serio?
—Sí.
—Voy
a ducharme, a ver si se me pasa un poco el cansancio con el agua fría.
—¡Es
un horror!
—Créeme,
lo sé.
—En
cualquier caso, hasta dentro de un par de horas como mínimo no deberías tomar
más ibuprofeno…
—Ya…
Se
levanta y lleva su plato y el de ella a la cocina. Duele. Diana ha dejado un
rollo de papel higiénico junto al fregadero. Ha sobrado como media ración para
cada uno para la cena. Con él hace una pequeña bolsita de papel y recoge los
escasísimos restos que han dejado y friega rápidamente los cacharros, justo a
tiempo de que ella aparezca confusa.
—¿No
te ibas a duchar?
—Tú
has cocinado, qué menos.
Le
tuerce el labio como reproche amistoso.
—Vete
a duchar anda, ya termino yo.
—Vale…
—Alarga muchísimo la “a”—. Por cierto… tendremos que pensar qué hacer con la
basura también.
—Sí…
es verdad. Estoy dejándola en bolsas por ahora.
—Ya,
sí, no queda otra… pero empezará a oler.
—Y
si la dejamos cerca podría atraer cosas…
—Exacto.
—¿Enterrarla?
—Puede…
pero parece mucho trabajo, ¿no?
—No
lo sé.
—Bueno,
ya se nos ocurrirá algo. Me voy a duchar.
—Hasta
ahora. Si me necesitas pégame una voz.
—Descuida.
Escaleras…
Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Al
menos el cuerpo empieza a responderle mejor.
Cagar,
con dolor en el costado al apretar. Agua congelada con destellos azul-morados
cada vez que fuerza el brazo. Maldice a su cerebro y su constante necesidad de
informarle de que algo está un poco roto dentro de él. ¡Que ya lo sabe, joder!
Finalmente, calzoncillos usados. Y con todo, sabe que “ni tan mal”.
Comprueba
el enorme moratón… más bien “verdotón” ahora. Tiene una tonalidad indescriptible
entre el violeta en el centro y verde amarillento por los bordes. Sin embargo,
juraría que ha decrecido un poco de tamaño. Examina también sus uñas y ojos.
Parecen normales ya. Sea lo que sea que haya pasado. Y como por arte de magia
la nuca se le ha desinflamado por completo casi, y sólo queda recto el corte,
ligeramente abultado. Escuece pero sin irritación ahora. Casi pasa a molestarle
más notar una pequeña calva a su alrededor, que espera que la melena tape por
completo. Vuelve a empapárselo de abrasador alcohol por si acaso.
Sale
de nuevo en bata y alpargatas. Hace un poco de frío, pero quiere posponer ir
sudando ropa, ya sea suya o del viejo. Ni siquiera sabe su nombre… qué
descortesía, ríe internamente.
Coge
los tabacos de la cachimba y baja. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele.
Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Consuela a la apresurada Diana de que todo
sigue bien. Está muy mona ella en la batita, la verdad. Por unos instantes se
acuerda de su hermana, pero sacude físicamente la cabeza para alejar los
pensamientos.
—¿Te
ocurre algo?
—No,
nada. Por cierto, había estado pensando, creo que deberíamos dejarnos las
mochilas preparadas, con lo que podamos meter imprescindible, por si tenemos
que salir perdiendo el culo.
—No
quiero pensar en volver a estar andando días…
—Sin
saber ni dónde dormir… ya.
Le
da un puñetacito en el hombro a su amiga. Amiga… Familia… la persona que tiene… Se pone a hacer la
cachimba, ahora él algo turbado.
En
el salón pierden el tiempo, sin nada demasiado claro, demasiado dañado él como
para que puedan hacer gran cosa… Hacen algo de pereza, parece que ambos, por
ponerse a leer las cosas que tienen, que es lo único que podrían hacer.
Juegan
a las cartas bastantes rondas, consumiendo el tabaco juntos. Al final de la
tarde está él con los pies sobre la mesa, mirando al techo desesperado,
esperando a que el nuevo ibuprofeno haga efecto. Mientras Diana, concentrada,
pero claramente aburrida, construye estoicamente efímeros castillos de naipes.
Cuando
de golpe se derrumba uno, exclama exasperada que mañana irá a por comida, que
al menos merecen poder comer cuando y cuanto quieran, casi como una protesta al
más allá. Él la mira seriamente. No cree que deba prohibirle nada
autoritariamente, pero a la vez no quiere permitir que eso ocurra. Si le pasara
algo porque él está estúpidamente inútil no se lo perdonaría.
Como
si una campana la salvara, inconfundible, suena el aporrear de algún zombi
contra la verja. Juraría que la ve levantarse casi aliviada… puede descargar
algo de rabia al menos.
—¿Me…?
—Claro
—atraviesa veloz, jugando.
—¿…Prestas
el cuchillo?
Le
sonríe guiñando un ojo a la vez que ladea la cabeza hacia las escaleras. Sube.
Vuelve a bajar con el arma en las manos. La despide asintiendo mientras
descorre la cerradura. Cuando abandona la casa él se yergue del sofá y va a la
planta de arriba. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele.
Duele. Duele. Duele. Coge el paquete de galletas, al que le deben de quedar
unas diez, y lo baja de nuevo. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele.
Duele. Duele. Duele. Duele.
Tarda
un ratito en regresar.
—Lo
he tirado a la zanja tras el camino al menos.
—¡Genial,
ya no te dan miedo esas cosas! —Levanta el pulgar.
—Un
poco…
—Bueno,
eso es normal. Toma. —Le lanza el paquete de galletas cuando ya está cerca
fuera de riesgo de fallo—. Cómetelas o las tiro, que sé que las estás guardando
por mí.
—No
hace falta, no me apetece…
—Sí
que te apetece, di la verdad.
—Bueno,
un poco.
—Pues
ya está, tuyas. Yo no pienso tocarlas.
—Gracias…
—No,
gracias a ti.
Conforme
la luz empieza a tornarse anaranjada aprovechan para picar los macarrones que
sobraron y subirse al cuarto. Acuerdan que, sin valor ni medios para encender
luces nocturnas, procurarán despertarse temprano y cambiar los horarios para maximizar
las horas de sol. Pasan los baúles y deciden que ella apoye los pies de su cama
contra la puerta cerrada, de modo que sirva de una última barrera y alarma en
caso de que algo sigiloso llegara hasta allí. Él no sabe muy bien qué hacer con
su baúl, pero ya guardará algo dentro.
Finalmente,
sin cansancio alguno, se tumba a intentar dormir como ella. Y duele.
Se
levanta recordando una noche de muchas, muchas vueltas. Al menos esta vez no se
despierta en agonía. Lo que no significa que el dolor haya cedido lo más
mínimo… ¿o sí?, ¿puede que un poquito? Prueba a intentar girar el torso desde
los hombros, que es el movimiento que más lo resquebraja. Despacito, despacito…
horribles pinchazos de azul y dorado. Para. Sigue ahí. “Of course”.
La
habitación se ilumina de blanco celeste, párvulamente amarillo… Y Diana no
está. Teme lo peor. La puerta sigue cerrada, pero la cama ya la han arrastrado.
Agotado de los giros y giros en el colchón no debió de enterarse. Se levanta
con el mayor apremio que se atreve, ignorando los flashazos incapacitantes en
su mente. Abre y trastabilla hacia las escaleras en profunda penumbra.
—¿Álvaro?
—Menos mal…
—Buenos
días Diana —profiere tratando de ocultar de su voz el pulso acelerado; mejor no
inducirle la más mínima sospecha que le pueda hacer recordar sus ganas de salir
hoy—. ¿Qué tal?
—Bien.
—Se está acercando al nacimiento de los escalones—. Te he dejado la última
media pera. No queda nada más…
—¡Muchas
gracias! Espera, bajo…
—¿Te
lo subo? ¿Seguro?
—Sí.
Otra
vez los once escalones… No obstante, ya no está bajo los efectos del ibuprofeno
si lo piensa, y duele parecido a ayer… se atreve a atisbar optimismo. Pero
duele.
Por
fin llega hasta su medio tentempié. Se sienta en el sofá con él. Ella se pone a
su lado.
—¿Qué
tal?
—Bien.
—Mira al frente, al vacío, termina los últimos bocados… hasta la hora de la
comida. Además, tan temprano, hace frío en la casa.
—¿Te
encuentras muy mal?
—No,
no mucho… – Ella le acerca la pastilla.
—Gracias.
Quedan
en silencio. Toma consciencia de que ella lo está mirando. Le irrita un poco,
no le apetece pensar ahora en qué hacer. Quiere volver a dormir. ¿Qué habrá
aprovechado? ¿Cinco horas, seis a lo sumo? Mira el reloj. Las ocho menos cinco.
Prometieron aprovechar el tiempo…
—¿Quieres
que nos pongamos a mirar los libros del despacho? —acaba prorrumpiendo casi
condescendientemente.
—¡Vale!
—salta ella con energía, aunque claramente algo temerosa.
—Vamos…
—No,
bajo yo unos cuantos. —Lo retiene poniéndole una mano en la pierna.
Da
un saltito y trota; volviendo al poco abrazada a cuatro enciclopedias bien
gordas.
—¿No
has cogido los cuadernos del viejo o los mapas?
—No…
—Tras mirarlo unos segundos da cuarto de vuelta y empieza a caminar de vuelta—.
Voy ahora mismo.
—No,
no, déjalo, ya lo miraremos otro día.
Ella
se queda plantada entre él y la escalera, y por fin se sienta cogiendo uno de
los tomos. Él se deja desnucar casi un minuto y después enfrenta los volúmenes
sobre la mesa a lánguido quejido. Agarra uno sobre plantas de la península
ibérica y lo abre primero por el índice. Después, sin apenas leerlo, como
fastidiado por no haber encontrado lo que quiera que debiera haber encontrado,
lo descorre hasta una página aleatoria, con varias fotografías en los márgenes.
Al
cabo de casi una hora se da cuenta de que apenas habrá leído cuatro páginas, de
las cuales a aún menos habrá prestado atención; encima de nada que parezca
mínimamente útil. Y de que Diana lo está mirando de soslayo cada poco, sin
decir nada.
Cierra
de un portazo ambos lomos y, muy dignamente, se yergue a voz de “voy a darme
una ducha”. Deja caer, sin demasiado descontrol tampoco, el manual sobre el
sofá y empieza a cojear hacia el baño superior. La pastilla está empezando a
trabajar. Por primera vez calificaría subir como algo muy desagradablemente
molesto, y no como algo doloroso hasta lo obsceno.
Caga
escasa y mecánicamente… abstraído. Por fin bajo el agua que casi da calambres
empieza a reflexionar. ¿Por qué diablos, si está empezando a poder sentirse
algo optimista sobre su dolor, está comportándose tan rayano a lo gilipollas
con Diana hoy?
Medita
lo que sabe que es poco tiempo, deseando escapar cuanto antes de los lametones
de la ducha que lo tiran directamente “más allá del muro”; pero que vive como
una eternidad. Concluye que ayer forzó la máquina, sacando una buena actitud
imposible dada su condición. Y está claro que no dormir bien, levantarse tan
jodidamente temprano, que le duela constantemente y tener que ducharse con agua
fría no está ayudando. “Está bien Álvaro, contrólate; que lo último que se
merece es que seas tan capullo como sabes que puedes llegar a ser ahora mismo
con ella”.
Decide
que tiene que cambiarlo de golpe. Pero no debe volver a forzarse… eso no es
sostenible y acabará poniéndole todavía peor. No, tiene que llevarla a su terreno,
a algo que pueda disfrutar y no se le antoje tedioso, algo que en vez de
mantenerlo de mal humor lo anime.
Sale,
se cepilla los dientes y se resigna a ponerse sus últimos calzoncillos limpios…
Después tiene los del dueño…
Regresar
duele… “No importa Álvaro, no importa… ¡Joder, puto dolor!”.
—¡Buenos
días de nuevo!
—Hola.
—Ella sonríe tímida—. ¿Fue bien la ducha?
—Sí,
sí… —La pobre tiene un libro entre las piernas, claramente está intentando ser
productiva—. Oye… Tengo hambre… y no tenemos que comer hasta el almuerzo, así
que lo sustituiré con fumar. ¿Me acompañas a hacer la shisha?
—¡Sí!
—Parece que se ha puesto contenta… No cree que sea exactamente por la cachimba.
Una
vez se juntan y empiezan con la labor de cambiar el agua, cortar el tabaco,
etcétera, él inicia el, espera, gentil interrogatorio; recordando su reciente
ducha.
—Bueno
a ver, hoy no te libras. “Winter is
coming”. ¿Por qué te gusta Juego de Tronos
y huyes de otras cosas frikis?
—¿Qué?
Y
así, pronto en el salón, alejándose ambos de la enciclopedia temática por un
rato, empiezan a charlar largamente. Al principio le cuesta, pero al cabo ella
acaba hablándole con verdadera pasión, como él. Hasta discuten alegre pero
enérgicamente sus discrepancias sobre varios puntos de la serie y los libros.
La
primera hora la pasan hablando estrictamente de lo relacionado con las obras de
George R. R. Martin. Pero sin dificultad pasan de ello al debate
político-social; partiendo del presupuesto tácito ambos de que, bueno, de que
no hubiera zombis en el mundo, claro. Y de esto a la filosofía casi pura; la
cual, como tirando de una cuerda de rescate invisible, les devuelve a los
libros de Canción de Hielo y Fuego. Y
una nueva derivación de la charla, esta vez por los derroteros de lo más
fantástico de ese mundo, le abren las puertas de empezar a hablarle de muchas
otras ficciones que conoce, reservándose el tema de los libros de ciencia
ficción para un futuro en que puedan constituir un debate autónomo, sobre todo de
animes y mangas que le encantan. Y se asegura de vendérselos bien, pero aun así
ella demuestra mucho interés conforme le va hablando de los argumentos de Tengen Toppa, Sword Art Online, Samurai
Champloo, Full Metal Alchemist… y
muchos que no le gustan tanto pero cree que puede venderle de tal forma que le
despierten el interés por ese mundo. Videojuegos otro día; además, se ve capaz
de acabar haciéndose con unos mangas si terminan pudiendo visitar alguna ciudad,
pero no ve en qué circunstancia podrían disfrutar de un ordenador o una
consola.
El
hambre va aumentando mientras la shisha se consume. Han picado algunos
cacahuetes, pero hasta eso que por ahora tienen en abundancia quieren
conservarlo. En lapsos muy breves de tiempo hasta consigue olvidarse de los
pinchazos que le produce simplemente reír. Apenas son las doce menos cuarto de
la mañana, pero ambos coinciden en ponerse con la comida. El sol está casi
sobre sus cabezas al fin y al cabo, comprueban. Todavía queda pasta para
cocinar otros dos platos generosos, que podrían quizás dividir en dos días
separados, la lata y abundante arroz. Deciden abrir las verduras y mezclarlas
con el arroz una vez haya cocido. Él presta bastante atención a cómo
interactuar con él, y va asistiendo a Diana, dándose cuenta de que dos no
agilizan mucho más el trabajo de lo que lo haría uno, pero intentando sentirse
útil. Quiere evitar caer en una doblemente mala dinámica de género. El
principal problema es el agua que se les está acabando. Se han resignado a
cocinar con el agua del grifo, esperando que cocerla pueda matar cualquier cosa
que contenga. Pone la mesa y tras dejar que se enfríe un poco proceden a
alimentarse. Duele.
—¿Teníamos
una pala, verdad? —deja caer mientras ella mastica.
—¿Qué?
—Boca llena—. Sí. —Tras tragar y limpiarse un poco los labios.
—¿Quieres
que ahora después de fregar miremos si tenemos pozo propio o qué? Y lo de las
herramientas…
—Vale.
¿Cómo vamos a mirarlo?
—Si
la fuente del jardín está sobre un pozo, debería ser una estructura hermética
hacia abajo… de ladrillo o piedra o cemento… podemos excavar para mirar.
—¿Sí?
—Sí.
—¡Guay!
Ojalá… Después me ducharé.
—No
hueles mal si te preocupa.
—No,
no…
—Vale.
Friegan
juntos. Duele. La basura sigue siendo un problema creciente. Después van hasta
el cuarto trastero y llevan la pala hasta el grifo de manivela. Que sea de
manivela le da esperanza, porque significa que bombea su propia agua. Al
principio intenta ponerse él, pero excavar hace que le duela demasiado y se ve
obligado a pedirle a ella que continúe. Se siente mal, pero ella parece aceptar
hasta contenta. La pobre pone mucho esfuerzo. Él va guiando para que
profundicen paralelo a la base de cemento en que descansa la fuente. Pronto
ella pide un momento sin embargo, porque con la bata no se apaña, amenaza con
desabrochársele todo el rato, y marcha para regresar al poco vestida.
Cuando
llevan un agujero centrado, de casi un metro de profundidad, que va dejando
expuesto un perfil gris de concreto endurecido, apoya una mano contra su hombro
y le sujeta la pala.
—Para.
¡Mira! Yo creo que es suficiente… con todo lo que hemos… has levantado y se ve
que eso continúa… Podríamos levantar todo alrededor para comprobar que no llega
ninguna tubería… pero… Esto es un pozo.
—¡¿De
verdad?! – Ella le sonríe.
—Estoy
casi totalmente convencido…
Decide
arriesgarse. Le pide que le bombee agua. Se agacha para alinear su boca y deja
que le entre un buen trago. Duele. La retiene y saborea. Claramente tiene un
gusto mucho más denso que el de la ducha.
—¡Prueba!
Está fresquita. Sabe un poco fuerte, pero es normal.
—¿Seguro?
—¡Prueba!
Ahora
bombea él con el consecuente pico de dolor y ella pone su cara bajo el chorro.
—¡Es
verdad!
—Te
lo he dicho. Qué poco te fías.
—¡Sabes
que me fío de ti!
—Lo
sé. Era broma.
—¡¿Tenemos
agua?!
—
“Sipe”.
—¡Qué
bien! —Está a punto de saltarle encima pero la ve contenerse en el último
momento y darle un puñetazo en el hombro bueno, claramente imitándolo.
—Pero
no creo que esta agua vaya hasta la casa… Mejor la cogemos toda de aquí,
incluida la de cocinar.
—Vale,
sí, podemos llenar algún cubo… aunque no tenemos.
—Eso
se encuentra fácil, seguro.
—Sí.
¿Sería buena idea cocerla de todos modos?
—Yo
creo que sí… El agua de pozo puede tener alguna cosilla. Pero en teoría —pone énfasis en esa última
palabra—, está hecha para que sea potable…
—Voy
a llenar una cacerola y ponerla a cocer entonces.
—Vale…
con una olla tendremos para beber varios días, ¿no?
—Yo
creo que sí… Luego podemos guardarla en la nevera. Como es hermética podemos
usarla como almacén de agua y que no se nos ponga rancia.
—¡Vale!
Vuelven
hacia dentro.
—Escucha,
vete a dar una ducha si quieres, que estás toda sudadita. Así puedes ponerte
cómoda de nuevo ya.
—¿Sí?
¿Te encargas tú?
—Cuenta
con ello, puedo llevar una olla con agua todavía.
—Gracias.
—Cuando
salgas, si quieres, te enseño de las herramientas.
—¡Vale!
Ella
desaparece hacia la escarpada planta de arriba. Pues al final cargar con ¿qué?,
¿unos diez kilos de agua más el peso de la olla?, sí que se le hace duro. Su
brazo derecho no está para soportar peso mucho rato. Tiene que ir parando cada
varios pasos. “Qué puto dolor”.
Por
fin la pone al fuego. Lo malo de eso es que van a gastar aún más gas… pero
bueno, antes o después tendrían que ir reponiéndolo. Eso se supone que dura,
¿no? Lo uno le lleva a pensar en el frío, ya refresca bastante, en la casa con
la bata pasa un poco de tiritera a veces, y fuera estaba distraído, pero ha
acabado bastante congelado. ¿Deberían preocuparse de la leña para la chimenea?
No le hace nada de gracia pensar en hacer luz y humo… Espera que encontrando
mejores ropas y tirando de mantas el invierno no sea muy duro allí. “Winter is coming…”. Por ahora se droga
de nuevo y se echa una de las mantas del armario encima, a esperar que hierva
la olla.
Oye
la puerta del baño abrirse.
—¡Joder
qué… puñetero frío! —exclama la pobre. Él se ríe flojito.
—¡¿A
que sí?! —le devuelve desde el calorcito de la mantita en el sofá—. Diana, ¿te
importa bajarme mi pantalón y alguna camiseta, si vamos a salir al cobertizo de
nuevo?
—¡Voy!
Cuando
aparece aún no ha terminado de echar a hervir nada en la cocina. Lo ha puesto a
fuego lento para que se caliente bien homogéneamente.
Ella
se lo queda mirando como indignada.
—¡Serás
maldito! Ahí bajo la manta… ¡Hazme hueco!
Él
aparta un poco de tela y se recoloca justo a tiempo para que ella salte dentro,
pegándose a él tiritando en su bata, vestida de manga larga debajo de ella.
Duele. Le pasa un brazo por el hombro y acepta compartir calor, un poco
acuchillado por el frío que desprende el cuerpo de la compañera.
—Necesitamos
más ropa —Opina.
—Sí…
Al
cabo Diana saca el agua del fuego y la aparta a que repose en la encimera
mientras él se viste sin demasiado pudor, charlando en la cocina con ella, que
evita mirarlo como siempre. Le resulta divertido ponerla un poquito incómoda.
Luego pelean contra la pereza y el frío y cruzan el jardín. Fuera todo se ve
tranquilo, la naturaleza y los pájaros siguen a su sigiloso ritmo.
En
el cobertizo él empieza a espurriar todo cuanto encuentra sobre la mesa y le da
una larga clase con ejemplos de las diferencias, comodidades y usos de los
trastos, mientras va compartiendo también simplemente casos de artilugios que
ha fabricado o al menos diseñado. Duele. Entre tanto va tomando nota mental
para hacer más precisa la lista que poseen. En general sólo disponen de cosillas
para hacer reparaciones, para la jardinería de la cual él sabe muy poco, y
alguna herramienta más grande para cortar madera. También tienen una inútil
taladradora eléctrica, dadas las circunstancias. Al menos encuentra un punzón
nuevo que se agencia. La pala, recta y no tiene muy claro de qué material, pero
claramente no metal, no le servirá para sus propósitos… además la cabeza es muy
pequeña.
Convienen
que será más práctico subir todas las herramientas mínimamente útiles al
despacho con el resto de sus utensilios. Ella se pone a darse los viajes. Él a
preparar una nueva shisha. Duele. Están pasando mucho tiempo en la planta de
abajo, y convinieron que sería mucho más seguro hacerlo en la de arriba, pero
la cocina está allí. Si solamente no le fuera una tortura subir y bajar no le
importaría andar utilizando el salón para comer nada más, pero en su estado…
¿Cuánto tardará en poder ir normalizando su vida? “Normalizando…”, una extraña
manera de expresarlo.
Las
pocas horas que restan hasta la puesta de sol las pasan fumando y volviendo a
comentar ideas, como usar la alarma del móvil para atraer zombis. Cenan los
restos de arroz de la olla y unos cacahuetes. Él friega. Duele. Duermen. Duele.
Pasa
algo mejor la noche, pero sigue tardando mucho en lograr descansar. Para cuando
se levanta, Diana no está allí de nuevo. Esta vez no se siente muy intranquilo.
Se droga y tras comprobar con una voz que ella está abajo piensa en irse a
duchar antes de que le dé más pereza, pero el pronóstico de dolor le hace
cambiar de idea. Sigue doliendo aun así. Más o menos como ayer, cree. El
derrame, en el espejo, es definitivamente más pequeño, y de un tono algo menos
intenso… Pinta bien. Se cepilla los dientes. Intenta hacer de vientre sin éxito
y baja. Putas escaleras…
Diana
lo recibe nada más llega. Él le da semiconsciente un beso en la mejilla,
acompañado de un buenos días. ¿Por qué lo ha hecho? Ha pensado en intentar
compensar un poco el malhumor con que amaneció ayer, como una declaración de
intenciones tranquilizadora, pero no era ese exactamente su plan. Supone que se
le está haciendo familiar verla por allí al despertarse, con su batita bien
abrochada. No parece que le haya sentado mal, se lo ha devuelto y está
sonriente. Empieza a tener mucha barba, por cierto… Va a ser divertido
rasurársela seguro, empezará usando tijeras… Ni agua caliente, ni gel de
afeitar, claro.
Se
encuentra unos cacahuetes en un cuenco frente al sofá al sentarse. Da las
gracias. Ella se pone en el sillón enfrentándolo. Parece que algo forzadamente
seria.
—Álvaro…
—Tienes
que pedirme salir antes de decirme “tenemos que hablar”. —Pone una voz a mitad
de camino entre la seriedad y el chiste, expectante. ¿Por qué tiene que ser
siempre un poco capullo? Porque le gusta…
—¿Qué?
No me bromees, anda. —Ella responde con una voz a medio camino entre la
seriedad y la amabilidad—. Escucha, tengo que ir a por comida. —Mira el reloj
un segundo en cuanto se lo dice. Las ocho pasadas.
—Diana.
—Carraspea—. Ya lo hemos hablado… no quiero que salgas sola.
—Mira.
—Señala el cuenco—. Sólo tenemos cacahuetes, tomate y arroz; ya.
—Pero
tenemos todavía para unos cuantos días… me encontraré mejor antes de que se
acabe, lo prometo. —Se percata de que se ha fabricado unos cubre-brazos con la
madera de las cajitas del despacho; están reposando junto a un rollo de cinta
americana…
—¿Cómo
lo sabes?
—Lo
prometo.
—Pero
da igual… no es sólo eso… Estamos pasando hambre, yo al menos…
—…Y
yo…
—Y
no podemos estar comiendo y cenando y… y desayunando todos los días arroz, “joer”.
—Se le acelera la voz— Pues eso.
—Ya…
—Pues
eso, tengo que ir a por algo…
—Pero
podemos esperar algún día más, parece que se me está quitando el moratón.
—¿O
qué? Llevo desde ayer con una sensación muy extraña en la tripa… y…
—¿No
vas bien al baño?
—No…
—Baja un poco la cabeza respondiendo bajito.
—Yo
tampoco, pero…
—Creo
que a este paso me voy a poner mala, no sé, me siento muy rara.
—No
creo que sea para tanto tomar arroz un par de días más.
—¿Pero
y si no son un par de días? ¡No hemos comido bien desde que salimos!
Él
calla mirando al infinito.
—Mira,
te prometo que no voy a correr ningún riesgo, ¿vale? Iré a la casa más cercana
que encuentre con las persianas subidas, romperé un cristal y me vuelvo con lo
que haya. Ya está. Sólo eso… pero déjame que ayude, porfa.
—Si
no es eso… está bien, si tenemos que ir, tenemos que ir. Te acompaño.
—Pero
si no puedes ni subir las escaleras bien.
—Da
igual, vamos, si hay suerte solo tendré que andar un poco, me sentará bien el
paseo.
—Que
no, ¡jopé! Que ahora no puedes ni correr ni nada… yo que sé, aunque no te pase
nada podrías hasta agravarte el golpe o algo.
—Me
da igual, no quiero que vayas sola.
—Te
prometo que si encuentro cualquier problema me volveré corriendo, dando un
rodeo, ¿vale? Me llevo la escopeta si quieres…
—Ni
la hemos probado.
—Bueno,
por si acaso… Tú, ayúdame, estudia algo aquí…
—Eso
suena a consolación. Fuiste tú quien dijo que no nos separáramos.
—¡Pero
es que ahora hace falta!
Él
deja caer la cabeza hacia atrás con un quejido cansino y molesto. Vuelve a
mirarla a ella y luego cierra los ojos muy enfadado… no sabe exactamente ni con
qué, y otorga callando.
Ella
le aprieta un antebrazo y le promete, de nuevo, que no tardará nada, y trota a
por las armas y su chaqueta mientras se envuelve los brazos con las improvisadas
guardas y cinta, como si no quisiera darle tiempo a cambiar de idea. Luego,
llaves en ristre, lo abandona. ¿Cuándo se ha perdido que haya cambiado tanto
esa chiquilla asustada dentro de un armario hace apenas un par de semanas?
Duele.
Pasa
casi una hora sentado, dando vueltas a la cabeza sin seguir verdaderamente
ningún pensamiento completo. Dando vueltas a la discusión, como si cambiarla
ahora mentalmente pudiera hacerla no haberse ido. Esperando, sabiendo que no
iba a poder tardar verdaderamente “nada”, pero como esperanzado infantilmente a
que aparezca en cualquier momento.
Después,
casi tratando de que pasar dolor él mismo pueda compensar un poco la situación,
sube las escaleras lo más vigoroso que puede, desafiante ante su propio daño, a
afeitarse. Sintiéndose empujado compulsivamente. Se nota muy nervioso y que
necesita llenar el tiempo con algo.
Sin
embargo, pese a su estado, utilizando precisamente la concentración como vía de
escape, muy despacito va logrando dejarse la cara bien tersa. Aun sin gel ni
agua caliente, sólo se corta y poco profundamente un par de veces. En su
cabeza, de fondo y pese a todo, alguien le recuerda constantemente lo
peligrosas que pueden ser las heridas abiertas sin saber el medio exacto de
infección. Aún más mártir que antes, se empapa las mejillas del alcohol
sanitario, prácticamente disfrutando del escozor como penitencia, tratando de
facilitar la rápida cicatrización, y se bloquea las pequeñas heriditas con
pedacitos minúsculos de papel higiénico.
Antes
de ir otra vez al salón, agarra los cuadernos de caza o pesca del hombre, los
mapas, y se los lleva al sofá. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele. Duele.
Duele. Duele. Duele. Duele.
Emprende
la labor de chinos de ir relacionando los dibujos del terreno con las vagas
anotaciones, y a mala letra, del cazador. Separándolas de unos pocos poemillas
terriblemente malos, una sarta de reflexiones privadas y a veces casi
bochornosas o subidas de tono, y unas cuantas reflexiones de filosofía de
panadería. Los mapas parecen locales, con curvas de nivel, representaciones de
la vegetación y leyendas llenas de nombres. Cree que son de cotos de caza,
supone que de algún lugar cercano, pero no obtiene la más mínima pista de dónde
deben de estar más allá de sus nombres. Si pudiera consultar algún mapa más
general en el que indagar en busca de los accidentes geográficos que se van
mencionando, o al menos dónde diablos se encuentra ese pueblucho de Buenatarde,
tal vez todo el esfuerzo que está dedicando sería algo menos vacuo. Y duele. Espera
que si alguna vez tienen que desplazarse por esas tierras, o quién sabe, cazar
algo, lo que está haciendo pueda servirles de ayuda.
Apenas
ha empezado a apartar las primeras ramas de esa maraña cuando chirría la puerta
del jardín y al poco tintinean las llaves abriendo el vestíbulo.
Se
pone de pie de un brinco en piloto automático, tan impaciente que el dolor de
haberlo hecho le llega con retraso.
Diana
pasa rápido cerrando tras de sí, con la escopeta agarrada por el sobaco, un
cubo grande de metal en la mano, mochila a la espalda y de una pieza. Son las
once de la mañana. Da zancadas a recibirla.
—¿Estás
bien?, ¿qué te ha pasado? —Tiene la cabellera recogida y un pelín sudada—. ¿Has
tenido algún problema?, ¿necesitas algo?
Ella
se gira y apoya la espalda contra la puerta, en paso mínimamente huidizo,
observándolo con semblante casi sobrecogido y haciéndole un gesto de empujón
como pidiéndole espacio metafísico, pues aún no ha llegado hasta ella como para
agobiarla corporalmente. Se detiene. Duele.
—Tranquilo,
todo ha ido bien. Mira lo que he traído… no había mucho…
—Gracias,
perdona… —Se aparta reculando para concederle holgura exagerada para que pase y
se siente—. Por favor, dime cómo te ha ido… —Intenta recuperar su voz, sabe,
usualmente casi despreocupada, aunque no le sale del todo.
—Voy…
Mientras
ella se acerca a sentarse, él se apresura a llenar y acercarle un vaso de agua
como mínima cortesía que se le ocurre. Aparte del cubo, para almacenar agua
para cocinar, ha traído una bolsa grande de sobaoos envasados individualmente,
tres latas personales de judías blancas precocinadas, un par de limones de
aspecto ya reseco, que defiende pueden irle bien al arroz, y además son muy
nutritivos, y otras dos latas de verduras, una de menestra y otra de judías verdes.
Le
cuenta como, un buen rato después de la rotonda, subiendo por la calle que
quedaba enfrentada, no tardó en ver una casa con una terracita a un patio
interior sin persiana echada. Que trepó al tejado bajito desde la parte más
alta de la calle y se acercó por arriba. Apenas la perseguían un par de zombis
normales, promete. Que sin dejarse caer, dio un palazo al cristal cogiendo la
escopeta por el cañón, y que entonces escuchó unos gemidos, esperó y apareció
una mujer mayor y gordita que olía muy mal. No la vio, así que encendió su
móvil y puso la alarma, dejándolo con mucho cuidado en la esquina del tejado, y
nada más empezó a sonar, la señora, intentando alcanzarlo, se cayó por la
terraza al patio. Que luego lo recogió y con cuidado se metió, encontró esas
cosas y una nevera totalmente podrida y salió con las llaves por la puerta sin
el más mínimo riesgo, habiendo hecho ruido antes en otra parte de la casa, y
sin acercarse a ninguno de ellos, vamos. Que luego se dio una vuelta alrededor
de las casas por si veía otra fácil, pero que acabó volviéndose dando un largo
rodeo por los campos por si las moscas. Y que se le ha ocurrido que hay una
casa muy cercana a la de ellos justo en la plazoleta, que si con calma logran
entrar, podrían hacerse con las llaves y usarla de vertedero, que así nadie
vería sus restos. Él la aplaude y la elogia pródigamente. Está impresionado. Y
duele.
Comen
de la fabada que se obceca en calentar y servir sin que ella haga nada más que
ducharse si quiere, al igual que fregar y preparar la shisha de después. Le
ofrece ponerle vino para celebrarlo, pero ella rechaza alegando que él está con
medicación y no debe beber, y que sola no le apetece.
Pasan
la tarde juntos, él le comenta sobre lo que ha estado haciendo y ella se pone a
echar también un vistazo a los cuadernos. Conforme empieza a refrescar, se
resignan a ponerse los viejos pijamas de los dueños de la casa; él el mono
negro y ella camisetas interiores enormes con sus pantalones de chándal, sin
detrimento del uso mutuo de las batas. Para cenar se valen de unos pocos sobaos
y los cacahuetes. Recogen y se tumba a doler. Duerme.
La
siguiente jornada se la otorgan casera, y él dolorosa. A parte del par de
shishas que se fuman, dejando apenas dos paquetes de tabaco ya, estudian más seriamente
las enciclopedias. Va dibujando en su libreta general las plantas que le
parecen más relevantes porque diga algo en ellas sobre su comestibilidad, sus
propiedades antibióticas o su toxicidad; intentando que pintarlas y anotar los
datos más relevantes de ellas y ubicación frecuente le sirva para estudiarlas,
así como guía rápida en el futuro… no obstante no queda muy convencido de que
llevado a la práctica pueda llegar a ayudarle en alguna situación, dado que no
siente tener el ojo hecho a andar reconociendo plantas. Ella parece estar
haciendo esquemas sobre árboles frutales, y se queja de que no dicen en ningún
caso como cuidarlos o plantarlos más allá de anotaciones o sumamente
específicas, o sumamente generales, pero que al menos sí que indican las
temporadas de cada una. Dedicarán un total de un par de horas al trabajo antes
de comer y otras dos o tres después. El resto lo pasan misteriosamente
entretenidos no haciendo nada, a veces sólo callando. Al mediodía gastan algo
de arroz, que empieza a escasear, acompañado de menestra y medio limón para
cada uno, y a la cena la lata de judías que queda entre los dos. Así como
sobados y cacahuetes con moderación. Le cede a su compañera el último pellizco
de pasta de dientes, lavándoselos en seco. Se nota hacer de vientre de un modo
más normal. Duerme un poco mejor. Él decide concatenar un segundo día sin
ducharse… No cree oler demasiado mal, espera, y le duele demasiado cada vez que
lo hace.
Al
día siguiente, tras las duchas, en su caso ya obligada, ambos se ven condenados
a usar como pueden las ropas interiores de la casa. ¡Su cardenal está mucho más
localizado en las costillas! Y ha sido hasta capaz de estirarse, forzando un
poco su aguante hasta las lágrimas incipientes. Al sentirse bajar las escaleras
sin siquiera tener que contener el aliento, aunque no sin pequeños
relampaguitos mentales igualmente, le propone no postergar más ir a probar la
escopeta.
Se
pertrechan con las chaquetas del viejo, que a ella casi le sirve de gabardina,
pero con cómodos bolsillos para dejar las balas, y ataviados para el frío, y
con agua, y más sobados y cacahuetes en las mochilas, ponen rumbo al campo;
preparándose él, justo antes de salir, protecciones con la madera sobrante para
los brazos, como las de ella. Cogen cinco cartuchos nada más y los habituales
martillos, punzones y cuchillos. Le propone que ponga en hora el reloj del
viejo y coja la costumbre de darle cuerda; que por ahora él es el único que
puede medir el tiempo.
El
plan es partir rumbo al oeste, hasta alejarse bastante, por donde llegaron la
primera vez y tratar de encontrar algún zombi solitario en alguna arboleda, si
es que hay suerte, si no en el camino, para hacer las pruebas. Discuten un
poco, primero sobre si él debería ir o no, luego sobre que él quiere ser quien
dispare primero. Pero la acaba convenciendo tanto de que se encuentra mucho
mejor, como de que aunque herido, ya sin atisbo de agujetas, tiene más fuerza
para sostener el retroceso del arma, y que no sabe qué esperar de él, pero que
lo último que quiere es que ella se saque un diente o el hombro. Que al menos
uno de los dos tiene que estar sano.
A
las dos de la tarde, cansados, frustrados, hambrientos, y a un par de horas de
camino de la casa, asegurándose él de anotar en la libreta los elementos del
terreno que han ido pasando para no perderse a la vuelta, encuentran por fin en
un claro rocoso una mujer de edad indiscernible, no muy vieja, pálida y de piel
seca, con la pierna llena de mordiscos grandes, alimentándose del cadáver de un
perro. Debería haber caído en coger ibuprofeno, porque sin él está empezando a
dolerle bastante, está claro que ha sido demasiado optimista.
Pide
a Diana que esté atenta para cubrirle si pasa algo malo y se empieza a acercar
con el arma en la mano. Decide disparar invertido, con la culata en la zurda.
Siendo diestro, eso seguramente reduzca aún más su escasa puntería, pero no va
a dispararle ni a dos metros de distancia, así que mejor prevenir más daño en
el lado malo.
A
la espalda de la criatura recuerda las clases que, mucho tiempo atrás, le diera
un amigo sobre cómo apuntar con las armas, sin apoyar la cara en ellas, ni
alinear el ojo con nada de ellas; adelantando el pie contrario al apoyo de la
culata, y dejando el otro mínimamente levantado, tensando los músculos un poco
para que puedan recibir el impacto… pero claro, aquello sólo fue jugando a airsoft, dónde las armas de pelotitas
carecían de retroceso apreciable. “Suerte Álvaro”. Hace un gesto a Diana para
que se coloque detrás de él y a su izquierda, por si sale cualquier cosa mal.
Silba para captar la atención del otro.
La
cosa se yergue dándose la vuelta, gimiendo sorprendida. Arrastra los pies con
los brazos por delante. Álvaro tiene la teoría de que la palanquita en el lado
contrario a su índice, por haber cogido el arma con la zurda, debe de servir
para seleccionar qué cañón disparar. Sea como fuere ha cargado los dos. Cuando
tiene la cabeza enfilada, a apenas tres pasos de él, acciona el gatillo.
El
estruendo es impactante y hace eco casi medio segundo después del disparo. La
fuerza se le presenta con nombre de entre impacto y empujón; intensa hasta el
punto de cambiarle el peso de pierna y hacerle bajar el medio paso que había
subido. Algo de movimiento le llega a la parte dolorida que le recuerda con perseverancia
gatuna su estado. Pero por lo demás lo ve mucho más asequible de lo que
esperaba. Temía un arrastre mucho más salvaje. Diana ha proferido un gritito.
Curiosamente
no es hasta analizar todo esto que presta atención al resultado. La cabeza de
la mujer se dobló hacia atrás en el mismo instante en que él apretó el gatillo,
y cayó absolutamente inerte en ese mismo segundo, empujada de espadas. Juraría
que ha visto alguna gotita de sangre espolvorearse en su dirección, a la vez
que una nube mucho más densa en la contraria. El cuerpo en el suelo, que
desplaza con la bota para comprobarlo, tiene un agujero de entrada
prácticamente en el centro de la frente, del grosor de un meñique casi; y uno
de por lo menos un par de dedos en la nuca, así como el cráneo deformado. Por
ambos, se desliza lento un mejunje muy grimoso de algo más que sangre.
“Joder…”. Es potente…
Diana
se acerca y comprueba lo mismo que él. No está seguro de si horrorizada o
maravillada. De hecho cree que ella misma tampoco lo sabe. ¿Puede ser que se
hayan disparado ambas balas? Sacrificar un cartucho no parece mucho para
averiguarlo. En lo que la muchacha sigue petrificada junto a la irreconocible
muerta, vuelve a colocarse y apunta hacia un árbol a unos diez metros. Aprieta
el gatillo. No ocurre nada. Incómodamente, tuerce la palanquita. Aprieta el
gatillo. Otro potente estallido que instantáneamente arranca un borde de la
corteza. Selector, entendido.
Diana
ha vuelto a pegar otro brinco. Le pregunta si está bien y ella asiente sin
demostrar demasiada convicción. Se acerca a confortarla, aunque ahora mismo le
duele cada paso que da. Cuando se ha calmado le tiende el rifle y le explica
sobre el funcionamiento. La ayuda a colocarse, y le recalca que sólo alinee el
ojo con la mira del arma, pero que no descanse la cara en el cuerpo. Después le
pide que cargue una bala en el de arriba, lo seleccione y dispare. Se prepara
justo tras ella, con las manos sin tocarla por apenas una pulgada. Muy atento a
que su hombro y cara estén en la posición que él juzga como buena.
La
chica aprieta el gatillo con una nueva explosión reverberante. Salvo porque,
como se fija, ha cerrado los ojos un poco asustada justo a la vez que el
sonido, ha aguantado ella sola el impacto, sin que le pareciera que su cuerpo
se sacudiera demasiado. Ha fallado el tiro al árbol, pero eso es lo de menos.
Le mira risueña y aterrada a un tiempo. Él le da una toba en la frente,
sonriente, y le indica que ahora la escopeta es suya.
Coinciden
en que deberían marcharse cuanto antes. Por el camino le inquieta recordar que
siempre ha oído sobre que hay que limpiar y engrasar las armas… Ojalá y el
viejo tenga algún manual, pero no le suena haber visto ninguno… Aunque junto al
expositor sí que tenía unas escobillas alargadas; se las pasará siempre que la
usen. Es hábil cacharreando, pero la escopeta es demasiado valiosa como para
arriesgarse a abrirla sin conocimiento y averiarla. Por lo demás, que sea lo
que sea…
A
cada paso se va encontrando peor. Al final, se ve obligado a forzar a su
compañera, que ya estaba cargando con sus cosas, a que se monte su brazo al
hombro y lo ayude a caminar. Tienen que moverse a ritmo de zombi, porque la
presión y el malestar en el costado se le han vuelto agudos y constantes y cada
vez que pisa le sacuden luces blanquitas por dentro.
Teme
incluso haber caminado en inconsciencia, porque cuando ve la casa al fondo del
camino, atardeciendo, no tiene muy claro cómo ha llegado. Sólo sabe que se
repetía que daba igual qué, no podía detenerse. Ella lo apoya contra la valla,
abre ambas puertas arrojando las mochilas dentro y dejando la escopeta
reclinada en la pared, y sale a recogerlo. Está hecha polvo la pobre también.
Mirando todo el rato hacia abajo, con la piel de la cara muy rojita y la
mandíbula apretada.
Remonta
las escaleras empujado por las manos y las palabras que ella le repite, “venga,
un pasito más; uno más”. Cree que a veces se oye chillar a sí mismo. Y de
repente está tirado en la cama. Y al poco le han subido un plato con arroz y
judías verdes que sabe a limón. Y hay una chica muy adorable sentada a sus
pies, comiendo también, que lo mira con una sonrisa falsa y unos ojos tristes
verdaderos y le tiende una pastilla. Y come. Y le duele. Y duerme. Y despierta.
Y duele. Y duerme…
Amanece
de nuevo entre sudores propios, con la ropa del día anterior, agujetas y un
reavivado malestar en las costillas. Definitivamente se ha agravado el daño con
el esfuerzo de ayer.
Puede
incorporarse… lo peor ya ha pasado, supone. Con movimientos muy lentos se pone
en pie. Se nota parecido a hace un par de días, pero extremará el cuidado.
Necesita ducharse y quitarse la sensación de pringue de encima.
En
el pasillo una voz le pregunta cómo está. Él responde que mejor y que necesita
ducharse; pero conforme va a hacerlo se lo replantea… dolería… La voz le
devuelve un “vale” apagado. Diana es… simplemente genial. Y duele. Se pone
otros calzoncillos de viejo y el pijama ridículo y va a las escaleras con
intención de bajar, pero Diana lo intercepta.
—No,
hoy te subo todo, ¿vale?
—¿No
tienes agujetas?
—Muchas
—ríe—. ¿Y qué?
—Gracias…
Regresan
al dormitorio.
—¿Te
parece bien que ventile? —Ella.
—Sí,
sí… —Es cierto que ya huele bastante a humanidad. Se siente un poco culpable de
poder estar oliendo mal.
Puede
que sea la primera vez que abren aquella ventana y suben la persiana por
completo… están de acuerdo en intentar pasar desapercibidos por ahora.
—No
queda nada de comer a parte de esto. —Le tiende un par de sobados envasados
juntos, el ibuprofeno y un vaso de agua. Seguramente se haya encargado ella
sola de hervir más.
—Ya…
—Un
poquito de arroz de anoche.
—¿Vas
a salir otra vez, no?
—Sí.
—No
quiero.
—Pero
tengo que hacerlo.
—Podemos…
—No
empieces.
Calla.
—No
quiero tener que andar así, saliendo cada poco, y tú aquí…
—Ni
yo.
—Dijiste
que había unas tiendas de alimentos junto a la iglesia, ¿verdad?
—Es
peligroso; allí hay muchos zombis.
—Iré
con cuidado.
—Diana
—suplica.
—Ni
siquiera tiene por qué estar mal, ha pasado bastante tiempo desde que fuiste… —Entiende
que no la va a hacer cambiar de idea.
—Con
comida para un par de días, seguro que me encuentro mejor, ya me he arreglado
bastante, déjalo; con otra casa nos apañaremos. —Lo intenta aun así.
Esta
vez es ella la que calla. Él asiente aceptando contra su voluntad. Cuando la ve
levantarse, intentando dedicarle una sonrisa, aunque sólo logrando hacer una
mueca de media boca, la detiene.
—Escucha.
Pensé en un plan, por si decidíamos ir por allí o al taller que está al lado
más adelante.
—Dime.
—Si
la plaza está llena de esas cosas… El campanario está muy cerca. En la iglesia
habrá una torrecita; a mitad de altura habrá una cuerda para hacer sonar la
campana tirando de ella. Seguro que atraerá bastantes cosas, pero en concreto
las de la plazoleta están al lado… Deberían ir hacia la iglesia. Las casas que
dan a ella son las mismas que las que dan al otro lado. ¿Puedes trepar a pulso?
—Más
o menos sí…
—Si
eres rápida, podrías subirte por una tubería después de hacer sonar la campana,
antes de que los zombis tengan tiempo de doblar la esquina y encontrarte…
—Jolín…
sí, vale.
—¿Qué
pasa?
—Nada…
que no creo que a mí se me ocurriera algo así.
—Lo
dudo. —Ella le mira abriendo los ojos bastante—. Quiero decir, dudo que no se
te ocurriera.
—Me
sobreestimas. —Relaja el semblante en gesto amable, casi conmovido. Si es que
hasta en estas situaciones es un gilipollas, ríe internamente.
—No.
—Voy
a intentarlo.
—Espera.
El principal problema sería que hubiera gritones cerca. Si los oyes, escóndete
en la parte de arriba de la iglesia. Tarde o temprano se irán, no te preocupes
por mí, que me las apañaré.
—Vale.
—Prométeme
que si lo ves mal te irás. Aunque sea con las manos vacías.
—Te
lo prometo.
—Coge
la granada negra, por favor.
—¿Seguro?
—Sí.
—Vale…
Ahora
es ella quien le da un beso en la mejilla y se va. Se la han cambiado por otra.
Está convencido. Y tiene mucho miedo. Esto debe de ser lo que él la hizo pasar
aquella vez… Peor, porque ni siquiera se dignó a hablarlo con ella.
Si
no hace algo sabe que se volverá loco. Decide ponerse de inmediato con sus
libretas. Primero a poner al día la privada, con muchas de las cosas que
considera importante anotar en ella. Al final no limpiaron el arma, por cierto…
Diana arriesgándose… No, no pensar en esas cosas. Diario, eso es mejor. Duele.
Pasa
una hora escribiendo, hasta que llega al presente y confiesa sus temores de esa
mañana. ¿Y ahora qué? Mira la libreta general justo al tiempo que oye el
repique de la campana. Cierra los ojos y traga saliva impotente, y vuelve a
coger su cuaderno intentando no pensarlo. Trabajar. Hay una cosa con la que se
quería poner desde hace tiempo.
Intenta
esbozar el diseño del arma en el que pretende trabajar en un futuro, valorando
las herramientas que intuye fáciles de encontrar en el pueblo, como cuchillos,
palas, picos, sierras, hachas…
Otra
hora de garabatos, tachones, y alguna que otra página demasiado alambicada
arrancada. Y dolor y desvíos de pensamiento constantes hacia Diana. Miedo. Y
dolor. Y bocetos. Y frío. Y miedo.
¿Cuántos
cartuchos habrá cogido?, ¿habrá hecho mal él al meterle tanto en la cabeza que
no dispare a no ser que sea la última solución posible?
Y
es mediodía, y ella no aparece, y no puede ni cocinarle nada para cuando
regrese… si regresa. Claro que va a regresar, es Diana Soria, su familia. La
familia regresa… ¿y su familia?, ¿siguen siendo su familia?
Vuelve
a sus bocetos y los vuelve a abandonar al rato. No sabe gestionar no tener
controlada una situación. Comprueba el reloj cada diez minutos. No ha escuchado
ningún disparo… eso puede ser bueno… o muy malo.
A
la una y doce de la tarde oye ruedas. Pequeñas, pero ruedas. Por la ventana,
cerrada de nuevo y lo justo levantada la persiana para poder dibujar, no ve
nada. Va al cuarto del ala izquierda y alza la de allí. Y duele, y no le
importa.
A
medio trote, por el camino que viene del monte, no del pueblo, se está
acercando Diana, correteando con un puto carrito de la compra lleno de cosas y
la escopeta atravesada en él. Está loca. Y no puede quererla más, sea del modo
extraño que sea. Es verla y que el pulso le baje y una sensación casi catártica
de alivio lo inunde.
Corre,
entre impotentes quejidos de su costado por detenerle, a bajar las escaleras y
abrirle. A ayudarla a mover el carro; aunque conforme llega a la valla del
jardín la motivación se le va pasando y el dolor reafirma sus argumentos
obligándolo a solo caminar. ¡¿Ha cargado un puto carro de la compra lleno por
el monte?!
Ella
le susurra en grito que está bien, que qué hace fuera. Le da igual. Agarra un
extremo y le ayuda a meterlo dentro. Ella vuelve, cierra las puertas con llave
y se tira en el sofá a voz de “¡Me muero!”.
Está
empapada hasta la chaqueta de caza de sudor; con el pelo totalmente apelmazado,
y roja como un tabardillo; pero absolutamente de una pieza. La observa y luego
mira al carro. Hay tantas cosas que ni puede hacerse una idea a golpe de vista
de qué ha traído. Está con una mano en la frente mirando al techo, resoplando. Se
sienta a su lado un rato, apretándole un tobillo con fraternidad; decide no
atosigarla con preguntas ni lo más mínimo ahora mismo. Después, conforme la
nota moverse y despejarse un poco, se agacha sobre ella y le susurra que si
quiere algo. Ella le asiente y le dice que quiere ir al baño y ducharse. Le
pasa una mano bajo la cadera y se pasa su brazo por la espalda y aúpa
ayudándola a levantarse. Si ella ha podido hacerse kilómetros andando con el
carro, él puede llevarla a hasta la ducha. Uf… ¿Puede? Ella protesta
preocupándose por su estado, pero no le da opción.
Subiendo
las escaleras cree que el dolor le va a hacer caerse, pero tenerla a ella
agarrada le da la fuerza de voluntad para evitarlo. Una vez pasa lo peor, el
ánimo se le redobla para llegar hasta el baño. No obstante empieza a juzgar que
tal vez la gallardía haya sido un exceso innecesario. Sea como fuere, se
percata de que el dolor no es ya tan seco; aunque siga igual de intenso, es
como más húmedo, más tolerable y profundo.
Tras
dejarla sentada en el inodoro se levanta pidiéndole que espere y baja a subirle
un vaso de agua de la nevera, junto con otro para él y su pastilla.
Ella
intenta darle las gracias, pero él se lo impide agradeciendo él, hablándole de
lo preocupado que ha estado y de lo increíble que le parece. Trata de
asegurarse de que se sienta más que alegre y orgullosa.
En
el salón revisa lo que ha traído mientras siente el agua ponerse en marcha. Como
por la mañana, el dolor ha vuelto a un punto tolerable; parece que mientras no
lo fuerce demasiado tiempo, va curándose bien. En el cesto: una garrafa de
aceite. Unas quince latas de verduras; otras tantas de legumbres precocinadas.
Por lo menos treinta pequeñas de atún, diez de pimientos en conserva y otras
diez de maíz. Cuatro kilos de arroz y otros cuatro de pasta. Doce latas de
pastillas para caldo y otros dos kilos de fideos. Ocho tetrabriks de caldo de
pollo, doce de leche a mitad de caducidad; una caja con naranjas algo picadas,
un saco de patatas de aspecto dudoso y con un pelín de olor que arrastrará
luego al cobertizo. Diez botes de tomate, dos cubos grandes de Nesquik, dos bolsas grandes de bollería
industrial y cuatro cajas de galletas rectangulares. Y esparcidos sobre todo el
lote, un montón de bolsas de golosinas, chocolates y patatas con aspecto de que
se le tienen que haber caído fuera muchas por el camino. A parte, cuatro botes
de champú, seis rectángulos de dentífrico, y ocho paquetes de compresas. Tendrá
trabajo esta noche simplemente apuntándolo todo.
Desconfiando
de sus dotes culinarias, tira por lo seguro, cuece unos macarrones con
intención de echarles una lata de atún y tomate. Entre que el agua bulle, se
pone a organizar y repartir todo lo que ha traído. También llena la mochila de
la muchacha con unos cuantos productos rápidos y duraderos, pensando en el plan
de tener cosas listas para escapar.
Ella
lo atrapa con las manos en la pasta, espesándola en el escurridor. Apoyada
contra el umbral, tiritando y con la cabeza envuelta por la toalla, le da las
gracias. Él la abraza mucho.
Durante
la comida le exige que le narre sus aventuras: por lo visto lo de la campana
funcionó, luego entró rompiendo el cristal con la culata de la escopeta porque
la puerta tenía el cierre echado; y allí dentro olía a cientos de comidas
pudriéndose. Vomitó y todo. Pero que claro, los zombis fueron atraídos por el
ruido, y al intentar marcharse se topó con más que venían desde fuera y tuvo
que correr hasta el otro lado del pueblo para despistarlos, pero que fueron
atrayendo a más y al final se vio en los sembrados con el carro… Aunque no se
lo confiesa, intuye que debió de encontrarse bastante rodeada en algún momento
por el susto en su mirada; siente el impulso de regañarla por no haber usado la
granada negra estando en apuros, pero sabe que casi la regañaría más por él que
por ella y no merece más que halagos ahora mismo. Después tuvo que dar muchas
vueltas siguiendo caminos de tierra para perder a todos… salvo uno que se
encontró ya llegando y del que no se vio con fuerzas de volverse a alejar, que
intentó correr, pero que a lo mejor acaba apareciendo. Él dice que en absoluto
se preocupe.
Ella
le informa de que deberían aprovechar las patatas al día siguiente antes de que
se pongan peor, y él a ella de que no sabe muy bien qué hacer con ellas más que
freírlas. Aceptan patatas fritas para comer mañana.
Prepara
una shisha y abre una botella de vino y pasan la tarde emborrachándose con
prudencia y siendo algo derrochadores con los dulces que ha traído. Se siente
muy doloridamente bien. Solo queda un paquetito de tabaco…
A
la noche, ella se derrumba en la cama, todavía continuando la conversación
animada que mantenían, y acaba resollando que le duele toda la espalda. Él le
pregunta si confía en él. La ve velada por las crecientes sombras, observándole
reclinada sin responder.
Se
acerca a su mirada atenta, deslizándose de una cama a la otra y le pide que se
dé la vuelta y se ponga bocabajo; entonces le confiesa empujado por el alcohol
residual que una vez tuvo una novia, y que por ella, valga la inmodestia,
aprendió a dar muy buenos masajes; que confíe.
Después,
con sumo respeto, por encima de la ropa, le regala un largo masaje con fin de
descontracturarle los músculos que, dado su tamaño y el peso que ha llevado,
seguro tiene destruidos. Ella al principio reacciona un pelín tensa, pero
enseguida se relaja y adormila. Cuando la oye respirar clara y profundamente la
arropa y vuelve a trepar al colchón de matrimonio, entre crujidos y quejidos
silenciosos. Conmovido y contento, se tapa y duerme.
Amanecen
remolones los dos. Ella es un exagerado amasijo de agujetas y dolores que se
encarga de hacérselo saber constantemente, en tono siempre de broma; y él le
sigue el juego y protesta infantilmente por los suyos, compitiendo por ver
quién está peor.
Demasiado
vago para ducharse, sólo se enjuaga cara y boca y comprueba la herida. Sigue
remitiendo, ha ralentizado el ritmo. Gracias al tono más normal de la piel
percibe que tiene algo hinchada la zona de las últimas costillas. Juraría que
se ha levantado mucho mejor… “Poco a poco…”.
Se
chuta otra chuche de ibuprofeno y acompaña a la amiga abajo, disponiéndose a
preparar el desayuno. Sigue sintiéndose muy en deuda por el riesgo que corrió.
Teme incluso que haya salido tan bien, porque pueda volverla temeraria, así que
decide que si bien seguirá mostrándole todo el agradecimiento que quiera, no la
elogiará más por ello aunque lo merezca. “No te olvides Álvaro de que sigue
siendo una niña, aunque últimamente no lo parezca”.
Mata
con el punzón también al zombi que lleva desde algún momento de la noche dando
por culo contra la verja, protegiéndose con los barrotes, y entre los dos lo
llevan un par de cientos de metros bosquecito adentro.
Siendo
el qué hacer con la ropa el tema más urgente que les queda entre manos, sin
necesidad de salir de la casa para nada, se regalan ese día para holgazanear
también, después de asegurarse de que está toda la casa bien cerrada, salvo la
franjita de luz que se dejan en su habitación, a la cual se han trasladado
ahora que él pude subir escaleras casi con normalidad. Manteniendo la puerta
cerrada y enmarañados en las mantas de lana, hasta consiguen que se quede algo
calentita. Casi empieza a mirar con buenos ojos los días venideros.
Cagando
incluso encuentra el ánimo perfecto para el onanismo, y sintiéndolo como un
apetito inocente del cuerpo, decide no censurárselo. Tanto tiempo como lleva
sin hacerse nada, no necesita siquiera arriesgarse a pensar en nadie. No
obstante, duele, pero menos.
Estaría
bien haber tenido algún otro juego de mesa a parte de las cartas. Acaba incluso
enseñándola a dibujar estilo manga por matar el tiempo. Y lo peor es que ella
debe de estar tan aburrida como para ponerle interés. Se ve a los dos leyéndose
los Episodios Nacionales dentro de
poco.
Comen
copiosamente las patatas, dejándose generosa ración para la noche y regalan las
sobrantes sin hacer a los pájaros que las quieran, arrojándolas lejos al otro
lado del camino antes de que les apesten el jardín. También se limpian unas
naranjas.
Él
por lo menos se acuesta bastante agotado y satisfecho de no hacer nada. Ella,
tumbada, le pregunta por la novia de la que le habló, él reconoce no querer
hablar del tema y ella pide perdón, ante lo que él niega que haya nada que
perdonar. Un poco pletórico de energía por la falta de actividad física, se le hace
difícil dormir nada más se cierne la oscuridad, pero no sabe si tarde o
temprano, se rinde.
Por
la mañana, levantándose más o menos a la par, comentan qué hacer. Acuerdan
volver a intentar ser provechosos, pero disfrutar de no tener que salir de la
casa mientras no sea necesario. Sobre todo por seguridad. También deciden
planificar las comidas intentando que, ya que pueden, sean más o menos
equilibradas, dándole prioridad a todo lo que vence de fecha. Parece que se
están recuperando bien los dos. Propone que, cuando ya se encuentren óptimos
ambos, intenten hacer ejercicio a diario, para que situaciones como éstas no
los demuelan tanto. Ella rezonga pero acepta. Desde luego está bastante en
forma si es que no hacía ningún ejercicio antes de aquello. Eso de bailar en su
cuarto debía de hacer milagros. Eso o juventud divino tesoro…
Frente
al espejo del baño, ya limpito y congelado él, deseando volver a arroparse, se
atreve a intentar presionarse un poco la inflamación con un dedo, a ver cómo se
siente, ahora que ya puede hacer todo el juego del hombro sufriendo apenas una
extraña presión más que dolor. Recibe un latigazo eléctrico. Vale, vale… eso
todavía no está listo. Será mejor que extreme precaución, es el peor momento
para confiarse, acabarse dando un golpe tonto ahí y, probablemente, morir del
dolor. Le da por volverse a mirar la nuca, de la que se había olvidado con la
otra herida mucho más preocupante. Tiene rugosidad en el área afectada, pero
parece que ha cicatrizado.
Vuelve
a enfrentar la enciclopedia. Al principio se esfuerza, pero poco a poco va
distrayéndose y acaba decidiendo dejarle ese trabajo a ella y dedicarse a otra
cosa. Lo hace desde luego cediendo al egoísmo caprichoso, pero también al
percatarse de la abismal diferencia de competencias entre los dos. No solo es
que ella por lo visto retiene en la memoria los esquemas que hizo el otro día,
sino que ahora parece estar logrando tragarse un tocho sobre hábitats de
animales ibéricos hasta con buen talante. Simplemente no tiene sentido que se
ponga a competir en esa liga, comparativamente no va a ser productivo. Lo suyo
es la ingeniería y el “crafteo”, encontrar soluciones más o menos rocambolescas
a los problemas; no el academicismo.
Coge
su libreta por donde la dejó, consultándole a Diana si le parece bien, y ella
no opone queja. Normalmente pediría perdón y no permiso… pero merece que la
tenga contenta. Sea como fuere, llueve a gusto de todos.
Toda
una tarde de garabatos y un par de hojas más arrancadas después, exclama
forzadamente “¡Eureka!” y le exhibe, desabstrayéndola de su intensa lectura, su
libreta, sacudiéndola delante de ella a aleatorios y vigorosos movimientos,
mientras imita una risa de villano de comedia.
Ella
lo mira primero como si le perdonase condescendiente el ridículo y luego cede,
ríe y salta a su cama para que le explique qué es lo que ha diseñado. Él le
explica que, si encuentran los materiales que quiere, y que no debería ser muy
difícil, será una alabarda casera por un lado, contrapesada con una roca que le
permita actuar de maza además por el otro; con el alcance suficiente, espera,
para atacar con letalidad a los zombis desde el límite de sus brazos. Alrededor
de tres kilos estima, algo que ella también podría blandir sin agotarse
demasiado, pero lo suficiente para que casi seguro cada corte parta un cráneo.
Al menos eso espera. Promete que además no debería de llevar mucho tiempo
hacerla. Luego le da una larga charla sobre la importancia del contrapeso en
las armas que ella parece beber, cree, sólo un veinte por ciento aburrida,
mientras le enseña los planos de su diseño.
Muy
incómodo y desde hace un rato sin saber ya qué postura tomar, se levanta a
desentumecerse las piernas de tenerlas cruzadas y preparar algo de cena. Duele
un poquito. Ella también se levanta, en su caso hacia el baño, supone que a
hacer sus “cositas”.
No
alargan mucho la velada. Ella demuestra tener la cabeza ya aturdida. Lo que no
sabe es cómo ha aguantado tanto. Él se siente algo más fresco… pero a la vez
que segura, sin nada que hacer en ella, la habitación le empieza a asfixiar un
poquito. Quiere que acabe ya rápido el día.
La
primera claridad de la mañana lo va molestando, pero es Diana despertándose de
un gritito quien lo pone en marcha. Sólo ha tenido una pesadilla, en la que él
y su madre morían en un accidente de autobús. No tenía mucho sentido, pero la
ve afectada y se pasa a su cama a consolarla.
Después
de desayunar y ponerse a decidir qué hacer, acaban enfrentado el problema de la
ropa, pues ya están acabando con el subconjunto de la ropa de los viejos que
les vale y que están dispuestos a ponerse. Irán al norte. En teoría el agua
estaba a unos cuatro kilómetros.
Cargan
amalgamadas todas las prendas sucias en el carro de la compra que él arrastra,
y encima el detergente, trapos para frotar y unas pastillas de jabón; mientras,
ella acarrea una mochila con lo básico para ambos y la escopeta. Piensan que no
acercándose al pueblo, será una buena segunda prueba de campo de bajo riesgo
sobre cómo se encuentra él. Hoy apenas le ha incomodado al levantarse, y se ha
atrevido a dejar de tomar calmantes.
El
carro hace ruido, y conforme abandonan el pueblo ven tres zombis seguirles a
paso lento. Esta vez van a tener que perder algo de tiempo en su destino así
que escogen luchar contra ellos. Manteniéndolos separados, ella va dándoles
golpecitos y manteniendo su atención, mientras él se acerca por un lado y les
apuñala la sien o el ojo. Uno lleva dos golpes tumbarlo, pero los demás caen a
la primera.
No
tardan mucho, siguiendo el sendero, en descubrir que seguramente al norte
también haya embalse, pero que no hace falta que lleguen hasta el final, que
allí a mano izquierda llega un brazo de agua, además pedregoso como necesitan.
En un futuro buscarán un barrilete bien grande que puedan llenar de agua para
poder lavar las cosas sin tener que salir, aprovechando los sumideros para
deshacerse del jabón. Hoy es más bien un experimento para tratar de ver cómo se
las apañan.
Entre
los dos bajan el carro hasta las lindes. Frotando las prendas contra la piedra
y sacudiéndolas descubre que todavía le duele demasiado como para hacer eso por
mucho rato, así que pasa a encargarse de la vigilancia y del aclarado de lo que
Diana le va mandando. Por lo visto cuesta un horror sacar la sangre de zombi.
Pero poco a poco sí que parece que las cosas se van quedando empapadas, sin
manchas y con olor a jabón. Diana está usando el detergente de forma general y
luego el jabón para frotar en los lugares específicos. Si eso tiene sentido o
no, ninguno de los dos lo sabe. Funciona lentamente. Con paciencia, por su
lado, también va quitando las gotas visibles de su gabardina de cuero, no
atreviéndose a empaparla, sólo con trapos humedecidos y enjabonados.
A
la vuelta se cruzan con dos chicos humanos, NPC, vivos, aproximadamente de su
edad. Van más o menos hacia el oeste, bordeando el brazo de agua en que ellos
han estado trabajando… El encuentro resulta inesperadamente anodino, pues no
deriva ni de forma violenta ni tampoco amistosa. Supone que la escopeta de
Diana no ayuda a sentar la confianza ni la hostilidad precisamente. Ellos van
armados uno con un hacha y el otro con una vara de hierro en la que se apoya.
Resultan ser hermanos, claramente de estilo “bakalaero” por la forma de hablar;
muy, muy sucios; pero les respeta porque por lo visto llevan caminando desde
Teruel desde que todo empezó. Parece que iban al gimnasio habitualmente.
Intercambian información, ellos les dicen que el pueblo está rodeado desde el
este hasta allí, por el norte, de agua, y al sureste las montañas por las que
han venido. Que parece que eso ha hecho toda aquella zona más segura. “Nota
mental: el agua sirve de barrera natural”. Aunque ellos los han visto salir
andando desde el fondo. “Nota mental: barrera relativa”. Él les comenta cómo
están las cosas rumbo a Madrid, pues es hacia donde se dirigen, pero no parece
disuadirlos de llegar. Después, sorprendiéndose de sí mismo pues esperaría que
fuera Diana quien lo hubiera hecho, les propone que se queden por el pueblo y
al día siguiente se vean para intentar trabajar juntos. Pero ellos declinan,
informan de que van a dormir en una furgoneta abandonada que encontraron y
seguirán. Luego les pregunta si saben de alguna gasolinera. Tiene esperanza de
encontrar alguna guía de carreteras en una, para poder intentar empezar a
descifrar los mapas y apuntes del viejo. Ellos les dicen que sí, que por la
carretera hacia el sur hay una, pero que tienen una “pechá”. Se despiden
dándose mutuas gracias, ellos con una forma de hablar adrede paleta que le
resulta entre cómica y patética.
Precavidos
dan un rodeo pequeño hasta la casa y tienden la ropa en el baño de abajo, para
seguir minimizando dejar signos de su presencia. Comen comentando su éxito y la
anécdota y deciden partir a buscar la gasolinera. No obstante con suma
vigilancia; sabe poder estar siendo desconfiado hasta lo paranoico, pero la
gasolinera podría ni existir, y aunque lo hiciera, si él tuviera que organizar
una emboscada sería precisamente en el sitio hacia el que hubiera guiado a unos
incautos preguntones. Diana le consulta cada poco sobre su dolor. La verdad es
que el trabajo no lo ha hecho empeorar, sigue siendo ya sólo un recordatorio
mustio, como si su daño anduviera ya moribundo aferrándose sin fuerzas a la
vida… Pero no debe olvidar que una cosa es eso y otra propiamente las costillas
que tiene que proteger.
Tanto
durante el camino como allí, sin embargo, sólo encuentran zombis y un coche
accidentado y solitario. Y la guía de carreteras que quería. De hecho coge dos
distintas para contrastar si hace falta. La vuelta sin embargo es algo más
molesta porque tienen que ir esquivando al goteo de doce que han ido dejando.
Siendo tan pocos si los hubieran ido matando se habrían ahorrado dar al final
un voltio por el oeste. No tardará mucho en anochecer. Ha sido una buena
“pechá”. Cenan y duermen, acordando hacer guardias de tres horas esa noche,
bajo el dominio de su paranoia. No obstante cede y el último turno, ya
clareando, lo duermen los dos.
Entre
la vigilia y lo onírico tiene un sueño raro… está haciendo el amor con una
chica desconocida. No es nadie que haya visto nunca que él sepa, pero le
agrada. Pero a la vez sabe que es Diana. Cuando toma consciencia de ello se
despierta un poco asqueado. El despertar de su compañera en la cama a sus pies
coincide con el suyo, no sabe muy bien si por azar o porque al hacer ruido lo
haya provocado. Ella se yergue estirándose perezosa, claramente muy poco
despabilada todavía, saludándolo dulcemente.
Él
la observa un instante, percatándose de golpe de que ha amanecido erecto. Muy
rápido se coloca en una postura improvisada y un pelín dolorosa que oculte todo
bulto, sintiendo un pudor que le era casi desconocido ya. Devuelve el saludo
intentando que parezca como si nada, y cree que funciona.
Se
fija en ella, en sus movimientos. Es una chica guapa… pero no la ve con esos
ojos… ni siquiera porque se diga que es muy pequeña. Es que, joder, no la ve
con esos ojos. Ni siquiera ha soñado exactamente con ella… era ella pero no…
Piensa un momento en Marta y bloquea como reflejo el recuerdo. Decide
distraerse mientras sigue esperando impaciente volver a la normalidad mirando
el divertido cuadro que tiene delante.
Diana
permanece inmóvil, tranquilamente, todo un minuto, mirando a la nada; en un
proceso en el que casi puede percibir sus neuronas despertándose las unas a las
otras. Y, de golpe, da un respingo muy mono, abiertamente sorprendida ella
misma del tiempo transcurrido, levantándose ágil, como en compensación
avergonzada, al evidenciar él que la estaba mirando, y declara que va a ir a la
cocina a por leche. Les queda muy poca, dado que cada vez que abren una botella
tienen que gastarla o tirarla después.
Suspira
aliviado y aprovecha para ir al baño a darse una ducha fría y hacer sus cosas. Cree
que puede haberle sugestionado a aquello incluso que ella le contara ayer que
había tenido una pesadilla en la que aparecía él, mezclado con su vida de antes
del apocalipsis. Se le antoja extraña la idea de aprovechar la situación dados
los pensamientos que la han causado, así que la deja pasar. Antes de salir
vuelve a comprobarse. Ya sólo tiene cardenal de un tono entre el verde y el morado
en la zona periférica a la hinchazón, que sigue en forma a sus dos últimas
costillas y tiene una textura blanda. Hoy, si lo hace muy flojito, puede
tolerar apretarse un poquito el área con el dedo. Ya no duele apenas, sólo como
un carbón moribundo… pero el frío de ducharse al amanecer sigue igual de
terrible… era necesario…
Se
lanza de regreso al calor de la manta a esperar que su cuerpo recobre la
temperatura, agradeciendo el desayuno que ha subido Diana. Luego es ella la que
va al baño, aunque no se ducha.
Comentan
su buen estado. Incluso sus cuerpos parecen irse acostumbrado al cansancio. La
ropa aún no se ha secado y la cocina empieza a heder con las basuras
acumuladas. Por fin concluyen ir a salir de verdadera expedición juntos. Tiene
hasta ganas e ilusión de hacer eso con ella. De experimentar y entrenar el
trabajo en equipo. Ordenan los objetivos: primero visitar la casa junto a la
rotonda y encontrar la forma de entrar de un modo u otro; y prepararla para que
les sirva de vertedero bajo llave. Segundo ir al cementerio a por una pala; y
después a donde haga falta, empezando por ahí y los almacenes entre sembrados,
a por un pico. Tercero, llevar todo de vuelta y sacar la basura. Cuarto ir a la
carnicería, sacar la piedra de afilar y llevarla hasta el cobertizo. Quinto,
visitar el taller y hacerse, al menos, con una sierra para metal, un bobinado
de alambre, tornillos largos, y lo mejor que pueda encontrar para taladrar o
atornillar a mano. Y a lo largo de toda la ruta estar atento para buscar una piedra
del tamaño y forma idóneos que desea. Antes de salir Diana limpia ambos tubos
de la escopeta con su bastoncillo, parece que ha cogido la costumbre incluso
aunque no ha vuelto a disparar. Supone que tiene más probabilidades de ser
bueno que malo para el arma. Él lleva cuchillo, punzón y hacha pequeña.
A
la casa entran, tras varios planteamientos, rompiendo el cristal de un
todoterreno cercano, quitándole el freno de mano y empujándolo hasta dejarlo
bajo una ventana. Después rompiendo el cristal de la ventana y levantando la
persiana con el punzón; bajándola luego y buscando las llaves con la luz de sus
móviles. “Nota mental: conseguir linternas”. Dan con un juego en un cajón del
salón, arrastrando entonces lejos el todoterreno. Cargan todas las latas de
comida que encuentran en la casa en el carro de la compra y emprenden rumbo al
cementerio. Ha descuidado vigilar que esté actualizada su lista de inventario;
deberá ponerla al día.
Los
persiguen cuatro zombis que van llegando, seguramente atraídos por el jaleo.
Están teniendo suerte de no cruzarse con anómalos… Le gustaría saber su
proporción para poder echar cálculos.
Saltan
la valla y dejan sus cosas fuera, reventando sin escrúpulos candados conforme
les va haciendo falta. Los zombis empiezan a aporrear los muros de piedra que
delimitan la propiedad. En los pequeños mausoleos no hay nada, pero en el
cobertizo-almacén, por donde deberían haber empezado, hay buenos juegos de
herramientas que se apropian, incluidas unas tenazas grandes de podar. Unos
monos de trabajo que por qué no. Una pala como Dios manda, de cabeza de hierro
y forma de flecha… y el pico. Uno largo además, que es lo que quería. Tenía
esperanzas de poder encontrar uno allí, porque si al levantar el suelo
aparecían rocas habría que lidiar con ellas de algún modo… pero en los tiempos
del motor podría ser que dependieran por completo de maquinaria. Queriendo
estar doblemente seguro la mira el culo y sonríe al ver la cabeza de una barra
interior de refuerzo. Eso sí que puede aguantar fuerza lateral. La madera
homogénea no le servía precisamente por el riesgo de que se acabara partiendo
ante un golpe.
Celebran
y lanzan todo pieza a pieza tras la murallita, por el lado contrario en que se
encuentran los no-muertos. Aprovechando el propio ruido para irlos atrayendo.
Saltan y los provocan hasta que están cómodamente lejos de su carro y corren
con todo hasta él. Después otra carrera a dejar los juguetes con intención de
sacarles generosa ventaja. Acaban topando con uno de frente. Él, sólo por
concederse el gusto, prueba el pico. Es pesado, lento, poco maniobrable e
ineficiente. Pero le deja el cráneo hecho un guiñapo. Diana muestra impactarse
un poco. Pide disculpas y ella no acepta que tenga que pedirlas. Y que ya la
dejará probar lo que se supone que va a fabricar.
Dejan
todo y sacan a mano las cuatro bolsas de basura que han llenado, tirándolas sin
miramientos a la que fue la casa de alguien. Llegan los muertos vivientes. Los
cuatro en pelotita. La piedra de afilar va a ser algo pesado de transportar así
que optan por matarlos; ella llamando su atención y preparada para disparar si
algo saliera mal, y él con el hacha. No siempre es capaz de romper sus cráneos al
primer o al segundo golpe, pero se siente aun así más seguro porque no necesita apuntar con tanta precisión como
con el punzón.
Remontando
la ruta a la iglesia acaban sintiendo los mamporrazos cansinos y lánguidos de
unos pocos zombis. En efecto hay tres hombres zombificados y en ropas de abuelo
atacando la puerta de la carnicería. “Nota mental: el olor los atrae
definitivamente… o las moscas”.
Los
llaman y tratan de separar como pueden; laboriosamente se van deshaciendo de
ellos con el menor ruido posible, temiendo traerse cosas de la plaza no muy lejana.
Respirando
lo imprescindible e incluso un poco menos, rompen la cadena que sujeta la
puerta a golpes de hacha y agarran cada uno un extremo del cachivache a pedales
que habían venido a buscar.
Las
fuerzas solo les llegan para sacarlo hasta la calle y dejarlo otra vez en el
suelo; entre la roca pulida y cilíndrica que posee y el armazón de metal y
madera pesa hasta lo ridículo. Ridículo que se ven obligados a realizar cogiéndolo,
dando diez o quince pasos y volviéndolo a dejar para tomar aliento. Con el
consecuente enfrentamiento contra un zombi perdido, que su lentitud en llevar
el mamotreto les obliga a emprender.
Al
instalarlo por fin en el cobertizo del jardín, se tiran destruidos en los sofás
del salón. Están de buen humor. Está disfrutando de hacer todo eso con ella; de
poder luchar cómodamente con su respaldo y a la vez sentirse capaz de
protegerla… pero aún pasados unos minutos siente que no le termina de volver la
sensibilidad a las manos enrojecidas y acorchadas. Es medio día casi. Barajan
comer antes de volver a salir, pero saben que de hacerlo remolonearán hasta la procrastinación. A golpe de fingido vigor,
toman sus mochilas pues el carro arruinaría ahora todo sigilo, y regresan.
Siente como el paseo va reactivando sus brazos. Y duele un poquito.
La plaza del mercado, frente al taller, tiene
repartidos unos cinco no muertos, pero también se oyen gemidos desde dentro del
ultramarinos cuya cristalera ella rompió. No obstante, juraría que se nota que
cada vez hay menos de esas cosas. Realmente cree que pueden plantearse ir
asegurando el lugar. Choca su hacha contra la pared para llamar la atención de
todos, tras planificar encararlos calle abajo en el solar.
Berrido gutural. Gritón delgaducho y vehemente que
sale al trote de la tienda y menea la cabeza buscando. La mira, ella asiente en
pánico y abre el cañón cargando un par de balas. Agitando brazos bailones va la
cosa a por ellos entre brincos. Él se coloca para interceptarlo y le da un
revés del hacha en la cara, por el canto para que lo empuje más. Se
desequilibra y vuelve con cero atención por su propia seguridad, saltando a
morderlo. Álvaro opone el mango entre sus dos pechos y cae de espaldas por el
peso, tratando de mantener la distancia con sus dentelladas. El impacto ha sido
en el hombro derecho, pero siente nítida la onda que llega a su pecho y le
grita en destellos plateados que se convierten en una telaraña azul claro
conforme le va doliendo más y más sujetar los embates de la criatura. DUELE.
Está pidiendo auxilio a Diana pero no se atreve a buscarla con la vista y
desatender el estómago dentado y articulado que tiene delante.
Con un único disparo la criatura sale despedida por
la cabeza medio metro a un lado, y sobre sus gafas y bufanda le llueve espolvoreada
una nube púrpura viscosa. Diana camina hacia el cadáver al que le falta medio
lateral de cráneo y empieza a gritarle “¡Jódete! ¡Jódete, jódete, jódete,
jódete!”, algo histérica. Él se levanta y arranca bufanda y gafas rápidamente,
temiendo que ahora en vez de servirle de barrera puedan acabarle rezumando
mejunje en la boca, quedándoselos en la mano. Mira de lado a lado. Los muertos
vivientes los están rodeando en círculo casi perfecto. Corre hacia su compañera
y detiene sus voces chasqueándole los dedos dos veces frente a la nariz y
haciéndole un gesto con la mano casi indignado para que se fije en la
situación. Ella sacude la cabeza muy rápido, con cejas de sorpresa y ojos de
disculpa tras las gafas de bucear, y asiente más pausadamente. Él le señala al
que está más directo en la trayectoria de regreso y comprobando que se dirige
hacia él, va caminando siguiéndola pero dándole la espalda, agarrando el hacha
con ambas manos y haciendo amagos de golpeos entre esquivas cada vez que
intentan agarrarle los que se estrechan sobre ellos. No quiere ni exponerse a
un golpe y que otro lo amarre, pero se está viendo obligado a lanzarse en breve
contra tres a la vez para evitar que puedan pillarla a ella, cuando suena el
disparo. Gira la cabeza al tiempo en que la mano de su “familiar” lo toma de la
muñeca y tira de él para que pasen por el hueco sobre el cadáver del que acaba
de morir con el segundo cartucho, contoneándose grimosamente en el movimiento
para evitar las zarpas hacia él.
Conforme corren ve que ella va intentar cargar de
nuevo el arma, así que él la detiene, solo un poco tranquilizado de que no se
escuchan más gritos. Por mil razones mejor que no haya balas en un arma sin
seguro salvo cuando sean estrictamente necesarias; y por supuesto que nadie más
a parte de ellos dos sepa ese dato. Por fin sobre el muro del solar la regaña
sin severidad sobre que nunca se desconcentre, y ella asiente tan compungida
que hasta le da pena, por lo que le añade la enhorabuena por matar su primer
gritón y que lo está haciendo genial. Ella comenta que le duele un poco el
hombro y se concentra en los que llegan. El plan es hacer ruido para atraerlos
desde la seguridad de la altura y que él con el hacha los vaya rematando. Toma
bastante tiempo la tarea por el mal ángulo del que dispone para golpear. Cuánto
desea tener ya su flamante arma.
Llegan al taller y pasan bajo el cierre sujeto por
el coche. Encienden móviles y sus linternas, ya hambrientos éstos de energía
eléctrica. Salvo nada mínimamente útil para perforar metal, encuentran lo que
buscaban. Cargan mochilas y regresan; él de seguro agotado, y ella mostrando
síntomas de estar igual. La vuelta les obsequia otros dos dúos más a los que
matar, yendo en dirección seguramente a sus disparos pasados.
Se niega a ducharse una segunda vez consecutiva en
menos de veinticuatro horas, aunque se apeste la cama. Ella en cambio se lanza
al abrazo de los seis chorros de Shiva. Buen nombre para la ducha…
Se queda dormido en el sofá varias veces,
combatiéndolo inútilmente con súbitos parpadeos y meneos de cabeza. Comen-cenan
con vehemencia, fuman media shisha mientras festejan charlando de todo lo que
han hecho y llamándose la atención sobre lo bien que han actuado mutuamente, y
duermen.
Se levanta cansado. Tiene algo que hacer. Cuando
sale ella apenas se está desperezando. Le informa de que va al “taller”. Ella
se asusta un momento y le pregunta que por qué, hasta que, supone, comprende
que se refiere al cobertizo y suelta un ruido entre la carcajada y el bufido.
No es hasta que la ve aparecer frotándose de frío
por el jardín, con comida para él, que recuerda ese otro tedio que le parece
ahora mismo parar para alimentarse.
Desde que la luz diurna era poco más que una sombra
blanquiazul y ubicua en el terreno, hasta que el sol está centrado sobre su
cabeza, consigue serrar la cabeza del pico que no necesita, el filo de la pala
que desea aprovechar, y socavar y limar en el palo reforzado el agujero en el
que lo incrustará. Pero Diana lo obliga a retirarse para almorzar juntos. Ha
estado apareciendo y desapareciendo a lo largo de la mañana, preguntando cómo
se encontraba. La herida le ha estado doliendo hoy un poco más pero le da
igual; está emocionado por su autorregalo. Cree que ella ha estado estudiando.
Mientras comen, sintiéndose solo un pelín culpable,
le pide que si puede salir al campo a ver si encuentra una roca más o menos del
tamaño que le indica con las manos y la forma que le dibujará. Ella acepta sin
quejas. No cree que pueda encontrar muchos problemas por los sembrados… pero
poco a poco va sintiéndose mal consigo mismo. Le pide que lo deje, que ya irán
ellos dos, pero ella se niega y le comunica querer ayudarle.
Parte y él prosigue. Toda la tarde pedaleando para
mover kilos de piedra de afilar. Pero antes del crepúsculo, el fragmento de
pala tiene un afilado perfecto, pulido y resplandeciente, y ha conseguido adaptarle
un poquito la forma. Ella volvió hace un rato con tres rocas macizas, de las
cuales dos le sirven. Podrían haber sido mejores quizás, pero como para
quejarse. Cena y duerme sin ser demasiado comunicativo, deleitándose en
analizar y visualizar lo que queda por hacer. Mañana termina.
Se levanta, desayuna y se toma el darse una ducha
como un tedio ya obligatorio por el que pasar. Los brazos con agujetas del
trabajo lo enorgullecen. Ella pasa a mirarlo trabajar de tanto en cuando; le
pregunta cómo va y le pide que le explique un poco. Casi toda la mañana se le
va apoyando el punzón contra la parte plana de la pala y dándole ruidosos
martillazos. La pobre Diana tiene que salir cuatro veces a matar zombis tras la
verja y tirarlos a la zanja por su culpa. Está claro que aunque no los vean
siguen siempre por ahí… Acaba destrozando su herramienta, pero sacando los
cuatro agujeros que quería. Al parar a comer con la compañera cree que se le va
a caer la muñeca, poco a poco ha empezado a notar que le palpita de forma
autónoma, y le pincha si cierra fuerte el puño. Trata de relajarla abriendo y
cerrando suavemente los dedos por media hora. Menos mal que el costado le ha
aguantado sin demasiadas quejas el trabajo, porque no habría sido capaz de
hacerlo con la mano zurda dominando.
Sin mejor cincel que una broca de taladro, a la
tarde se propone intentar hacerle varias muescas al contorno de la piedra a
martillazos; pero ha forzado demasiado su mano antes y ahora no es capaz ni de
golpear ni de sujetar con ella sin que le duela. Se ve obligado a pedirle ayuda
a la amiga, no debería suponer lo que queda ni una cuarta parte del esfuerzo
matutino. Ella, como siempre mostrando alegría de hacer cosas juntos y ser
productiva, se pone con él, que le va dando indicaciones precisas de cómo
hacerlo, explicándole que lo que necesitan es sacar muescas y hendiduras por
las que poder enrollar y pellizcar varias veces el alambre.
En menos de una hora tienen esa parte terminada.
Queda el montaje; pero atornillar hasta traspasar el metal va a ser otro
proceso agotador. Tres tornillos quiere meterle. Dejando la herramienta, con la
cuchilla incrustada a presión en la grieta sobre el suelo, coloca el primero y
carga todo su peso en el grueso destornillador, empezando a girarlo. Esto sí
puede hacerlo con la zurda, y es de pura fuerza bruta, así que es mejor que lo
haga él. Le pide que sujete la hoja por el único lado no afilado, que la fuerza
va a intentar hacerla girar y debe impedirlo. La madera va fácil. El hierro…
Unos veinte minutos hasta que consigue tener totalmente incrustada la cabeza
del primer tornillo. Luego el segundo.
Para el tercero también se ha destrozado la mano
izquierda. La mayor parte ya ha entrado, así que le suplica a Diana que lo
remate. Él se va un momento a echarse agua fría en las manos. Por fin, sólo
quedan las labores más tranquilas. Ella ya se queda a ver terminar el proceso.
Con paciencia pasa y tensa mucho ocho anillos de cable hasta las ocho
hendiduras de la piedra, enhebrándolos por los cuatro agujeros en el metal,
enrollándolos hasta el límite que cabe en las muescas y anudándolos entre
agujeros con lazos que se tensan ante la fuerza para que no puedan retroceder;
comprobando mucho que la roca queda absolutamente sin holgura. Tal vez alguna
vez parta, es lo más endeble de su proyecto, pero parece bastante sólida, no
debería dañarse golpeando carne o hueso. “¡Por fin!”. Sube, coge cinta de
carrocero y la baja ante los ojos curiosos de Diana. Da un montón de vueltas a
la parte de la empuñadura, para que mejore el agarre y además no se astille
blandiéndola.
Exhibe triunfal, alzando con un brazo, su creación.
Pesa bastante. Ambos la contemplan. Ambos con rostro fascinado. Realmente ha
quedado, a su criterio, muy, muy chula. Se sorprende ansiando el momento de
probarla contra un zombi. Para su gusto, lo único que le faltaría es haber
tenido un filo de acero en vez de hierro, pero por otra parte, si hubiera sido
acero sí que no se hubiera visto perforándolo.
Coloca el cacharro sobre una báscula vieja en el
baño. Cuatro kilos con dos. Si el trasto es preciso, es algo más densa de lo
que pretendía; pero eso también le dará más fuerza de impacto, así que es
aceptable. Duerme. Duerme mucho. Solamente pide tener bien las manos mañana.
Siente que Diana tarda un poquito en unírsele, supone que ella sí que habrá
cenado.
Amanecen juntos. Se toman un tiempo para despejarse,
alimentarse y asearse. Él sólo se echa agua en los sobacos y chequea sus
extremidades. Tal vez algo pesadas aún, pero están bien. Charlan. Hay varias
cosas que todavía quieren. Un buen barreño para lavar, ropas, más productos de
aseo, linternas… Y ella le demuestra activamente que también quiere ver el
cacharro en acción. Deciden que harán una ruta tranquila, a por cosas de
utilidad pero sin adentrarse en el pueblo, por las casas periféricas, de
ventana en ventana. Carrito en ristre y a por comidas, pero sobre todo esta vez
a por útiles. Bienes secundarios. Sale sin su bufanda, debería haberla lavado
esos días. “Suya culpa”. Las gafas sí que las limpia con un trapo húmedo, las seca
y se las pone. Se resigna a cubrirse la boca con una de las blusas antiguas que
ella no quiere usar por ser demasiado transparente.
Apenas está despuntando el sol cuando ponen pie
fuera, y comentan que más chaquetas y jerséis y pijamas de verdad y calentitos
vendrían bien. Butano… Aunque no ha dado signos de estar terminándose.
El destino no se hace de rogar. En la rotonda hay un
zombi solitario, mirando embobado un calzoncillo tendido, olvidado y
polvoriento, que ondea al mismo viento helado que les despeina enérgicamente; así
que ambos se atan sendas coletas, ella con una de las dos gomas que le ha
regalado.
El ruido del carrito lo espabila. Gime su
característico “¡¿Uaooh?!” y empieza a arrastrarse hacia ellos.
Él se adelanta y le pide a Diana que esté atenta por
si algo sale mal. Se coloca preparado para recibirlo, agarrando el mango por el
extremo de la empuñadura alineado con su frente, en una guardia alta más de kenjutsu que de manejo de armas de asta
seguramente, pero ya pulirá y trasladará su conocimiento sobre espadas con el
uso y tiempo para entrenar. Cuando se pone a su alcance, complacido
malignamente porque sus brazos no le llegan, hace descender salvaje y recto el
filo, avanzando la pierna derecha mientras carga todo su peso en la cadera, en
movimiento ya de sobra entrenado y marcial.
Como cabría esperar de una verdadera guja, le abre
el cráneo como un grotesco valle partido, hecho de tripa cerebral y sangre
negra, sin detenerse hasta haber llegado a la mandíbula inferior. Se pringa las
manos y torso del “splash” de vísceras. El hombre queda absolutamente inmóvil
por medio segundo y después, a su propio caer, se va despegando de la cuchilla
con hilitos gelatinosos hasta dar seco contra el suelo. “¡Jooooder! Esto ya es
otro calibre…”. No reprime que le salga un extraño y primitivo “¡Uhoho!”
gutural, entre la carcajada y la exclamación. Ella a su lado solo dice un “joder”,
silábicamente muy espaciado, llevándose la mano para taparse la boca mientras
ladea la cara apartándola del irreconocible rostro ahora engéndrico, pero sin
dejar de mirar de reojo.
No puede esperar a probar si también es capaz de
decapitar de un solo movimiento lateral o diagonal. Tiene algunas dudas, pero
ha demostrado ser aún más poderosa de lo que esperaba. Le pregunta a la
compañera si se encuentra bien, y ella se baja la bufanda para enseñarle un
rostro sonriente hasta el punto de mostrar los dientes, con mirada
entusiasmada, tendiéndole los puños cerrados que empieza a abrir y cerrar como
un niño que pide algo. “Dame”, ríe grave.
Él, ochenta por ciento contento de que comparta la
fascinación, quince por ciento asustado del nacer psicópata, que él ya posee,
en ella, y un cinco por ciento fastidiado porque quería jugar más rato con
ella, se la tiende. Le instruye en que tiene que usarla con bastante fuerza y
le enseña la pose básica que él ha empleado, poniendo rumbo, al cabo, a su
meta.
Durante la expedición ella abate a dos de ese modo;
no les causa heridas tan profundas como las que él hizo, pero más que suficientes
para finiquitarlos de un solo golpe, mientras la vigila con la escopeta cargada
por si saliera mal.
Por su parte, se permite experimentar un poco.
Lateralmente consigue decapitar de un único movimiento, oscilando en gran arco
el arma. También averigua que es capaz de hacer golpes letales con una sola
mano, tanto de arriba abajo, como horizontalmente contra el cráneo, aunque eso
causa que hasta le duela el brazo que empuña. Sin embargo, cuando intenta una
decapitación en diagonal ascendente, el filo se le atasca contra la columna del
monstruo, haciéndole pasar un mal trago al haber sido éste capaz de agarrarle
el brazo antes de que Diana se lo quite de encima de dos culatazos y que él le
aplaste el cráneo de una pedrada con el lado romo contra el suelo. Parece que
eso también funciona a la primera. Decide no fliparse tanto. Aprovechan ver dos
juntos para comprobar también que con la alabarda, no es ni siquiera necesario
distraerlos para tratar con ellos en pequeños grupos; tiene margen suficiente para
acuchillar a uno, retirar el palo y alejarse del segundo antes de que se le
pueda acercar el siguiente. El único peligro sería que le diera por agarrar el
palo en vez de intentar atraparlo a él. Se están divirtiendo, y lo que le
preocupa es que, ya, ni se preocupa de ello. Se pregunta si a ella también la
rayarán esas cosas.
Reventando todas las ventanas sin barrotes, y
subiendo las persianas, de un lado de la calle más corta que sale de la
rotonda, van haciendo la compra. Va atento a posibles gritos, malestares
injustificados o zombis alelados, que constituyen lo que más le asusta ahora
mismo, pues con el tiempo que ha pasado ya, le parecería improbable y absurdo
encontrarse a estas alturas con una bola de más de diez zombis juntos
cercándoles por cada dirección; como que sería un argumento forzado de un mal “narrador”
para darle una lección de humildad. Ya sabe de sobra que tiene que seguir
conservando la humildad ante ese mundo. Mucho más la preocupa toparse de bruces
con un zombi al doblar una esquina o algo así, y ante eso agudiza el oído.
Al principio van echando toda ropa que les valga,
pero conforme van viendo la suma del botín, especialmente en un par de casas
con las familias todavía dentro e infectadas, van permitiéndose hasta
sibaritismos. Se culpa por no sentirse más triste ante la perspectiva de esas
vidas truncadas, más impactantes al haberse quedado congeladas en su rutina
todavía reminiscentemente palpable. Pero comprende que para él son ya más loot que seres humanos muertos. Se queda
con esa sensación agridulce por un rato. Diana también parece haberse quedado
un poco meditabunda. Cree que es mejor no comentar nada, no hay nada que decir,
sólo le da un empujoncito acompañado de sonrisa y encogimiento de hombros leves
y deja que el ir recopilando cosas cure sus almas. Y lo hace. Para la una de la
tarde terminan la vía, con el carro y las mochilas hasta arriba; las varias
mochilas, pues se han adueñado de más. Han echado ropa a espuertas y mucho más
ajustada a sus tallas, de abrigo, de trote y hasta pijamas; algunas mantas,
sábanas y almohadas más; otra bombona de gas, seis linternas, muchas latas de
cerveza de diversas marcas y más vino; baterías de móviles y teléfonos por si
funcionan sin el PIN, gorras, pilas de varios tamaños; una playstation 2 con decenas de juegos piratas cuya mayoría reconoce,
cables y dos mandos, esperanzado en hacerla funcionar algún día, ojalá y
encuentre si no una Game Boy en la
que aprovechar tanta pila; varios juegos de mesa típicos como el Tabú, el Trivial o el ajedrez, el cual teme jugar contra ella; más
compresas, geles y jabones para la ropa; todo el chocolate y guarrerías que
había, relativamente escasos sin embargo y, por idea suya, la decena de llaves
de coches desconocidos que han encontrado; y ¡una docena total de espetecs! Y hasta han sacado un barril
de metal vacío que estaba sirviendo de mesa de jardín. Aunque no es lo más
idóneo, es lo suficientemente grande para lavar la ropa…
Ahora están volviendo y el costillar le está
molestando bastante más que los últimos días, cargando el carro con una mano y
compartiendo el peso del barril con ella en la otra; nota mucho la presión de
la correa de su mochila contra su pecho, y seguramente haber estado haciendo el
bruto lo ha perjudicado. Pero le da igual, no se imaginaba que algún día, menos
tan cercano, le molestarían tan poco dolores como aquel. No ve el momento de
regresar a casa a disfrutar de algo de todo lo que han encontrado, no sabe ni
por dónde empezar. “Regresar a casa…”. Se da cuenta de la trascendencia de ese
pensamiento. Siente que ese es ahora su hogar. Está feliz joder. Se da cuenta
de que está feliz de estar allí, de tener a Diana a su lado, está feliz de todo
lo que tiene, está feliz de todo lo que está haciendo, orgulloso de su trabajo,
está feliz de superar los desafíos, y está feliz hasta de la acción de la
lucha, la tensión del sigilo, de la confianza y colaboración con su compañera,
de las cicatrices y el trofeo cínico del dolor tras el combate o la labor… Cae
en que de hecho, aun pese a habérsele pasado su propio cumpleaños, es como si
se hubiera hecho verdaderamente un regalo casi a tiempo. Está muy feliz de
estar vivo, de la vida que está viviendo ese mes… Y no sólo alegre, si no feliz
como, no exclusivamente, pero sí muy pocas otras veces en su vida ha sentido.
¿Hace cuántos días que no piensa verdaderamente en Marta?, ¿ni en su familia?,
¿ni en sus amigos?, ¿ni en los propósitos de su vida que se han truncado con
todo aquello?
¿Está mal sentirse así? Cálidamente ensombrecido por
esos pensamientos, recorre los eternos quinientos metros hasta su casa, la de
los dos. Nada más entran y arrastran las cosas hasta el centro del salón, se
abraza muy fuerte a Diana, besándola en el sudado cogote. Ella reacciona con
sorpresa, pero luego lo aprieta también y acurruca la cabeza en su pecho,
ronroneando muy cariñosa unos segundos. ¿Se sentirá ella igual? No sabe por
qué, pero le da demasiada vergüenza preguntárselo.
De repente nota una punzada de miedo y de tristeza,
ante la idea de que sigue pudiendo perder, en cualquier momento, todo lo que ha
logrado volver a amar… Se da cuenta de que ha vuelto a no serle indiferente su
destino… ya no está sólo sobreviviendo.
Y en él se baten, a lo largo de la tarde que tras
comer pasan juntos, ese abrumador sentimiento y la dicha de disfrutar y
contemplar todo lo que ya han construido; emborrachándose, jugando, charlando y
fumándose el último paquete de tabaco, en el pequeño cometa incierto de su
cuarto.
Mierda, el tabaco…
A
la noche, recostados en sus respectivas camas esperando el sueño, dejando que
se le pase el ardor que siente, entre charlas de ridículos contrafácticos,
interrumpe con un “¿sabes…?”, y prosigue con un “¿querrías que te hable de
Marta?”. Siente que quiere quitarse ese peso de encima, decirle a alguien todo
lo que ha pasado para poder superarlo de una vez, derretir ese titánico iceberg…
Ella le pide que sólo si quiere hacerlo.
Y
para cuando termina de hablarle de ella, de cómo era y de cómo la perdió, está
llorando sin nervio, sólo llorando. Y Diana también. Y sube a su cama con él y
lo abraza. Y lloran con leves sonrisas. Y apretaditos, duermen.
Y
a la mañana lo despierta el gritito inmediatamente contenido que pega ella, que
salta de su lado retirándole el confortable calorcito de su cuerpo y corre a su
colchón a taparse bajo la manta, hasta el cuello como escondiéndose, mientras
intenta ocultar su cara rojísima entre los dedos. Y él ríe mucho, muchísimo. Y
ella estalla también en conectada carcajada, cada vez más relajada y menos
abochornada, adoptando una posición natural.
Después
se levanta en silencio tácito, pasando por su lado para revolverle mucho la
enmarañada cabellera antes de ir al baño. Recuerda haber tenido un sueño
extraño, estaba con Diana y sus amigos a lo lejos, y más gente desconocida, y entre
ellos, Jesús, cabalgando una bomba atómica…
Esa
mañana él le propone, tras desayunar y digerir a gusto, no hacer pereza, y
empezar por fin la rutina de ejercicios que aceptaron. No muy intensas. Correr
en ropa de montaña media hora, por el camino hacia la nada, al ritmo del más
lento de los dos, quince minutos de ida y quince de vuelta, con una mochila de
cinco kilos de cosas a la espalda y, agregan por parecerles buena idea tanto
para acostumbrarse como por si surgen problemas, que ella porte la escopeta y
él la alabarda. Con vistas a poder hacerlo una hora entera en algún momento.
Después, al volver, en el patio, tres series intercaladas de abdominales,
dominadas asistidas mientras lo necesiten y flexiones hasta el fallo. Le cuesta
un poco convencerla pero acaba lográndolo.
A
mitad de la mañana acaban destruidos y apenas son capaces de levantar su peso
en las vigas del cobertizo, yendo directos al terminar a la ducha y al sofá, en
competición por autocompadecerse. Ha hecho poco ejercicio continuado a lo largo
de su vida, pero sí ha coqueteado con él varias veces, así que sabe que si son
constantes ese agotamiento extremo desaparecerá pronto. Aprovechando ese mismo
conocimiento ha diseñado la tabla de ejercicios si es que puede llamarla así,
seguramente haya formas mejores… Propone hacerlo todos los días porque prevé
sin dudas que holgazanearán más de una y más de dos veces.
Esa
tarde, la del día siguiente, y la del siguiente al siguiente las pasan de forma
similar. Desde la comida se entretienen generalmente improductivos, la mayor
parte del tiempo en conjunto, aunque también a veces en pequeñas cosas propias.
Ella estudia un poco más, y él, sintiéndose moralmente obligado al principio,
motivado al poco, emprende el diseño de su siguiente invento. La primera
velada, con excusa del primer cambio de sábanas, la obliga a aceptar cambiarse
de cama, y que ella sea la que disfrute de la más cómoda, al menos por una
temporada. Pese a la rotación de prendas, sigue impregnado el aroma sutil de
Diana en su almohada, lo que le resulta muy relajante para dormirse.
Durante
el tiempo libre, cuando le pregunta interesándose, ella le responde que está
haciendo progresos, que necesitaría encontrar un manual de jardinería, o
botánica, o agricultura de verdad, porque no consigue visualizar del todo el
proceso y nada de las vicisitudes, pero que a veces de forma directa, a veces
cruzando información como la recurrencia de ciertos datos entre muchas plantas
de las mismas familias, sí que está logrando aprender de los tipos de suelos
que favorecen a unas u otras, de sus necesidades de agua, sus estaciones y
hasta algo sobre el abonado y las enfermedades más comunes que pueden
afectarlas… pero que es un proceso lento. Él le asiente maravillado, como si no
entendiera una palabra en broma, aunque intentando dejar claro con la actitud
que más o menos comprende… y se encoge mentalmente de hombros ante que pueda
hacer eso tan rápido. Luego comparte con ella los progresos y dilemas que
enfrenta en su proyecto: construir un molino barato, fácil y por piezas que
puedan subir hasta el campanario, capaz de hacer sonar la campana simplemente
con que sople viento.
Las
mañanas han cumplido por ahora con sus propósitos. Inauditamente, se ha
acostumbrado por completo a madrugar. Se le hace un poco cuesta arriba, sin
embargo, no tener nada que fumar en días tan de relax. Ella también comenta
echarlo de menos. Genial… ¿ya la ha enganchado un poco? No tiene claro si es
eso o que simplemente le gusta compartir cosas con él. Otra cosa de la que se
siente culpable por no sentirse culpable.
Mientras
se ducha el cuarto día seguido de levantarse sintiendo que puede vivir
“tranquilo”, decide proponerle algo mientras desayunan, en aras de satisfacer
un poco las cúspides de sus pirámides de Maslow personales. Pero primero decide
comprobar la base de la suya y chequea sus costillas. Ya se había olvidado de
hacerlo. Apenas es discernible la inflamación, sutilmente enrojecida, y puede
presionarla; si lo hace con demasiada fuerza llega a dolerle incluso muy
intensamente, pero ya sólo como un eco de lo que fue, como un pequeño debuff de su barra de salud máxima.
Salvo por el diente que le falta, ya no quedan cicatrices visibles en él de sus
desventuras.
Masticando
unas galletas con ella, le pregunta qué le parece la idea de sustituir el
ejercicio del día por otra expedición, pero que como es por capricho, ella
decide; que es arriesgarse un poco por tonterías. Ella le pregunta qué quiere y
el confiesa que buscar tabaco de cachimba y una Game Boy; y también cualquier cosa que ella pueda desear, claro.
Responde interrogando si podrían buscar una mini-cadena de pilas, y CDs; o
algún mp3 de pilas. Él “porsupuestea”. Se estrechan las manos como en acuerdo
honorable y se arreglan para la ocasión.
Tras
valorar que, salvo que algún día se propongan de forma marcial limpiar el
pueblo de la plaga, es imposible ir casa a casa, traman juntos cómo buscarán.
Para el tabaco, mirarán si hay estanco en el pueblo, aunque él duda de que en
un sitio como aquel tengan cosas de cachimba; o si no, pese al racismo del
asunto, si hay alguna casa con algo que evidencie habitantes de origen árabe,
pues son los consumidores más habituales de aquello. Para las otras cosas que
ambos quieren, primero buscarán tiendas de electrónica como mejor apuesta, aunque
los dos están seguros de que ni de coña habrá una; y finalmente se fijarán en
casas que tengan algún detalle que favorezca pensar que hubiera niños o
adolescentes en ellas en algún momento reciente.
Dedican
un par de horas a recorrerse exhaustivamente las calles. De la periferia al
centro, que quieren dejar como última opción. Una casa les llamó la atención,
al tener en el jardín tanto una piscinita infantil de goma deshinchada como una
canasta de baloncesto en la pared. Con rejas en ventanas y el acceso interior,
sin embargo. Él decidió poner a prueba la consistencia de su roca, pues si no
fuera capaz de resistir aquello debería cambiarla por otra. Y aunque no pronto,
golpeando la cerradura con ella, fue la puerta la que cedió. Todo para
descubrir que por lo visto, los inquilinos veraniegos del lugar eran unos
amantes de la vida sana y con balones y juguetes manuales. Tenían una
minicadena, pero de enchufe, que ella aun así guardó, junto con un par de
discos de una modestamente amplia selección, sin cara de estar demasiado
satisfecha con ellos.
Anecdóticamente,
en otro lado del pueblo, oyeron voces charlar bajito momentáneamente, y luego
justo al asomarse a la esquina, vieron un monovolumen arrancar y alejarse hacia
el sur. Se consultaron entre sí, pero ninguno de los dos mostró estar demasiado
convencido de llamar su atención. Parecía que acabaran de salir de una casa
concreta, sin haberla forzado. También se cruzaron con otra vivienda con las
ventanas superiores abiertas y ropa tendida dentro de la habitación
recientemente, a esa sí que llamaron tras hablarlo entre ellos un momento, con
ánimo de preguntar a algún lugareño como mínimo, y a ser posible incluso
entablar alguna amistad. Pero ya estuviera muerto, fuera, o simplemente
ignorándolos asustado el propietario, no obtuvieron respuesta y decidieron
dejar el lugar en paz; memorizando, eso sí, su ubicación para el futuro.
Conforme
fantasea con los planes que haría de tener una consolita y qué juegos desearía
encontrar, descubre que está más ilusionado, de hecho, por enseñárselos a ella
y compartir así también esa parte que era tan importante para él de su vida con
ella, que de jugarlos él mismo.
Rendidos,
y hartos de aniquilar zombis solitarios, en parejas y hasta en tríos, pasándose
la guja del uno al otro según el caso, en cuyos rostros él apenas si se fija,
deciden regresar; atajarán atravesando el centro por calles que no han pisado, por
si cayera la breva. Luchar podría haber sido divertido si no estuvieran tan
obcecados en un objetivo que frustrantemente no mejora.
Y
apenas doblan un par de esquinas, ni siquiera cerca del área más conflictiva,
dan de bruces con el estanco. Con un cierre de chapa y una cristalera tras una
verja. Y tras la cristalera una cachimbita de las de tamaño mini expuesta.
Se
miran. Se encogen de hombros casi riéndose, como sin creérselo, y se ponen a
trastear con el candado. Entre martillazos de la herramienta de mano y usar el
mango del arma como palanca, la persiana metálica acaba cediendo y la levantan.
Ella se encarga del no-muerto que atraen con el estrépito. ¿No quedarán ya
gritones allí?
Saquea
el kilogramo doscientos de tabaco que poseen en veinticuatro paquetitos, la
mayoría de manzana, salvo cinco de menta. “It’s
something”. También coge las tres cajas de diez paquetes de carbón que
tienen y, aunque sea por las cazoletas, las dos shishas. Y sabe que eso
significa que tiene que haber al menos alguien por allí que consuma de eso. Lo
apunta mentalmente. Ya que están, arramplan también con todos los chicles y
chocolatinas.
Con
alegría redoblada, vuelven al hogar. Dando con la segunda sorpresa. Una
farmacia sin mayor protección que el cartel de una alarma en la pared exterior,
aunque ya tiene los cristales reventados. Debería habérsele ocurrido a alguno
de ellos mucho antes la conveniencia de saquear una. Convencido de que en
alguna realidad paralela, todavía está sonando una alarma, se adentran con
precaución. Está vacía de vida o de muerte; pero también de muchos productos, y
todo parece bastante desordenado.
Sin
mucha idea, arramplan con lo que les parece coherente y queda, que es poco.
Alguna caja de antibióticos, algunas de calmantes; vendas, gasas, alcohol y
iodo; compresas, antinflamatorio en spray, algún antihistamínico por indicación
de ella, y hasta vitaminas. En secreto, no sabe muy bien por qué, ni del
secreto ni de por qué lo hace, coge una caja de condones.
La
tarde la viven de nuevo en su habitación, fumando un par de clásicas shishas de
manzana y menta. No han conseguido todo lo que querían, pero también han encontrado
algo que no esperaban, y ambos se han dado cuenta de que el pueblo parece estar
haciéndose cada vez más seguro… Pueden darse una palmadita en el hombro.
Sumamente extraño les resulta descubrir, como quien no quiere la cosa, que han
soñado lo mismo. Ella con un grupo de gente que desconocía pero se le antojaban
familiares y cuyas descripciones, algunas, hasta le cuadran a él.
Es
tan raro que pronto decide ni darle vueltas.
Los
dos siguientes días sólo hacen ejercicio y se distraen; trabajando él, estudiando
ella un poquito también. Saliendo exclusivamente a “tirar la basura”. Pero
mastican la idea de aprender a conducir, que deciden poner en práctica la
próxima mañana. Ya refresca muchísimo y salir sin abrigo grueso temprano es
impensable, así como no entrar en calor nada más ducharse. La casa, salvo su
cuarto en el que van acumulando su humanidad, es bastante fría.
La
última noche, consciente de lo abandonada que tiene la tarea que se
autoadjudicó de mantener actualizado el inventario, se ve obligado a pedirle a
ella que lo ayude para poder acabarlo en un tiempo razonable. Por primera vez
desde su cagada lo regaña ella a él un poquito, pero sin animosidad.
Temprano
y desayunados, pulsando botones de los mandos mientras caminan hacia coches
circundantes, pero probando también tozudamente las llaves al llegar a ellos,
encuentran un polvoriento Opel blanco, pequeño y de aspecto de los noventa, en
el que encaja una de las llaves.
Sin
embargo, una vez en el asiento del conductor, al girar el contacto, que es lo
último a donde llegan sus conocimientos de conducción, el coche no da ninguna
señal. Irónicamente, sabe más de su mecánica que de su manejo. ¿Batería? Vuelve
a girar la llave pidiendo con leve furia indignada al cacharro que se encienda.
Desde
algún lugar bajo la manga del abrigo fluye por su piel una telaraña de finos
relámpagos que le hacen cosquillas, saltando de sus dedos al contacto del
volante. Observa catatónico y mentalmente paralizado, solamente capaz de
alejarse todo lo que puede empujando con los pies, como saltan chispas por
todos los pilotos y el cuadro de mandos y empieza a salir humo de todos lados.
Salen
corriendo los dos casi en grito y no se detienen hasta mitad de camino a la
rotonda. A su espalda, recobrándose del ataque al corazón que casi le da el
susto, ve que el humo no va en aumento sino que lentamente disminuye.
—Álvaro…
Ella
está expresivamente aterrada y le señala la mano y la cara. Vuelven a paso muy
nervioso a la casa, directos al cuarto de baño. Donde se desnuda el torso y mira.
—Joder…
—musita.
—¿Estás
bien?
—No
lo sé…
No
se siente mal en absoluto, más allá de cierto hambre, pero su brazo derecho,
casi desde el hombro, ha palidecido de tono hasta lo azulado, y sus uñas están
negras por el extremo y amarillas en el nacimiento. Sus ojos, como metidos en
las cuencas de marcadísimas ojeras, con la piel demacrada y los dientes todavía
más amarillos de lo que ya es habitual en él; nota labios lengua y garganta muy
secos.
Huye
directo a la cocina, donde bebe casi medio litro de agua y devora un plástico
entero de galletas hasta relajarse un poco; bajo la vigilancia constante de
Diana, sumamente asustada, que ahora mismo no le ayuda
La
tarde pasa muy tensa, fingiendo penosamente ambos normalidad, orbitando el tema
sin tratarlo más allá de alguna incursión puntual que siempre acaba en “No sé
cómo ha pasado”, “No tengo ni idea de qué coño ha sido”, o “No tiene puto
sentido”, y demás derivados. Sólo no aparece el cliché “Esto no es posible”,
que ya abandonó hace mucho tiempo. Nunca profundizan sin embargo ni remotamente
en lo que a él más le atormenta, y cree que a ella también. “¿Qué pasa si sigue
empeorando hasta transformarse en… algo?”.
Recluidos
por dos días bastante silenciosos, todo va mejorando, sobre todo porque su
estado evoluciona y al cabo de esa última noche es ya difícil reconocer los
signos de lo ocurrido en su cuerpo si uno no los busca atentamente. Por fin
tratan el tema de forma algo más completa, aunque sin llegar a nada sólido,
como es evidente que no pueden. Hablan sobre magia, sobre pseudociencia y
poderes, sobre lo misterioso de todo cuanto ha ido pasando… Sea como fuere, lo
que más coherente le parece concluir es que, si algo ha alterado a las personas
de un modo que algunos desafían las leyes, no ya de la biología, sino hasta de
la física, como los zombis blancos, no es descabellado inferir que pueda haber
afectado a la gente “normal” de otras maneras.
No
obstante, también se centra mucho en convencerla de que no deben hacer trauma
de todo esto, y que deben volver a intentar aprender a conducir, que es muy
necesario. Y le cuesta, ella no quiere oír hablar del tema, pero tras una hora
de desgaste y enfadarla, acepta. Puede que contra su voluntad, pero acepta. Eso
sí, acuerdan que él no volverá a intentar arrancar nada. Y le parece bien.
La
mañana buscando nuevo coche se les hace muy tensa, hasta que ella da con un
Seat, algo más nuevo que aquel Opel, para el que tienen llave y que logra
encender a la primera.
Al
principio no saben ni qué hace cada pedal. Saben que tiene marchas y que hay
que meterlas en orden según la velocidad. Pero que cuando intentan moverlas el
vehículo chirría muy lastimeramente. Luego aprenden que el pedal izquierdo
permite que entren y que el derecho lo revoluciona, deduciendo entonces que el
central será el freno. Pero que cuando sueltan el izquierdo el coche produce
otro ruido probablemente malo, da un empujón brusco y se apaga.
Tras
muchísimo tiempo en pruebas ante un sol testigo que va observándolos cambiando
de ángulo, acaban por encontrar sentido a esa cosa difusa que han oído de
“embragar”, intercambiando entre sí rumores y leyendas al respecto, y con mucha
paciencia, intercambio de asiento para que puedan probar ambos, calando el
coche cada vez que paran, otras simplemente porque sí, y con miedo de que los
turnos de Álvaro provoquen otra catástrofe, llegan a la rotonda. Donde deciden
que dejarán el artefacto del demonio ese. Saben que han estado haciendo algo
más mal, porque el motor ha ido sonando demasiado alto durante buena parte del
trayecto.
Suficiente
por hoy. Con renovado buen humor ante que parezcan poder relajarse un poco de
que vuelva a pasar nada extraño, vuelven a sus quehaceres.
Los
siguientes tres días, dos salen a hacer ejercicio y todos ellos vuelven a jugar
con el coche. Primero le cogen un poco el punto a ir girando el volante. Luego
a la frenada y la idea de que embragar sirve para que la marcha quede libre,
evitando seguir calándolo en rápidos estertores cada vez que paran, y en
general al punto que permite ponerlo en movimiento. Finalmente ven que hace
falta cambiar de marcha conforme aceleran para que el coche no ruja vehemente,
lo que les lleva, la primera vez que lo intentan seriamente, a estamparse con
un árbol. Nada parece averiarse. Ni ellos, ni el vehículo, ni la pobre planta.
Solo un leve abollón en el capó. Quedándoles el susto y sus risas posteriores.
Enfilando la recta hacia el sur acaban logrando meter hasta la tercera, y
acuerdan que, por muchísimo tiempo, aunque crean que ya se manejan, no pasarán
de cincuenta nunca, que es una velocidad aceptable para ir a cualquier sitio.
Las
tardes siguen a sus cosas. Él ya casi está contento con su diseño. Ella ya ha
dejado de estudiar y, en efecto, se ha puesto con los Episodios Nacionales. Ese será su destino también, teme. Pero ahora
tienen muchos más juegos y, entre unos y otros, pasan el rato. Siguen contando
con generosa abundancia de comidas y bienes. Apenas tendrían que lavar si no
quisieran, pero intentan evitar que se les acumule trabajo. También limpian la
casa por primera vez desde que llegaron, haciendo que se sienta mucho más
acogedora.
Las
posteriores tres jornadas ya se animan a ir circulando un poquito, mucho más
despacio de los cincuenta, principalmente en segunda, hasta donde el motor
amenaza con empezar a rugir, por las calles despejadas de la periferia y las
rutas de tierra circundantes, sin alejarse nunca más de lo que estarían
dispuestos a volver a pie como norma de oro. Hasta hacen alguna prueba de
intentar acelerar mucho y frenar de golpe; sobre todo para hacerse una idea de
ambas capacidades. También intentan concienciarse de que tienen tres espejos
que deberían ser importantes. Y los cinturones de seguridad, si circulan, se
los ponen. En algún momento deberán aprender a robar gasolina de otros coches,
en las pelis lo hacían aspirando desde un tubo… y tiene sentido físico que eso
funcione. Por cierto, ¿su coche será diésel o gasolina?
Han
descuidado un poco el ejercicio yendo sólo una mañana, ilusionados con la
novedad de lo motorizado, aunque por otro lado está empezando a dar sus frutos,
pues ya no les cansa demasiado la carrera y han hablado de subir un poco la
intensidad.
Mientras
uno conduce el otro va experimentando, trasteando con los botones, encendiendo
luces, retrovisores, limpiaparabrisas, faros, aire acondicionado, echando los
seguros, abriendo el maletero… Y la radio funciona, aunque solamente emite
parásitos.
Ninguno
de todos los días en que conducen está absolutamente libre de zombis, y siempre
los gestionan parando y suprimiéndolos a mano. No les inspira ninguna confianza
atropellarlos.
La
primera tarde él termina satisfecho el diseño de su campana-molino y lo
comparte con Diana.
La
segunda, sin ninguna prisa esta vez por ver su plan funcionando, ni ganas de ir
a buscar los materiales verdaderamente necesarios para ponerlo en práctica tal
y como lo concibió, decide recoger palos y usar el bobinado sobrante de su
anterior creación para irlos uniendo entre sí e irles fijando la sábana más fea
de las que disponen, creando algo por ahora muy alejado del modelo. Se lo toma
como un primer experimento que si funciona tal cual bienvenido sea; esta vez su
vida no está en la mesa de juego a corto plazo dependiendo de la calidad de su
trabajo. El resto del tiempo se lo pasan en su habitación, dedicados a la
indolencia amena.
Tras
el deporte del tercer amanecer, conduciendo ella mientras él toquetea, suena
una voz en determinado dial que los obliga a detenerse:
“¡Atención
supervivientes! Esto es una transmisión cíclica del Ejército de Liberación.
Estamos aquí para ayudarles e informarles en todo lo que podamos. Pueden
sintonizarnos para avisos de última hora, siempre en esta frecuencia. Recuerden
así mismo que si necesitan asistencia o suministros pueden intentar
contactarnos en este dial, y si nos facilitan su ubicación, haremos cuanto esté
en nuestras manos por ayudarles”. Parón. “¡Aviso de última hora! Dentro de seis
días, la mañana del martes veinte de noviembre, se producirá una detonación
nuclear de las ciudades de Madrid y Barcelona. El Ejército de Liberación no
está involucrado ni tiene nada que ver con esta decisión genocida. Se
recomienda a toda la población mantenerse a una distancia de seguridad mínima
de cuarenta kilómetros de los centros urbanos afectados. Sigan sintonizándonos
para toda actualización”. Parón. “¡Atención supervivientes! Esto es una
transmisión cíclica del Ejército de Liberación. Estamos aquí para ayudarles e
informarles en todo lo que podamos. Pueden sintonizarnos para avisos de última
hora, siempre en esta frecuencia. Recuerden así mismo que si necesitan
asistencia o suministros pueden intentar contactarnos en este dial, y si nos
facilitan su ubicación, haremos cuanto esté en nuestras manos por ayudarles”.
Parón. “¡Aviso de última hora…!”.
Esa
noche, en la habitación, con gesto de nostalgia anticipada, guarda un paquete
de pilas medianas en su mochila.
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