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Volumen Aurora:
Prólogo
Episodio 1 - Capítulo 1, Libro de Danko
Episodio 2 - Capítulo 1, Libro de Álvaro
Episodio 3 - Capítulo 2, Libro de Andrea
Episodio 4 - Capítulo 2, Libro de Diana
Episodio 5 - Capítulo 3, Libro de Merlo
Episodio 6 - Capítulo 3, Libro de Carla
Episodio 7 - Capítulo 3, Libro de Hugo
Episodio 8 - Capítulo 3, Libro de Álvaro
Episodio 9 - Capítulo 4, Libro de Adán
Episodio 10 - Capítulo 4, Libro de Danko
Episodio 11 - Capítulo 4, Libro de Diana
Episodio 12 - Capítulo 5, Libro de Esteban
Episodio 13 - Capítulo 5, Libro de Álvaro
Episodio 14 - Capítulo 5, Libro de Hugo
Capítulo
5 – Huir hacia delante
"En una revolución
se triunfa o se muere" – Ernesto Guevara.
Libro de Hugo
01/12/2012; 09:11 –
Embalse Colleja Población
humana viva: 1.714.850.805
Adán,
Danko y su novia visten las armaduras. Están junto a la placa que han
rerreciclado del muro que construyeron, algo debilitado tras el trabajo en que
empeñaron toda la tarde de ayer. Para él la misión es llevar a Carla hasta el
helicóptero, que desde la desaparición de Esteban… no mueve ni un músculo.
Merlo se está encargando de Andrea, que apenas parece algo más entera.
Siguen
esperando a ese supervisor que nunca llega. La barrera portátil que han
fabricado… la idea sigue sin convencerle. ¿Parará balas hasta el helicóptero
mientras los tres compañeros acorazados la vayan llevando? Seguramente. Pero el
tanque… No. Y el tanque no parece muy dispuesto a esperar más. Ignoran,
fingiendo no estar, las voces del tal Cruces. Pero…
―¡Vale! ―vuelve
a gritar―. ¡Habéis tenido tiempo suficiente…!
¡Carguen!
Es
el final. Todos menos su novia se apartan de la barricada, que no durará ni
medio disparo de esa cosa. Ella, sin embargo, se encarama y la salta.
¡A
tomar por culo! Va… Mierda, no puede ir detrás. Carla… Los otros dos de las
armaduras, no sin parecer pensárselo un par de veces, también cruzan
acompañándola.
―¡Oh! ¡Hola! ¡¿Quién eres?!
No
responden. Gordan le pasa a su hijo la placa que han fabricado por encima de la
grieta y vuelve a agarrar el peso ligero de Liliana que no para de revolverse…
Precisamente él, que se opuso tanto a montarla en el helicóptero, hasta
discutir a gritos con el propio Danko… Es un hombre de palabra…
―¿Qué coño es eso? ―ríe la voz―. He oído de mis chicos que vieron a
vuestro líder… tener unos problemillas. ―Puede sentir a Carla retorciéndose por
dentro, aunque su cuerpo sigue sin parecer exteriorizar nada.
―¡Sargento
Cruces! ¡Soy Abigaile Williams! Licenciada
del ejército de tierra francés. Solicito permiso y salvoconducto para que yo y
mis chicos abandonemos la posición.
―¡Señorita Williams! Perdone, no sabía
que había alguien militar en su grupo. Habríamos hablado con usted. Permiso
concedido señorita. De uno en uno, diríjanse a la puerta de salida y vayan
marchándose. Les garantizo salvoconducto.
―Señor. No podemos organizar la
evacuación de tal forma, señor. Necesitamos el helicóptero para seguir adelante
con nuestro trabajo, señor. Solicito permiso para embarcar a mis compañeros en
él y marcharnos.
Viéndola
hacer un gesto sutil de la mano para que salgan, traduce él mismo las órdenes a
los demás.
No
sabe cuándo lo habrán planificado, si es que lo han hecho, pero Danko y Adán
han colocado el rectángulo de chapa y madera de tal forma que pueda cubrirles
nada más bajen y se agachen.
―Señorita Williams, lamento denegar su
petición. Recientemente hemos sufrido baja de uno de nuestros activos aéreos, y
tomamos propiedad del aquí presente para el bien común de la humanidad.
Justo
conforme él también llega al suelo, tirando de Carla, más lento que nadie por
tener que cargar su peso prácticamente muerto, ve a su chica quitarle con un
dedo una anilla, que sigue conservando entre su meñique y anular, a una granada
oculta tras su cadera y tras la cobertura móvil. Entonces, sin despegar los
dedos del tirador, la levanta muy lentamente por encima de su cabeza hasta
exhibirla.
―Sargento Cruces. No deseamos
posicionarnos en contra de los intereses de la humanidad. Pero nuestras vidas
dependen de que podamos tomar ese helicóptero. Por ello, he de insistir en que
de no permitirnos acceder a él, arrojaré esta granada al propio vehículo y la
que tengo en mi espalda hacia ustedes. ―En su espalda no hay nada que él vea.
El
hombre sonríe. Seguramente, si no llevase la armadura, ya estarían abriendo
fuego contra ella. Ante un gesto de su nariz señalándola, el tanque,
dramáticamente lento, baja el cañón unos grados hasta enfilarla como una amenaza
abierta.
Por
su lado ya han conseguido cruzar todos, agazapados tras la plancha que agarran
de sus asas caseras los amigos… Se fija en la valla que han destrozado para
entrar… Ella, bajando los brazos, vuelve a poner la anilla en secreto.
―Soldado Williams, estoy seguro de que
habrá aprendido que la amenaza a un superior no acarrea nada bueno. Estamos más
que dispuestos a dejarles unirse a nosotros si es lo que desean, especialmente
a usted. Pero tiene que comprender que ese helicóptero en sus manos nos vale lo
mismo que destruido. Su peso en la negociación es nulo. Le invito a que nos
arroje también esa segunda granada que no creo que tenga ―¿Las granadas no las llevaba de hecho Tsveta en su caja?―; será el momento en que ustedes reciban el fuego de
artillería. Por nuestro lado, no creo que nos cueste mucho cubrirnos tras Come-Muertos
―Da unas palmaditas al tanque.
―Señor…
Conforme
ella habla, el gesto del otro cambia un poco y mira hacia sus compañeros medio
segundo, para volver a girarse hacia Abi, con una sonrisa y la boca abriéndose
a punto de interrumpirla, enérgico.
Cuarentaisiete
cae desde el cielo del acantilado bajo el que se encuentra la mina,
estrellándose como una roca milenaria contra el suelo, entre ellos y el tubo de
la máquina de guerra. En el mismo segundo se yergue, demostrando todo su tamaño
al contraste con el sol anticiclónico de la mañana.
―Qué… ¿Qué ostias…? ¡FUEGO!
Una
salva de balas de más de diez hombres con fusiles repica contra ellos. Todas
las cabezas aliadas se esconden, él por reflejo al menos.
Hasta
que el estallido brutal del fogonazo de la caballería lo ensordece. La
explosión de aire del impacto contra el ente lo derriba al suelo y lo desplaza
medio metro casi.
Cuarentaisiete
ha recibido el cañonazo, atravesando con su cuerpo el escudo que habían hecho, partiéndolo,
sin llevarse a nadie de milagro en su trayectoria, pero derribando a todos, y
se ha estampado contra el muro trasero, que ha crujido partiéndosele la primera
placa. Se levanta de nuevo, recibiendo cientos de impactos por el cuerpo de
cosas pequeñas que hacen saltar chispas y muchas rebotan…
Abollado
hasta haberse hecho plano, se desliza desde su pectoral desnudo el manchurrón
metálico en que se ha convertido el proyectil de tanque que le han disparado,
como un enorme disco de hierro que se despega de su cuerpo sin ojos, sin nariz,
sin rasguños… glorioso e imponente…
―¡CORRED! ―Abi.
Todos
obedecen, arrastrando a la gente hacia el bicho en que ninguno ha montado
todavía, hasta que, tirando dentro sin miramientos a Lili, se van lanzando primero
los búlgaros a ocupar sus posiciones de vuelo; el padre de piloto, Danko de
copiloto, y la hermana justo tras ellos.
Quedándose
atrás, sin ya nada que lo pueda proteger de bala alguna, agarra de los brazos a
Carla que, reticente a moverse, lo obliga a casi echársela a la espalda, y
corre.
El
ametrallamiento dura unos segundos. Después, nadie a parte de ellos se mueve.
Los treinta hombres que los apuntaban y se reían antes se han quedado hieráticos,
mirando como muñecos, soltando las pistolas de sus manos y observando embobados
al “monstruo”.
―¡FUEGO A DISCRECIÓN! ―suelta el mando, incapaz de mover apenas los músculos de su
cara, como ya vio ocurrirle a Danko. Los treinta están paralizados…
No
sabe si reír o gritar. Corre. Corre.
La
paz sin disparos dura apenas unos segundos. Entonces empiezan a llover, contra
todo en general, muchísimos. Pero no hay nadie cercano capaz de mover un dedo
para atacarles… Las balas vienen… mierda, desde los francotiradores fuera.
Corre
más.
Corre
muchísimo más, hasta casi hacer saltar primero a la novia de Esteban, y luego a
sí mismo, dentro del metal blindado cuyas puertas empiezan a cerrar.
El
ser que los está ayudando, de repente, ruge desde su boca sorda y a él le duele
la cabeza un instante, un instante como… Después se marchita tal cual vino el
intenso pitido y Tsveta se gira a hablarles, casi a la vez que están empezando
a despegar acosados por los disparos lejanos.
―Es mío el agradeceros toda la
información que me habéis ido descubriendo, que no ha sido mía el encontrar
solo, antes. ―Pausa hierática―. Otra vez, no hay nada ya que sea nuestro el debernos al
otro. ―Cuarentaisiete la suelta por fin, ante
la mirada preocupada de su familia, especialmente del incrédulo padre.
Conforme
se van volviendo diminutas las cosas abajo, y el resto se va alejando de las ventanas
que han resistido bien los disparos, cree distinguir un único coche negro,
remontando el acceso cuesta arriba hacia la mina, de la cual han empezado a
huir por el campo los soldados del ejército, unos a pie, otros siguiendo la
estela del tanque, campo a través.
Entonces
observa a los amigos, que le devuelven miradas pálidas, y busca su origen.
Carla
está tumbada en el suelo del aparato, junto a la revoltosa Lili, inconsciente…
sangrando con muchísima velocidad desde una herida gruesa justo en el centro de
su espalda. Abigaile y Adán se lanzan a intentar taponarla.
Ponen
rumbo a la cara noreste de la montaña, hacia la vivienda en que el amigo se
supone que ha guardado cosas…
Y
Carla… Carla se está muriendo, con su sangre por el suelo de metal que tiñe de
providencia.
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