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Volumen Aurora:
Prólogo
Episodio 1 - Capítulo 1, Libro de Danko
Episodio 2 - Capítulo 1, Libro de Álvaro
Episodio 3 - Capítulo 2, Libro de Andrea
Episodio 4 - Capítulo 2, Libro de Diana
Episodio 5 - Capítulo 3, Libro de Merlo
Episodio 6 - Capítulo 3, Libro de Carla
Episodio 7 - Capítulo 3, Libro de Hugo
Episodio 8 - Capítulo 3, Libro de Álvaro
Episodio 9 - Capítulo 4, Libro de Adán
Episodio 10 - Capítulo 4, Libro de Danko
Episodio 11 - Capítulo 4, Libro de Diana
Episodio 12 - Capítulo 5, Libro de Esteban
Episodio 13 - Capítulo 5, Libro de Álvaro
Episodio 14 - Capítulo 5, Libro de Hugo
Capítulo
5 – Huir hacia delante
"En una revolución
se triunfa o se muere" – Ernesto Guevara.
Libro de Álvaro
27/11/2012; 08:09 –
Grutas de Valero Población
humana viva: 1.759.350.825
El
impacto suave de un pie descalzo y pequeño contra su boca lo desvela, el
terrible tufo sudado y característico lo despierta; aparta la cara como reflejo
y usa el revés de su mano para empujarlo, dejándolo caer de nuevo sobre su
regazo. Después usa el mismo revés para limpiarse los labios de la invisible y
leve peste.
Observa
a su amiga que, algo molesta por su culpa, se revuelve en sueños, girando un
par de veces hasta acabar en la misma postura en la que empezó, con las piernas
dobladas descansando sobre sus rodillas y un puño cerrado sin fuerza junto a
sus ojos apagados, con la cabeza acostada contra la puerta y el asiento.
Sonríe
enternecido y asqueado a partes iguales. Después mira al exterior por la
ventanilla. Ha clareado bastante, puede vengarse legítimamente.
Con
mucho cuidado, la agarra del pequeño tobillo y hace fuerza medida para que vaya
doblando la pierna hasta conseguir que el talón se le apoye recto justo en la
rótula. Desliza sus dedos índice y corazón de la otra mano hasta tocar apenas
rozando el centro de su planta, al nacimiento del dedo gordo y, con malicia
juguetona, empieza a agitarlos rápidamente para que le recorran la piel de
arriba y abajo, mientras atenaza inmovilizando el tobillo en su sitio.
No
tarda ni dos segundos en despertarse, protestando entre la furia y la risa que
pare.
―¡Ya es de día! ¡Me has metido el pie en
la boca, cabrita!
Se
apiada y pone fin a la tortura. Suelta el pie, que ella recoge como un resorte,
mirándolo indignada mientras él se estira y hace un último chequeo rápido de
que no hay zombis antes de abrir la puerta.
Nada
más la aparta y pisa fuera, casi puede ver salir al mundo, gritando como una
mácula liberada, el hedor de sus dos cuerpos al que ya casi se había
acostumbrado. El aire fresco le contrasta muy placenteramente. El frío no
tanto.
―No me podías haber despertado con
palabras bonitas o algo, ¿no?
Ríe
sin dejarla que lo vea.
―Preciosa ―empieza
ya fuera, desperezándose de nuevo y buscando la chaqueta en el coche en el que
no quiere volver a meter la nariz―; princesita dulce y tierna, ¿te
importaría levantarte ya, que tenemos que irnos y ahí dentro huele fatal?
¿Mejor?
―¡Vete a la porra! ―exclama intentando mantener una adorable cara enfurruñada
mientras ríe.
―Pásame mi chaqueta, por favor.
Ella
lo mira un momento, después coge su prenda y se la lanza con un “¡toma!”,
transmitiéndole enfado con el gesto y con la mirada, pero amabilidad con la
boca.
―No sabes mentir, lo siento.
―¡Déjame! ―insiste
indignada, y empieza a ponerse unos calcetines limpios de la mochila, guardando
en ella los arrugados y amarillentos.
Después
emprende una dura batalla empeñada en ponerse y atarse las botas sin
levantarse, como peleando cómicamente contra una pereza que al final acaba
dándole más trabajo.
Acaba
con una sonrisa satisfecha, estirándose tumbada con un bufido agotado, a lo
largo de toda la parte de atrás, con los pies colgando por fuera del vehículo.
Se
asegura de que lo vea mirándola todo lo hirientemente sonriente que puede. Y
aprovecha para observar su cara, no demasiado secretamente, recorrida por la
discontinua línea rojiza y los discretos puntos. Se alegra de que ver que por
ahora no parece haberle llegado el malestar de tenerla. Mejor que disfrute
cuanto pueda olvidarse de ella.
―¡Déjame, “joer”!
Se
gira sobre su eje y se queda bocabajo enseñándole el culo. Está totalmente
vendida a que le hiciera una sardineta ahora mismo… pero bueno, se la dejará
pasar.
―Vamos, anda… ―Trata de poner un tono conciliador mientras da un tironcito
de su pantorrilla y se aleja unos cuantos pasos cediéndole espacio, aprovechando
para otear el horizonte y reacostumbrarse del todo a la claridad. “No hay
muertos en la costa”. Solo carretera de dos carriles y campos vallados sin uso.
Oye
unos pasos acercándose por su espalda. Saca de su nuevo macuto una botella de
agua, da un traguito y se la ofrece.
―Toma anda, bebe y quítate las legañas. ―Él usa su saliva humedecida para descorrerse la costrilla
de los párpados.
―Gracias ―le
contesta Diana tras oírla dar unos tragos.
Guarda
el plástico casi vacío de nuevo.
―¿Seguimos? ―La mira.
Está
junto a él y lo enfrenta ya con su limpia sonrisa mañanera, agarrándolo con
ambas manos del brazo derecho mientras se acerca enérgica. Siente que le pega
un poco de su buen talante, despejando un poco de su odio a madrugar.
―Sí, ¡vamos!
Andan
dos pasos… Espera…
―Espera…
―¿Qué ocurre?
―No tenemos las llaves de este coche…
―No…
―Parece roto… pero a lo mejor arrancaría…
Ella
profiere una onomatopeya interrogativa.
―Me gustaría probar una cosa…
―¿El qué?
―No sé qué va a pasar.
―¿Qué?
―Arrancarlo.
―¿Cómo?
―Con… con mis dedos…
―¿Qué? ―Pausa―. ¿Qué? ¿Dices…?
―Pero no sé qué pasará…
―¿Por qué?
―Sólo me ha pasado una vez…
―No, que por qué quieres probarlo…
―Si funciona… podríamos utilizar
cualquier coche en cualquier momento…
―Pero, ¿sabes lo que pasó la última vez?
―¿Te refieres a si me acuerdo, o si sé
por qué pasó? ―suelta con tono sarcástico.
―Ambas ―responde
tras meditarlo un par de segundos.
―Pues… ―empieza,
alargando la “e” y decidiendo ignorar la primera pregunta― No, no tengo ni idea. Por eso quiero volver a probar.
―Me da miedo…
―Y a mí… pero… ¿y si puedo hacerlo cuando
quiera?
―¿Cómo sabes que lo hiciste tú, siquiera?
―Recuerda lo que me pasó…
―Eso no lo prueba…
―No sé qué decirte… más allá de que lo
sentí…
―No quiero que te pase nada…
―Tranquila… ya hemos pasado los dos por
lo que me ocurrió… no es para tanto…
―No tienes ni idea Álvaro. Podría ser
peor esta vez…
―No, no lo sé…
―Déjalo, anda…
―Tú misma me dijiste que arranqué yo el
coche antes, sin que pasara nada.
―Pues eso, que lo mismo ni funciona…
―Eso quiero saber…
―No me gusta.
―Vale. Si me dices que no lo haga, te
prometo que lo dejo… confío en ti. Sólo quiero poder protegernos… sé que si me
pasa cualquier cosa me ayudarás. No creo que me vaya a pasar nada malo. Te lo
prometo. Déjame intentarlo, “por fa”. Desde que te hirieron me siento muy
culpable… ―Se siente un poco ruin por su consciente
manipulación, pero… puede serles tan útil en un futuro…
―Pero la última vez hiciste arder el
coche…
―Ya… por eso más que nada quiero
descubrir si lo puedo controlar.
―Vale… prométeme que si notas cualquier
cosa rara lo dejas. ¿Vale?
―Te lo prometo ―miente.
―Vale.
―Aléjate un poquito del coche… si pasa
cualquier cosa necesito que estés a salvo para que puedas ayudarme.
Ella
asiente con gesto preocupado y retrocede algunos pasos.
Se
sienta en el asiento del conductor. Se mentaliza. Piensa en que quiere arrancar
el coche. No mucho. Solo un poquito. Se imagina el coche arrancando solo. Se
convence de que puede hacerlo… En todas las series y pelis funciona así.
Visualización, seguridad en uno mismo, fuerza de voluntad… “Vamos, arranca,
¡sólo un poquito!”.
Sentándose
donde el conductor, con cierta vehemencia, apoya su índice contra la hendidura
de arranque del volante. En su cabeza suena un silencio que lo llama idiota.
Nada pasa. Aparta la mano y la vuelve a apoyar. Sin tanta agresividad, como
intentando imitar la actitud despreocupada con que uno arranca un coche.
Acaricia el metal. Le da unas tobas. Lo mira fijamente.
Se
levanta y vuelve a salir.
―¿Nos vamos?
―Vale… ―responde
ella, con un semblante entre la preocupación y la risa.
―Déjame… ―profiere
intentando sacudirse de encima el ridículo improductivo.
―No he dicho nada…
―Ya.
Se
acerca hasta ponerse a su altura.
―“Hmmm…”. ―Observa
la vía asfaltada de un carril estrecho para cada sentido, tanto de regreso a la
ruta que estaban siguiendo, como hacia alguna parte al este…―. ¿Te parece que sigamos por aquí?
―Va hacia el este…
―Sí… No sé… parece más secundaria. Puede
que esté mejor.
―Me duelen los pies… si es más corto…
―No lo sé.
―Vamos a mirarlo en la guía…
Niega
con la cabeza mientras esboza una sonrisa de circunstancias.
―¡¿Se cayó?!
Asiente
con la cabeza, ahora entrecerrando los ojos. A la vez, niega para sus adentros
maldiciendo… todo.
―Jo… joder.
―Muy bien ―le
aplaude sin demasiado ánimo.
―Vale… ―Tarda
en empezar…―. Vamos a probar.
―Vale.
Empiezan
la, segura, larga caminata; pisando por lo pavimentado. Mientras el terreno
siga tan abierto, no tiene mucho sentido apartarse e ir por suelo incómodo. No
siente que los pies se le hayan adaptado todavía al ritmo; más bien empieza a
estar en la fase de ampolla sobre ampolla. La pobre debe de estar aún peor.
¿Por qué se obcecaría tanto ayer en no intercambiar mochilas? La suya es
claramente más ligera. Ya se la jugará…
La
mañana se ha levantado fría y algo nublada, pero con claros que, espera,
auguren un día y una tarde secos… Diana… La gente de antaño sabía predecir el
tiempo… deberían intentar estudiar esos misterios.
―¿Cómo te encuentras?
―¿Eh? Bien… ―Largo silencio―. ¿Por?
―¿Tienes frío?
―Un poco…
―¡Espera! ―Para
y se apresura a quitarse la mochila e ir desabrochándose la gabardina.
―¿Qué? No. No, no, no. De verdad. No en
ese sentido…
―Toma…
―…Que de verdad. Que no, que de verdad,
que estoy…
―…No me importa.
―…bien.
―¿Segura?
―Sí, sí. En serio. Te lo prometo. Si me
noto tiritar o lo que sea, te lo digo. ¿Vale?
―¿Me lo prometes?
―Sí. ―Empieza
a poner una voz hastiada.
―Vale…
―Gracias…
―Nada…
Se
alegra de no tener que ir sin abrigo pero… ¿estará bien de verdad? La mira de
soslayo mientras van reanudando el paso. Ve que se lleva un dedo gatuno hacia
los puntos y que paga el precio de su curiosidad con un leve respingo.
Ella
muestra darse cuenta súbita de que la está mirando y sonríe abochornada para
apartar la mirada justo después. No puede evitar darle un puñetacito en el
hombro. Es genial.
―¿Te duele?
―Me pica bastante…
―No te rasques…
―Ya… ―Pobre.
―A lo mejor pasado, pasado mañana o al
otro puedo quitarte los puntos… ¿lo vamos viendo?
―¿Me dolerá?
―“Nah”. Seguro que sólo te escocerá un
pelín…
―Vale… ―Tuerce
un labio y acto seguido pone otro gesto de queja mientras se paladea la herida
abierta con la lengua.
―No te lo humedezcas mucho o se te
cortará…
―Ya… ¡Jo! Es que todo está mal… ―Pone un tono más suplicante que de estar sobrepasada…
―¿Jo?
―Paso. ―Le
saca la lengua.
Le
devuelve el gesto y le aprieta una mano por un ratito mientras avanzan. El
camino ha empezado a desviarse hacia el sur… le preocupa. Si no le hubiera
pasado nada al coche, hoy habrían amanecido en alguna playa. Joder. Hasta se
habría atrevido a meterse en el agua un instante para celebrarlo, si el lugar
que hubieran encontrado estuviera libre de zombis y hubiera material para
encenderse una hoguera. Y ODIA el frío…
Ahora…
ahora, ¿cuánto puede quedarles? Solo logra recordar vagamente los mapas.
¿Sesenta kilómetros? Y juraría que hay unas montañas entre medias. Siendo
realistas puede que tengan que andar otros tres días, si no cuatro. Uf… Se le
estremece el cuerpo de solo pensarlo. Ya va percatándose de que ambos han
aminorado el ritmo, agotada la energía de recién levantados. Los pies… le arden
como si estuvieran hechos de mullidas agujas. Teme el momento en que se quite
las botas… debería haberlo hecho en el coche… no puede ser sano estar tanto
tiempo con ellas puestas, tantas veces seguidas…
Pero
conducir…
―Diana…
―Dime.
―¿Querrás que vayamos a aquel pueblo? ―Señala, pensando en los dos que ya han dejado atrás―. Que busquemos otro coche…
―Uf…
―Ya…
Ni
se le había pasado por la cabeza… antes de aquello, que pudieran tener un
accidente como aquel.
―Es que… ―empieza
ella―, me da un poco de miedo.
―A mí también…
―¿Cuánto nos queda?
―Bastante…
―¿Cuánto?
―Si seguimos a este ritmo… tres o cuatro
días. Y eso si este puto camino deja de ir hacia el sur…
―Joder…
―Ya.
―¿Y si buscamos algún pueblo, o algo…? No
sé… aunque sea para descansar un poco…
―Bueno… parece que ya no hay tanta prisa…
―Por eso…
―Vale.
―¿Entonces nos vamos acercando?
―Que no nos pase nada más…
―Podemos ir con cuidado, ver cómo está…
si no, vamos al siguiente…
―Vale… sí, podemos seguir andando hasta
que encontremos algo…
―Y después de comer… ir mirando ya dónde
dormir…
―Sí, por favor.
―En algún momento tendremos que volver a
conducir… ―Cambia de tema en soliloquio paralelo.
No pueden permitirse cogerle miedo… ¿Pero cómo evitar que les vuelva a ocurrir?
―Sí… ¿pero no ahora, vale?
―Sí, sí. Descuida…
Siguen
paseando, sin desviarse del camino, directos a atravesar entre la maraña de
casas, indicada como “Levante de Hinojos”.
―Oye ―interrumpe
ella sus pensamientos―. Ayer…
―¿Sí?
―…el blanco… Después…
―Yo tampoco lo entiendo…
―Pero… ¿entonces están vivos?
―No lo sé…
―Dejé de sentirme mareada en cuanto
murió.
―Yo igual. La pena son las garras…
―¡Se partían con su propio peso!
―Ya…
―Parecía tan…
―¿Miserable?
―No sé… Es como… que no parecía que fuera
para tanto.
―También lo pensé… Al menos ese debió
perder lo que quiera que tenía. A lo mejor no es por morir… A lo mejor es por
donde le di con la bala… Es que no lo sé…
―Sigues teniendo un cargador entero del
AK, ¿no?
―Sí.
―¿Es igual de fuerte que la pistola esa?
―No lo sé… debe de ser parecido… o a lo
mejor no… Alguno de mis amigos seguro que habría sabido decírtelo mejor…
―¿Los que se fueron a eso de los zombis? ―Genial, ahora le ha dado otro tema en el que pensar más.
―Sí. Oye espera un momento.
―¿Qué pasa?
Vuelve
a la maraña de casas… son pocas; el pueblo se ve de un solo golpe de vista. Si
son una maraña es porque… muchas están hechas escombros. En fin… Al menos, no
ve, por ahora, siluetas humanas. ¿Por qué allí? ¿Irían desde Teruel a Barcelona
también? ¿Está de camino?
Pero
hay una cosa clara. Todos esos zombis, los que pusieran rumbo a los hongos
atómicos. Están ahora en alguna parte. Seguro que tan confundidos como siempre…
separándose en grupos de todos los tipos… listos para atrapar y comerse a
cualquiera que se les cruce… y sin la jodida guía de carreteras, se siente
bastante desnudo a la hora de pretender la más mínima predicción de dónde debe
de estar pasando qué…
Recupera
consciencia de su silencio ante los ojos expectantes de Diana.
―Mira ―comienza
casi a modo de conclusión, apuntando con la cabeza.
―¿Qué?
―Está bastante hecho polvo.
―Sí, es verdad…
―Vamos con cuidado, ¿vale?
―No parece haber zombis… hoy no hemos
visto ninguno…
―No te confíes ―procura que no se le escape demasiado tono de reproche.
―Perdón…
―No pasa nada. ¿Vemos si queda alguna
casa entera?
―Sí…
―Venga.
Prosiguen.
―A lo mejor deberías llevar tú el AK.
―No lo he probado nunca…
―Yo ya tengo la guja… Pero sí que pega
más que la escopeta. O eso me ha parecido… no sé, ayer me dolía un poco el
hombro.
―¿Cómo se usa?
―No soy un experto… a ver, es parecido a
la otra, solo que mira, con esto descubrí que eliges, en vez de cañón, si
disparar bala a bala o en ráfaga.
―“Hum…”.
―¿Quieres llevarla?
―Si prefieres llevarla tú, a mí me da
igual…
―A mí también. Pero si la llevas piensa
que tenemos muy pocas balas… No es como la escopeta. Se pueden gastar muy
rápido. En el hospital tiré casi un cargador para nada, por no haber
interiorizado lo rápido que puede disparar…
―Vale…
―Toma. Ten cuidado, ¿eh? Es mucho más arma
que la escopeta; te lo garantizo.
―Vale. Gracias.
Ella
camina despacito, investigando meticulosamente el rifle. Hace un par de pruebas
de apoyárselo en el hombro y mirar entre los palitos para apuntar. ¿Cuál es la
palabra en español para ironsights?
La
compañera tiene un aspecto bastante curioso, con sus pantalones militares, las
gafas de bucear a modo de cinta para el pelo y el kalashnikov en madera y
hierro, finalmente colgando de su hombro derecho, paralelo a la mochila. Pero
su cuerpo es tan menudo todavía y su cara que no engaña a nadie de inocencia
que carga… Bueno… Tal vez sí engañe… Mató a un hombre por él… No ha vuelto a
mencionar una palabra de aquello. ¿Debería sacarle el tema?
No.
Mejor no.
―Ten cuidado cuando apuntes con ella,
¿vale? No pegues la cara al cuerpo. Y yo no la pondría en ráfaga, vibra
muchísimo.
―Vale. ―Parece
ensimismada. Ha vuelto a coger el fusil. ¿Está contenta?
Las
ruinas se les advienen. Tenían peor aspecto desde lejos; ahora se distingue que
sí que quedan bastantes cosas en pie. Les habrá acabado llevando generosamente
la mitad de la mañana llegar hasta allí. Comprueba el reloj de engranajes. Más
cuerda que le está dando con tanto meneo, imposible. Las once y diez… Como si
el estómago también hubiera visto la hora, le recuerda que no han desayunado.
Con la peste a sudores que había condensada en el coche no le apeteció mucho.
―¿Buscamos una casa para almorzar y parar
un rato…?
Gira
la cabeza alertado. Desde detrás de una de las chozas de cal blanca han doblado
la esquina dos hombres de cuerpos y ropas gastadas. Piel pálida amoratada y
andares muy pesados, arrastrando los pies y gimiendo.
Mira
a Diana, que le asiente. Levanta su arma sobre la que se estaba apoyando, y se
acerca hacia ellos, cogiéndola con las dos manos casi del extremo del mango y
descansándola sobre su hombro para poder atacar desde él.
El
primero muere del primer corte y, tras retroceder un paso ganando espacio, el
segundo lo hace del segundo. Realmente le ha quedado muy bien el arma. La mella
en la roca todavía no hace mandatorio cambiarla, pero le advierte de que será
mejor reservarla…
Por
iniciativa propia, la muchacha se acerca a los cuerpos con sus cabezas
laceradas y les hunde su propio cuchillo.
Luego
le sonríe y él le devuelve la seña.
―Si todos fueran como estos… ―empieza ella.
―Sí, ojalá… Aunque…
―¿Qué?
―Nada. Esto es en los campos… pero estoy
seguro de que en las ciudades… tantos de estos… acuérdate de la M-40…
―Ya…
―Vamos a intentar encontrar algún sitio…
―¡Sí!
Le
sonríe jovial y pega un pequeño salto para ponerse en cabeza de la marcha, que
muestra haberle dolido después en el rostro. Él suelta una carcajada.
Sin
ánimo de caminar más, con cada metro como un pequeño suplicio, llega cojeando a
la puerta de la primera chabola en pie. Por toda protección tiene las
contraventanas echadas. Entre golpes del culo de su arma y del kalashnikov
parten las sujeciones que tenían por dentro, arriba y abajo, y saltan a la
oscuridad del cuarto.
Aguardan
varios segundos, en busca de gemidos o cualquier otro ruido…
Parece
despejado.
―¡Aquí hay camas!
―Yo creo que mejor que no nos tumbemos… ―suelta dejándose caer de culo en el sofá del recién
encontrado salón.
Ella
entra y se sienta en un sillón.
―¿Y eso?
―No habrá quien nos levante…
―Ya…
Se
examina perezosamente los pies calzados. Tiene algo de miedo de qué se pueda
encontrar en ellos, pero los nota dormidos… Suspirando, se agacha y empieza a
desabrocharse parsimoniosamente los cordones.
―¿Estás bien?
―Ahora te diré… ―En comparación con ella, no debería permitirse queja.
En
cuanto puede, empieza a tirar agarrando la prenda por arriba. Nota pinchazos y
alivio a partes iguales. Un último tirón arranca el cuero, que deposita a un
lado, y empieza a batallar con la otra bota, notando instantáneamente casi como
si su extremidad respirase con bocanadas propias.
Cuando
ambos están fuera, observa sus plantas envueltas en el calcetín de más de dos
días. La suela de ambos tiene varios círculos rojizos distribuidos, uno de
ellos bastante amplio centrado bajos sus dedos.
Con
mucho cuidado los desprende, sintiendo una grimosa sensación pegajosa al
hacerlo. Antes de que pueda terminar emana una peste profunda.
―¡Uf! ―exclama
Diana, poniendo una mueca asqueada.
―¡Oye!, tú no te quejes, encima.
―Jo… ―Alarga
muchísimo la “o”.
Por
fin, observa sus plantas desnudas.
Vale.
No hay nada extraño… solo piel y bastantes ampollas. Algunas de ellas
reventadas. Aprieta un poquito la herida más grande, que le pincha al instante.
Empieza
a jugar primero con los dedos, devolviéndoles la sangre, y después apoyando con
cuidado en el suelo de baldosa, como buscando las posiciones menos dolorosas al
hacer fuerza. Como con las yagas de la boca, le duelen, pero no puede parar de,
tranquilamente, probar a ir apoyándolas en diversos ángulos, sintiendo las
rojizas quejas de su piel hinchada.
¿Por
qué harán eso los humanos? ¿Obedecerá a alguna estrategia evolutiva? ¿Descubrir
la gravedad de una herida, o algo…? Ella no parecía tenerlos tan mal esa
mañana…
―¿Tú cómo los tienes?
―No sé… no me apetece mucho quitarme los
zapatos…
―¿No te duelen?
―Sí, un poco…
―En fin ―profiere,
alargando mucho todas las vocales.
Deja
que se instaure el silencio y mira por la ventana, entrecerrando un poco los
ojos.
―¿Quieres que busque a ver si hay comida?
―No te preocupes… luego lo hacemos
juntos… ―bosteza.
―No me importa…
―Como quieras…
Ella
se levanta y desaparece… él…
―Álvaro…
―¿Eh?, ¿dime?
―Se nos va a hacer tarde…
―¿Qué?, ¿cuánto rato…?
―No lo sé… ¿Una hora?
―Uf… vale, sí.
―Mira…
Sobre
la mesita ha dejado unas latas de fabada asturiana, dos paquetes de galletas
cerrados, un chorizo en longaniza a mitad de comer y un par de botellas de agua
y otras dos de Coca-Cola.
―¡Oh! ¡Qué bien!
―Todo lo demás… ―vuelve a hacer una mueca de asco.
―Me imagino… ¡Qué guay! ¡Coca-cola!
―Está caliente…
―Ya… bueno.
Abre
una y le da un trago saboreado; luego se la pasa a ella. Sigue sabiendo muy
rica. Además contiene mucho azúcar.
―Gracias.
―¡Faltaría!
Aguardan
un momento y luego incorporan los suministros a sus mochilas…
―Diana, ¿te importa si voy al baño un
momento?
―Justo estaba pensando… ¿te importa si
voy yo primero?
Ríe.
―De acuerdo.
Ella
se marcha. Mierda. Si hubiera ido él primero, luego podría haberse quedado él
con su mochila fácilmente. Se tira a mirar al techo.
Una
vez queda libre el inodoro, con terrible pereza, se pone calcetines nuevos, se
calza y se encamina hacia él. No huele demasiado pesado, pero decide hacerle
pasar vergüenza igualmente.
―¡Joder qué peste!
―¡Lo siento! ―suena desde lejos, abochornada.
Se
sonríe y defeca a gusto.
Fuera
de la casa vuelve a proponer sin éxito intercambiar mochilas. Al menos ha
logrado cargar la mayor parte del nuevo peso él.
No
tardan mucho desde que reemprenden la marcha en empezar a dolerle los pies y
obligarle a caminar despacio.
Pero
es que no cabíaa en quedarse entre aquellas ruinas… mejor que hagan callo sus
pies en algún momento…
Muy
lentamente, conforme va pasando el mediodía, recorren otro pueblo y dos
urbanizaciones que casi parecen villas pequeñas… la última de ellas bastante
entera… pero aún es pronto para hacer el alto definitivo del día…
―Mira… estoy harto. Como esto no deje de
ir hacia el sur de una maldita vez, vamos a tener que volver, o vamos a acabar
de nuevo en Teruel… o vete a saber dónde.
―Joder… teníamos que haber seguido con el
plan del principio…
―Ya. Ya lo sé. ―Sí. Su voz ha sonado un poco borde. También lo sabe.
Y
todos los carteles que encuentran solamente anuncian poblaciones locales de las
que ninguno ha oído en la vida y carreteras con letras y números… Lo único que
le permite cierto optimismo es que han empezado a adentrarse en terreno
montañoso, excavado a menudo para que lo atraviese la carretera, y es cierto
que, muy sinuosamente, deben de haber ido avanzando hacia el este, pero no sabe
si más o si menos que hacia el sur.
Como
si lo escucharan. De repente, tras una amplia curva, el camino se endereza,
anunciando que van a poder caminar un buen rato dejando el sol a su izquierda.
Aunque antes habrán de atravesar un pueblo partido en dos aguas por la
carretera. De todos modos… ¿para qué tanto empeño en evitar el sur ya? Lo
importante es tocar costa… Pero le escama acabar yendo a parar a alguna de las
grandes ciudades de playa y turismo… No, demasiado pobladas. No quiere acabar
en ninguna de ellas. “Nota mental: en un futuro, no apartarse de las rutas
conocidas; sea al menos por la paz de su espíritu”.
Y
todo va siendo cuesta arriba… Las calles no están libres de no-muertos. Que,
por primera vez en mucho tiempo, van conformándose en una pequeña procesión que
los acompaña…
Solamente
unos pocos gritones que salieran de entre la nada podrían ponerles en un
aprieto, tan cercados por zombis a un lado y al otro, no muy lejos, los muros
de roca de los picos… Pero parecen haberse ido los que hubiera… Seguramente
ellos, que son ágiles, fueran los primeros en irse cuando las explosiones…
¿Pero
y el resto?
Ese
pueblo está prácticamente en una hondonada entre crestas del monte… ¿a lo mejor
desde allí se divisó mucho menos la columna de humo?, ¿y atrapara a muchos de
los muertos vivientes de vuelta a las casas, incapaces de atravesar el terreno?
Eso tiene sentido… y explica, a la inversa, por qué está todo en él tan entero…
―Deberíamos irnos planteando dónde
dormir… ―le susurra Diana.
―Sí… pero este pueblo no me gusta. ¿El
siguiente? ―Corresponde el tono.
―Vale.
Seguramente
a apenas tres o cuatro kilómetros por hora, que sabe estar ralentizando él más
que ella, no logren perder con suficiente velocidad a los muertos vivientes que
han acumulado que, ante las suaves curvas del camino, siempre acaban volviéndo
a ver antes de que puedan desaparecer tras alguna cobertura o nueva curva. Así
que al divisar, ya bien adentrados en terreno montañoso, un giro que conecta no
muy lejos con otro más, parcialmente cubierto por una arboleda, le propone a la
amiga, a su pesar, que se den una carrera hasta el nuevo cambio.
Su
esperanza es que, para cuando los zombis consigan doblar la carretera, ellos ya
estén al cobijo de los árboles y se dispersen buscándolos.
Ella
acepta. Tampoco parece ilusionada con correr. Siempre ha sido él significativamente
más rápido que ella, siente un conato de orgullo herido al descubrir que ahora,
por culpa de sus dolores, puede irlo dejando atrás y es Diana quien contiene
sus fuerzas para ir a su trote, que internamente siente patético.
Sin
aliento y muy magullado, se detiene al cobijo del tercer árbol nada más pasada
su meta. Puede que haya funcionado un poco. Muchos de los que han despuntado
primero están siguiendo la carretera todavía, pero otros tantos han seguido en
línea recta hasta acabar despeñándose por el barranco a la derecha.
Tienen
que aprovechar la ventaja. Respirar es un lujo prescindible ahora mismo. “Nota
mental: replantearse y meditar sobre las estrategias a seguir al desplazarse
por terrenos naturales y en cansancio extremo”.
A
susurro de “vamos”, trata de volver a liderar el paso. Diana le apoya una mano
en las lumbares por un rato, empujándolo un poquito.
Con
todo, parecen seguir zigzagueando hacia el noreste. No tiene ni idea de dónde
están. Se le empieza a antojar cada vez más y más inviable llegar andando a la
costa… Pero la humanidad se ha trasladado así toda la historia. Tiene que
poderse… Pero… ¿qué habrán hecho en ya ocho horas?, ¿quince kilómetros?; ¿puede
que veinte?
“Tres
días más”. “Tres días más”. Sabe que perfectamente pueden ser cuatro o cinco.
Sin
esperarlo, tras superar un cambio de rasante de una cumbre relativa, encuentran
que la carretera conecta a lo lejos con unas construcciones que pudieran ser
una urbanización, y otro edificio con aspecto de fábrica vieja, o hangar de
algo… toda el área bañada por un embalse pequeño, del que fluye un río que
pareciera perderse para discurrir paralelo a la carretera que han estado
siguiendo…
Y,
a mitad de camino, una furgoneta morada aparcada, apenas visible, en un lateral
que conecta con una pasarela que permite acceder al área, frondosa en césped,
de los espaciosos aledaños al agua.
―¿Funcionará?
―Sólo hay un modo de saberlo…
Despacio,
con las armas en la mano, recorren el generoso tercio de kilómetro que los
separa. Hace varias vueltas que no han vuelto a ver a sus perseguidores, y hace
poco que enfrentaron un desvío en tridente, escogiendo seguir por el tramo
principal, el único asfaltado… confía en que ya les hayan perdido la pista.
Es
de marca Volkswagen, alargada y rectangular. Al encarar la chapa de uno de los
laterales del vehículo descubren que sobre el morado han pintado un tigre de
bengala en un primer plano, tras el cual se divisa una luna desproporcionada y
un lobo en silueta, aullando.
Se
aproximan al asiento del conductor y explora él dentro, cubriendo con las manos
las ventanas para evitar reflejos.
Las
llaves están puestas. Todo está bastante limpio, aunque hay un montón de
cachivaches repartidos por todo el salpicadero y suelo, y otros tantos bultos
oscuros en la parte de atrás. Desde un póster de Bob Marley mal enrollado hasta
un mechero en forma de consolador. Un recorte de periódico, pegado con celofán
al techo, le hace perder la noción del tiempo, con la fotografía en blanco y
negro de una chica joven y gordita, de pelo ondulado y blanco y ojos de nieve,
y un chico delgado y de larga melena, musculoso; ambos censurados, sin ropa y
encadenados a un árbol de lo que, cree, es el retiro.
Pese
a que el medidor de horterada se le está disparando por encima de los nueve mil,
en algo así podrían desplazarse y vivir a la vez…
―Diana…
―Álvaro…
Se
gira buscándola con los ojos, alertado por algo demasiado suspensivo en su
tono. Ella no lo está mirando a él. Sigue la dirección de su vista y choca de
bruces con un hombre frente a ellos, a unos diez metros de distancia. No se
mueve, solo los observa. Debe de tener unos sesenta años y está desnudo. Con el
pelo húmedo larguísimo y de un rubio que lucha por conservar algo de color y
una barba negra; la piel morena y seca, cuarteada como cuero duro tras músculos
algo marcados; agarrando una toalla con ambos brazos, cruzada por encima de sus
hombros hecha un rollo; y el pene colgando arrugado, no lo suficientemente
escondido tras su densa mata negra.
Diana,
muy despacio y con semblante incomprensible, alza el arma apuntándolo. Él… no
tiene ni idea de qué hacer. El hombre suelta una de las manos de la toalla y la
abre. No tiene muy claro si pidiendo tranquilidad o saludando.
―¡Buenas tardes! Me llamo Girasol Joven ―Vale, saludo…―. ¿Os gusta Estela de Bengala?
Silencio.
―¿Álvaro…?
Silencio.
―Hola… ―Se
acerca con el arma todavía empuñada en una mano y le estrecha la otra al
hombre.
―¡Girasol! ¡¿Quiénes son tus amigos?!
Por
la cuesta sube una mujer anciana y regordeta. Sin nada. Con el pelo enrollado
dentro de una toalla oscura; la piel más bronceada todavía que la del otro,
llena de formas de grasa y mujer sacudiéndose al ritmo de sus pasos; y vello
bajo sus brazos e intimidad… Sus ojos son tan claros que hasta inquietan más
que el resto de su cuerpo sin secretos.
―¡Invierno! ¡Cuidado! Creo que no son
gente pacífica.
Silencio.
―¿Álvaro?
Invierno
llega hasta ellos, con sus chanclas empapadas. Se arranca la toalla de la
cabeza descubriendo una melena de rizo denso, encrespado y plateado.
―¡Chico! ¡Suelta eso ahora mismo o voy a
tener que darte un azote con la toalla! ―exclama con una sonrisa de oreja a
oreja, mientras sacude el brazo para que la toalla se enrolle sobre sí misma.
Silencio.
―Tranquilo ―empieza
Girasol Joven―, jamás la he visto pegar a nadie. No va
a empezar ahora. Pero tiene una boquita que la traiciona.
Empieza
a caminar hacia ella, que los sigue observando con su gigantesca sonrisa de
dientes amarillentos.
Cuando
se encuentran, se besan en un largo pico y se abrazan de las cinturas
mirándolos.
Silencio.
Silencio.
―¿Álvaro…? ―Ella
ya ha dejado el arma colgando de su mano…
Silencio.
Deberían
haber empezado el viaje hoy… sea como fuere ya es de noche. ¿A qué tantas
prisas, de todos modos? Pero… es que no es nada seguro donde están… Como tenga
que esforzarse tanto en convencerles de esconderse un poco todas las veces, le
van a salir canas del estrés…
No
queda más remedio que intentar relajarse; alerta. Observa a Girasol. Está
despatarrado, en su bata de manga larga abrochada y en chanclas, fumando con
mucha calma en el rostro. Se sienta a su lado, dejando un metro de espacio, y
se apoya contra la pared, algo saturado del pestazo a porro. La espalda le
duele un poco; la noche de dormir sobre chapa, con un cojín nada más, no ha
sido buena para sus vértebras, pero a cambio el resto del cuerpo se siente bien
del descanso. El motor al ralentí traquetea en el umbral de su conciencia.
Lo
sobresaltan su amiga e Invierno, abriendo las puertas traseras bruscamente y
pasando a carcajadas desarticuladas. No está muy seguro de si hizo lo correcto
dejándola a ella que fumara también… La anciana cruza todo el vehículo y,
encaramándose a la parte de atrás de los asientos, enciende el reproductor de
CDs, inundando de psicodelia el ya recargadísimo ambiente: de cosas, humos y,
ahora, sonidos.
De
repente Diana se sube encima de la mesita de café, que sirve de centro del
habitáculo y que cruje lastimera, y empieza a moverse. Un poco como sin rumbo,
pero con cierta coherencia interna, con cierta gracia, al ritmo difuso de
Jefferson Airplane… Y sin mediar la provocación de nadie, se coge la camiseta
por el vientre y se la quita despacio. Gracias a la calefacción hace bastante
calor dentro…
Intenta
levantarse para impedírselo paternalmente, pero una mano sin fuerza le sujeta
del hombro y le susurra “déjala, se está expresando”.
―¡Eso es niña!, ¡ánimo!, ¡suéltalo todo! ―vitorea bajito la mujer, aplaudiendo un par de veces.
Se
queda con las piernas cruzadas, confuso sobre qué debería hacer. Teme detenerla
y provocarle un amarillo. Jolín, si es que prácticamente ella le pidió permiso
para fumar… pero no es su padre… ¿y qué otra oportunidad habría tenido la pobre
de probar algo como aquello? No siente
que ninguno de los dos del matrimonio tenga la más mínima intención de
aprovecharse de ella… Realmente parece que creen en lo que dicen…
Y
la prenda se le desprende y cae desde su calavera al suelo, con un leve gesto
de la mano. La mujer vuelve a aplaudirla y animarla. El hombre a su lado ríe
con alegría y la observa sin un ápice de lascivia en el rostro… No lleva
sujetador…
No
quiere, pero no puede evitar concederse mirar un segundo. Sus pechos son
pequeños, bonitos, graciosos a la vista.
Vuelve
a ladear los ojos. El olor a maría lo aturde y la distensión hogareña del
ambiente lo confunde. Se siente en contradictoria pugna entre la incomodidad y
la relajación, entre el instinto protector y la dicha, entre el deber honorable
y la belleza, entre la seriedad y la diversión… Están haciendo ruido… pero es
un instante que sabe necesita atesorar. Nota su alma suplicándole que lo
disfrute y lo guarde.
Mira
de soslayo a Diana. Ahora le está dando la espalda facilitándole la labor. Se
la ve feliz. Será una felicidad falsa, pero ahora no hay zombis en su cabeza,
no tiene unos padres muertos ya, una bomba atómica no ha arrasado su ciudad, y
en su mente no existe en ese momento esa costra redonda que ve en su hombro,
por un balazo que jamás debería haber recibido, ni la cuchillada en su cara…
Tuerce
la cabeza encarando a Girasol Joven.
―Eh… ¿sigue en pie la invitación?
El
hombre le sonríe asintiendo con aprobación y le pasa un porro de su bolsillo,
junto con un encendedor verde, mientras le da un manotazo en el hombro.
Da
la primera calada, dejándo caer, suspirando, todo el peso contra la pared de
chapa pintada, y se abandona al momento.
Poco
a poco se va deteniendo en el tiempo, y la parte de atrás de la furgoneta se
deshace como una isla colorida en medio de una negrura insondable. Las cortinas
de visillo blancas, ocultando las ventanas, son nubes de un cielo verde, con
flores estampadas como estrellas. Las cajas, bidones de gasolina y neveritas de
metal, son sus provisiones de náufragos hermanados, los muros azules el océano
que los esconde, todos los muñequitos, guardasueños, pirámides de cristal,
plantas y otros fetiches, son duendecillos, criaturas del bosque y piezas de
aquel ritual mágico que los protege. Y en el centro, un fragmento vibrante de
realidad congelada que danza.
Contempla
el cuerpo viviendo de su amiga, iluminado únicamente por las caricias rojizas y
naranjas que la lámpara de lava, conectada a la batería de su isla, le lanza
envolviendo sus formas y pliegues, mientras gira y pisa descalza la pequeña
mesa, cuyas patas cedieron hace mucho tiempo.
Descansa
su propia mente torturada en sus formas, y siente como con sus zarandeos limpia
sus recuerdos y va aliviándole de la carga reprimida. Y llora sin un ápice de
tristeza enturbiando su talante. Llora, mientras sonríe contemplativo, decenas
de malos recuerdos desapareciendo.
Y
disfruta cada imagen: los cabellos castaños de Diana reflejando como una
hoguera los destellos rojos y amarillos de la lámpara que los prende y lanza de
un lado a otro. Sus brazos delgados, mucho más morenos de lo que recordaba,
tersos y suaves, ora oscurecidos en el eclipse de su cuerpo, ora
resplandecientes a la luz; llenos de energía pulsante. Sus axilas angulosas y
profundas, de párvulo vello. Sus costillas sutilmente marcadas en un juego de
valles sombríos y pequeñas cumbres, redondeadas bajo sus senos. Sus discretos
pezones despiertos, que comparten y expresan su alegría. Su vientre liso y casi
plano, tímidamente redondeado al perfil de su ombligo. Los pequeños hoyuelos
sobre su proporcionada cadera. La franja intermitentemente convexa de sus vertebras.
Sus sedosos y pulidos hombros, ahora marcados con un pequeño cráter casi
sanado. El relieve fino de los huesecillos en su nuca. Su garganta recorrida
por dos finos tendones desde la clavícula y que se esconden antes de su
mandíbula. Su rostro redondo y en trance, con la forma de la calavera escondida
por la piel, excepto en su angulosa barbilla. Sus labios poco prominentes y
poco coloreados, marcados muy sutilmente con aquel injusto corte. Su nariz
pequeña e incipientemente respingona, con una diminuta forma marcada a mitad
del tabique. Sus ojos claros como un amanecer. La línea ya casi por completo
cicatrizada que le recorre, apenas diagonal, desde la ceja hasta el nacimiento
de la mejilla derecha, rompiendo ruda y encantadoramente la simetría juvenil y
sin arrugas de su cara…
No
sabe cuántas canciones psicodélicas reposa embelesado, adormilándose al son de
los vaivenes lentos y paganos de Diana. En algún momento los hippies los han
dejado a solas, pero no se ha dado cuenta de cuándo ha ocurrido. Deben de
haberse pasado a la parte delantera, aunque les han dejado la lámpara y la
música encendidas. Está tan tranquilo…
Y
de repente lo sobresalta Diana, que se lanza a su lado y acurruca su cuerpo
desnudo contra el suyo. Debe de haber estado bastante rato porque nota la mente
bastante despejada de lo que quiera que haya fumado. La amiga se aprieta contra
él con ojos cerrados y una sonrisa boba.
Con
mucho cuidado de tocarla solo la espalda y el hombro, la aparta un poquito,
echa mano de su chaqueta y la envuelve con ella. Después, agachado, se desplaza
a la pared opuesta del habitáculo y vuelve a dejarse dormir, frente a su ahora
cubierta compañera. Se da tiempo para una última reflexión, caballerescamente
enorgullecida, al hacer memoria de que, ni ahora ni antes, la extrañísima
energía viva que lo ha recorrido se ha enturbiado con otra cosa, y descendido a
su entrepierna.
“Nota
mental: …”.
En
duermevela, lo va desperezando un fragmento de conversación que capta.
―…Aun así, lo siento mucho…
―Que no le des más vueltas mujer. Era una
mesa. La hemos intercambiado por vida. Me alegro de que su espíritu pueda
formar ahora parte de ti para siempre…
―Gracias…
La
puerta trasera de la furgoneta está entreabierta y entra fresco y claridad por
ella… Poniéndose los calcetines y las botas, se desliza hasta salir.
―¡Eh!, ¡buenos días! ―Girasol. Huele a verduras cocinándose.
―Buenos días…
Busca,
con la mirada dolorida ante la blancura nublada. Han colocado cerca, a los pies
de un árbol, las tres sillas plegables. En una de ellas está sentada Invierno.
El marido se encuentra a un lado, con una pequeña hoguera entre manos y una
olla hirviendo sobre ella.
Diana
está a mitad de camino. Se gira sonriente a saludarlo con la mano y, un segundo
después, cambia el gesto y aparta la mirada muy ruborizada, ofreciéndole la
nuca. Él, sin esconder lo más mínimo su carcajada, se acerca a grandes pasos y
le da dos manotazos cariñosos sobre la cabeza.
Ella
se abraza a su vientre y esconde su cara sonrojada en su pecho. La oye y
siente, riéndose nerviosa en su esternón. Después se calla y alza el rostro,
quedándose los dos en silencio de miradas cercanas cruzadas, y estallan en
risas como una conversación.
Entre
lágrimas de no poder respirar, separándose, capta los vistazos hirientemente
enternecidos del matrimonio.
Al
final, se sientan todos, él en el suelo, a desayunar un cuenco de caldo de
verduras, con tropiezos de zanahorias, judías, patatas, brócoli y otras cosas
que en el pasado habría considerado al límite de lo comestible, mientras beben
zumo de tomate.
―Invierno… ―empieza
mientras rebaña la comida.
―¿“Hmm…”?
―…hoy iremos a la costa, ¿no?
―No lo sé… ―Se
toma su tiempo antes de responder, y luego vuelve a callar mirando al marido―. ¿Tú qué dices, florecilla?
―No sé… El lago es bonito.
―Y tanto. Aunque se nos están acabando
las… “verduras”.
―Y el zumo de tomate también…
―Sería mejor que no apuraseis mucho… si
no habéis vuelto al vivero ese desde hace meses… puede que ya no esté…
―¡Ay chico! ¡Si tienes siempre tan mala
energía no van a parar de pasarte cosas malas! ―suelta
casi con compasión.
―No seas dura con el pobre, yo también
echo de menos el mar… Álvaro, el universo oye nuestros pensamientos ―alecciona―. Si quieres, hoy pasamos la noche en
una playa. ¿Es lo que te pide el cuerpo?
―Eh… Sí. ―Alarga
la “i”, encogiéndose de hombros―. Gracias.
―¡Nada hombre! ―No dice nada por un momento; luego se levanta y abraza a
Invierno―. Podríamos ir a las calas de Irta. Hace
mucho que no vamos.
―¡Ay, sí! Sabes que me gusta mucho esa
sierra.
―Pues hecho, vamos para allá y mañana ya
nos pasamos por la comunidad…
―Vale.
Satisfecho,
más o menos… joder qué mal están esos dos… y qué bien le están cayendo…, se
levanta y recoge los cacharros en que han estado comiendo, para llevarlos a la
orilla del embalse. Diana se levanta y lo acompaña, mientras Invierno les da
las gracias con una voz nada sigilosa.
Empiezan
a sumergirlos y frotarlos con pastillas de jabón, para después secarlos con
unas camisetas-bayetas que han visto usar a sus nuevos compañeros para limpiar.
Está haciendo algo menos de frío que los días pasados… pero volverá. Seguro.
―¿Cómo puede ser que no lo entiendan
aún…?
―Sinceramente… si han sobrevivido así
estos dos meses… a lo mejor somos nosotros los que lo estamos haciendo mal.
―Pero…
―En esta vida hay gente con suerte… No sé
qué decirte… Luego les seguiré preguntando.
―Invierno me cae muy bien… ¿pero quién
llamaría a alguien Girasol Joven?
―No creo que sean sus nombres originales,
Diana… ―dice con cierta mofa.
―¡Jo! ¿Yo qué sé?
―¿“Jo”?, ¿a estas alturas?
―¡Déjame!
Ríen,
terminando de limpiar.
―Sobre ayer…
―Eh, te lo pasaste bien, ¿no?
―Sí… ―Se
vuelve a sonrojar muy graciosamente, sabe que lo mejor es que no le saque el
tema para que no sienta vergüenza de lo ocurrido.
―Pues ya está.
Silencio.
―Gracias…
Le
responde con una sonrisa.
―Oye, Girasol ―empieza al regresar―, ¿por qué te pusiste ese nombre?
El
matrimonio ha empezado a compartir un porro, sentados, casi tumbados, en sus
sillas.
―Ah… pues no me lo puse yo… ―Mira a su compañera, que le sonríe―. Estaba en una playa con unos amigos… Antes mi barba era
más negra y el pelo lo tenía mucho más rubio…
―Y me lo encontré allí tirado como una
lagartija. Mucho más moreno de lo que lo habéis visto, y estuve un par de horas
sentada a ver qué hacía… y el presumido iba girando su cabecita buscando la
luz…
―Y, pues vino esta joven moza, y me dijo
“¿qué hace un girasol como tú fuera de su tiesto?”. Y desde entonces supe que
ese era mi nombre y que ella era el amor de mi vida.
Se
besan largamente.
―¿Y…?
―Joven me lo dijeron en un sueño… Fue muy
personal… Me avisaron de que mi alma no moriría nunca mientras recordara
siempre llevar la juventud en mi nombre.
―Qué guay… ―Por
Invierno, recordando la foto, no siente necesidad de preguntar.
―Cuando vayamos a la comunidad, podemos
llevaros allí.
―¿A la comunidad?
―No chico, no…
―No creo que estén listos… ―Invierno.
―¿Dices, donde te dijeron lo de tu
nombre?
―Sí.
―¿Y a ti, Invierno? ―Diana.
―Pues… no es mucha historia, niña… Ya ni
recuerdo bien mi pelo de antes… cuando era un poco mayor que tú me empezaron a
salir canas y a los “veintipocos” se me quedó así… Mis amigos de entonces
decían que me lo tiñera, que con mis ojos y el pelo parecía nieve del invierno…
Pero a mí me gusta el invierno. Todo el mundo piensa siempre en la primavera y
el verano… pero sin las nieves nada florecería. La muerte es necesaria para la
nueva vida… así que me puse el nombre para recordárselo al mundo.
Son
tan profundos que ni los ve… Empieza a reír, intentando que suene lo más
cómplice que puede, conteniéndose de abrir los ojos con bienintencionada
incredulidad.
―¿Y vosotros no queréis poneros unos
nombres que signifiquen algo para vosotros?
―Él, en sus juegos, se llamaba Sandor,
¿no? ¿Sangre Dorada me dijiste? ―Asiente y sonríe.
―Y vuestros amigos… ―Es hora de volver al tema más relevante que intentaba sacar―. Los de la comunidad…
―¿Sí?
―¿Qué es esa comunidad?
―¡Ah! Bueno, nos llamamos así… por
comuna, que está prohibido ahora. Si te oyen los otros, te pueden encerrar en
la cárcel para mantener su sistema consumista.
―Ya…
―A ver… somos amigos, de cuando todo
empezó… ―Sea lo que sea “todo”, está claro que no
se refiere al apocalipsis, sino a algo mucho anterior…―. Tenemos varios viveros por el país… hay que trabajar por
la comida. Girasol sabe cuidar muy bien de animales, aunque en el del delta no
tienen animales.
―¿El de ahora?, ¿el del Ebro?
―Sí.
―Ya…
―Pero vamos, que la clave está en
librarse de lo que cuesta. Del dinero. No poseer, vivir ligero.
―¿Y hay gente de vuestra comunidad
cuidando de los cultivos siempre?
―Sí, claro. Nosotros llevamos un año de
viaje. Pero nuestro sitio está en Galicia. Pronto volveremos.
―Entiendo…
Decide
no iniciar una polémica, cuestionando el uso de combustibles, depender de
tecnologías de la sociedad, infraestructuras… Se hace una idea de cómo
financiarán las cosas que no pueden producir ellos mismos, como la gasolina de
su furgoneta…
―Pues tengo ganas de conocer a vuestros
amigos ―reanuda―.
¿Estáis seguros de que seguirán allí?
―¡Claro!
―Pero los zombis…
―¡Deja de llamarlos así! Pobrecitos… Son
personas como tú y como yo.
―Perdón… Pero… En serio… Hay que tener
cuidado con ellos…
―Igual que con la gente armada ―suelta Girasol, con un tono inusitadamente astuto.
―Sí, igual que con la gente armada ―concede.
―Tranquilo, no sé muy bien qué estará
pasando…
―Pero el planeta ha girado muchas veces
sin nosotros ―continúa Invierno―; no va a detenerse por esa gente extraña. Ya aprenderemos
a hablar y convivir con ellos.
―A lo mejor todo el problema es que no
les entendemos… ―vuelve a intervenir Girasol―. ¿Habéis probado a intentar comunicaros bien?
―Pero… ¿de verdad no habéis luchado con
ninguno?
―¿Luchar? No, no… Nosotros no luchamos.
Ya te dije ayer. Sólo conocimos, hace nada, un poco a uno…
―Ya… perdona, no te lo tomes a mal, pero
me cuesta creérmelo…
―Pues créetelo ―retoma Invierno―, a lo mejor siempre os han tratado mal
porque habéis sido malos con ellos. No tenéis que odiarlos porque sean
diferentes.
―Ya… ¿qué paso exactamente?
―Ay, a ver… si es que no hay mucho más
que decir… Era el día siguiente a las bombas, y estaba sentado a la orilla, cuando
del agua salió gritando y se me echó encima… E intenté sujetarlo, pero pensaba
que ya me quedaba poco que hacer. Y entonces la oí que le gritaba que parase, y
el hombre giró la cabeza, me volvió a mirar y se levantó caminando hacia ella…
Se quedaron en silencio mirándose, ella tenía la guitarra en la mano y tocó
unas cuerdas. Él volvió a gritar, se le acercó corriendo, ella le dijo lo de
“yo” tocándose el pecho y luego “tú” tocándoselo a él. Él le pegó un puñetazo
que la tiró, yo me levanté pero ella me detuvo con un gesto, volvieron a
mirarse, se levantó también, volvió a decirle “yo” y “tú” tocándole, tocó la
guitarra, se la puso en las manos, le volvió a decir “tú”, y el hombre se fue
gritando con ella agarrada…
―Joder… ―él.
―Joder… ―Diana,
con tono de exageración y una extraña sonrisa. A él no le hace mucha gracia la
historia…―. Pero… ¿y antes? Quiero decir, ¿dónde
estabais cuando empezó?
―Cuando la aurora ―añade él.
―Ah. Pues estábamos por Huesca,
aprovechando el fresco del otoño, antes de que hiciera demasiado frío.
―Por el pirineo ―aporta Invierno.
―Sí ―invita él a que continúen.
―Y nada, la vimos. Fue preciosa… mereció
la pena, no pensaba ya que tendría la oportunidad de ver una.
―El dolor es parte de la vida, ¿no? ―Trata de poner un tono convencido.
―Exacto chico, exacto. Si ese es el
precio de la belleza, lo pago encantado.
―¿Y no habéis visto más? ―Diana se dirige a Invierno.
―Sí, a veces. La gente con la que nos
hemos cruzado nos advirtió de ellos. De que había muchos en las ciudades, así
que como nunca nos gustaba mucho “irlas”, ahora las hemos estado evitando.
―¿Y los que habéis visto? ―él.
―Pues ya nos habían dicho que estaban
locos los pobres… El primero creo que nos pilló en la gasolinera ―sigue ella, como dando por sentado que supieran qué
gasolinera―, que fuimos para nada, por cierto…
Intentamos hablar con él, pero sí que estaba claro que no lograba escucharnos.
Ojalá y no hubiéramos tenido tanto miedo, a lo mejor podríamos haberlo ayudado
un poco… Pero nos fuimos. A los demás, cuando hemos podido hemos intentado
dejarles comida… Pero parece que todos se han vuelto asesinos…
―Invierno, hay animales cuya naturaleza
no les deja comer otra cosa; no puedes culpar al carnívoro de tener que comer.
―Sí, lo sé… pero me da pena.
―Ya se descubrirá cómo hablar con ellos.
Cuando volvamos a casa, podemos intentar descubrir la forma de que entiendan
que podemos ser amigos, que los aceptamos como son.
―Tengo bastantes ganas… ―Se dan un abrazo entre sí.
―Pero vamos, por ahora intentamos
mantenernos lejos de ellos ―salta Girasol, tras un silencio en el
que estaba a punto de intervenir, pensando que ya habían terminado; lo mira
asintiendo levemente, con gesto de intentar aclarar el asunto.
Ya…
Suerte. Jodida suerte. Cada uno invierte en su atributo, supone. “¡Ah sí!,
¡responde!”.
―Ya…
―¿Vosotros no habréis matado a ninguno,
no?
―Eh… ―Diana.
―Qué va ―se
apresura―. Hemos tenido que pelear… por nuestras
vidas… no sabemos si se puede razonar con ellos… pero intentan morderte y… lo
hemos pasado mal; pero matar claro que no.
―Menos mal chicos. Nos hemos cruzado con
otra gente que hablaba de matarlos… Matar a alguien es algo de lo que vuestra
alma jamás podría recuperarse… La mancha para siempre. No deberíais llevar esas
armas, sólo tientan al diablo.
―Ya…
deberíamos confiar más en la gente… las tenemos para evitar que nos
hagan nada…
―Bueno…
―¿Y de dónde sois vosotros? ―Diana. “No les desvíes del tema”; parece que intenta
justamente zanjar el asunto, con gesto de pillar por qué les ha mentido.
―¿Nosotros? ―ríe Invierno―. De allí donde llueva y florezca. ―Lo veía venir. Quiere poder darse una palmada en la cara…
―¿Qué?
―Cómo te aprovechas, gordita. Yo nací en
León, ella en Ceuta.
―Todas esas preguntas, chicos, os han
enseñado que valen de algo. Tenéis que quitaros todo ese peso.
―Perdón…
―No pasa…
―Y… ―decide atropellar, fingiendo haber
estado a otra cosa, para regresar a lo relevante―.
Perdón, dime…
―No, nada, que no pasa nada. ―Sonríe la interlocutora―.
Di.
―Nada. Estaba pensando… ―vuelve a fingir, esta vez como si se le acabara de ocurrir―, y esos amigos vuestros, los de la comunidad. ¿Qué habrán
hecho si les han atacado los locos, o gente…? Últimamente hay gente peligrosa…
―Tranquilo muchacho, ya te lo he dicho.
Nosotros pensamos en positivo. Nos pase lo que nos pase, será porque es lo
mejor que podía pasar.
―Ya, pero… ―“Piensa
rápido”. No quiere que lo vuelva a regañar por decir “a lo mejor” y eviten la
pregunta―. Podríamos… si han tenido que irse o lo
que sea, podríamos ir pensando más sitios a los que nos gustaría ir.
―¡Sí! ―Girasol―. Eso estaría chachi. ¡Podemos hacer un brainstorm de sitios a los que anhelamos
ir!
Mierda.
No. No quiere ir por ahí…
―Cool. Podemos hacerlo luego en la fur… en
Estela de Bengala. ―Busca una sonrisa cómplice en su
interlocutor―. Así tenemos tema para el viaje.
―Bien pensado.
Diana
parece entretenida con la idea. A ver. Cómo les pregunta por la seguridad de la
comunidad esa, para saber si quieren seguirlos tanto tiempo del viaje o no, sin
preguntarles por lo que creen… que seguro le salen con que claro que piensan
que estarán bien; ni ponerse en supuestos de que pase algo, que le regañarán
por ser negativo; ni exponer que no saben si acompañarlos o no, que a saber si
se lo toman mal, parecen estar dando por sentado que irán juntos…
―¿Y qué habrán hecho con los locos que
hayan llegado hasta ahora? ¿A lo mejor ya han encontrado alguna forma de
comunicarse un poco con ellos?
―Pues sí podría ser… ―medita Girasol―. Tomás y Luz son almas muy puras.
―Si han tenido que irse, a lo mejor nos
los encontramos… ―Decide seguir apostando por ir por la
vía positiva―. Si son tan amables como vosotros me
encantaría conocerles.
―Muchas gracias, majo ―Invierno, que le hace un gesto afectado.
―No creo que se hayan tenido que ir…
Seguro que están bebiendo vino mañanero ahora.
―¿Y eso?
―En el vivero hay un sótano… para las
cosas que la sociedad no quería que tuviera la gente, para que no despertasen
sus mentes… ―Bueno, habla en pasado, al menos parece
que sí que han asimilado que la sociedad se ha acabado, sea subconscientemente…―. Está bien escondido. Si pasara algo se habrían metido
allí.
¡Por
fin! Un sótano… no parece muy prometedor.
―Quieres decir… ¿drogas? ―Diana.
―No las llames así. ¿Por qué el café, el
tabaco y el alcohol están permitidos?
―Es todo cosa de ellos… Los dueños saben
que esas cosas no despiertan a la gente, y encima ganan dinero con ellas. Como
todo el mundo podría tener sus plantas en sus casas no les gustan…
―Pero vino sí que bebéis vosotros, ¿no? ―interviene él sin más ánimo que seguir congeniando un poco.
―Bueno, poquito ―Girasol.
―Sí, poco ―Invierno―. El alcohol no es bueno. Da sueños sin sueños.
―Para digerir un caldo o algo.
―Oh, a mí me gusta… pero tampoco bebo
mucho.
―Mejor ―Invierno―. Todo está ahí por algo. No te prives de tomarlo, pero en
su momento.
―Sí, sí. No podría decirlo mejor.
―La sabiduría está en todos ―asiente ella.
Siguen
charlando por un buen rato. Le resultan tan estereotipo de su propio ideal que
hasta se le hacen muy originales. Jamás hubiera imaginado que quedara gente tan
como ellos por el mundo. El caso es que parecen algo leídos. Siente curiosidad
de interrogarles por sus pasados en algún momento.
En
cierto momento, ya bien alzado el sol, la charla ha derivado hacia la
sexualidad y lo importante que les parece que las personas pudieran expresarse
libremente, así que aprovecha para sugerirles ponerse en marcha, antes de que
interroguen a Diana y la hagan sentirse incómoda, que ya está demostrando
encontrarse un poco sobrecogida con la conversación sobre sus posturas preferidas…
Además intuye que se avecinaría que se encendieran otro porro, y si van a
conducir… mejor que no.
Recogen
sus cosas. Si hubiera sabido que iban a haber alargado tanto la mañana habría
encendido una cachimba… Pronto debería buscar una nueva libreta en la que
reapuntar todas las cosas que tenía en la primera y las nuevas que se le van
ocurriendo… La que estaba usando como diario ha sobrevivido milagrosamente,
pero la de las ideas, precisamente, debe de estar junto con el resto de las
cosas que se le cayeron. Eso si las zarpas del monstruo aquel no la hicieron
pedazos directamente.
Sentados
en el suelo de la furgoneta, con los bultos acumulados entre ellos y los
asientos del matrimonio, vuelve a advertirles del riesgo de los que son
invisibles, que no vayan rápido. Ellos le responden que no se preocupe, ante lo
que insiste intentando recalcar lo peligrosos que son. Ellos aceptan y empiezan
a maniobrar para salir del escondite entre piedras. Si se estrellan contra uno
de esos, tanto él como Diana saldrán despedidos, sin cinturones ni asientos que
los sujeten… No sabe si volverá a poderse subir a un vehículo sin preocuparse.
Estrecha
un momento la mano de su compañera, que le sonríe, y deja que al menos le venga
un poco de alivio de ir a poder hacer el resto del viaje sentado.
Los
conductores no parecen usar mapa alguno, ni necesitarlo. Se pone todo lo cómodo
que puede. Sabe que tienen horas por delante de caminos mal asfaltados, y la
amortiguación no es muy buena.
Si
van a ir con ellos… No es posible que se acerquen a los viveros aquellos sin
problemas. No sabe mucho del delta del Ebro, pero sí que está habitado. No,
simplemente no es posible entrar en una ciudad sin tener que luchar… Pero si
tienen cultivos y gente que sepa qué hacer con ellos… Les vendría muy bien
pasar aunque fuera una temporada aprendiendo. No tiene muy claro qué
imaginarse. ¿Cómo debe de ser una verdadera comuna hippie?
Tiene
que encontrar la forma de hacerles entrar en razón. Bromas aparte, si siguen
vagando por zonas rurales tal vez puedan seguir con su filosofía… pero, sea
mínimamente para recoger algo que necesiten de un pueblo, aun intentando entrar
a los sitios a hurtadillas, será imposible no acabar luchando con zombis en
cualquier lugar que hubiera antes personas…
No,
no puede permitirse el lujo siquiera de tratar de enfrentarse a ellos de forma
no letal… últimamente están consiguiendo no tener tanto que temer de ellos
gracias a la calidad de sus armas… gracias a poder matarlos de un solo golpe, o
de un disparo. Pero recuerda cómo era todo cuando salió de su casa por primera
vez. No poder garantizar inutilizarlos si no era con varios golpes; hasta un
par de ellos a la vez suponían un riesgo serio. Y eso tratando de matarlos
igualmente. Sin usar sus armas del modo en que las están empleando hasta el
momento… No, tratar de sólo retenerlos o inmovilizarlos es inviable, lo mire
por donde lo mire.
Espera
que Diana no esté pajareando con las ideas locas de aquellos dos… Es una chica
lista. Descarta que la estén haciendo dudar de cómo han hecho las cosas hasta
ahora. ¿No?
La
furgoneta da un buen bote contra algo que provoca que salten las cosas más
ligeras algún centímetro.
―¿Todo bien ahí atrás?
―Sí, sí ―responde
con el culo un pelín dolorido mirando a Diana, que se lleva la mano hacia las
nalgas.
―“¡Aú!”. Mi coxis…
―Coxis… ―dice
con voz tonta.
Ella
ríe con ojos fruncidos de molestia. Siguen circulando. Por las ventanas ve
desde su ángulo, a menudo, que circulan entre picos pedregosos.
Intenta
imaginar el mapa que estén recorriendo… pero pronto se da cuenta de que a la
imagen que se está componiendo imaginación seguro que no le falta, pero
realismo…
¿Por
qué estaría aquel helicóptero sacando fotos aéreas? No ha tenido tiempo de
pensar en ello mucho.
Dijeron
que pertenecían al Ejército de Liberación. Los mismos que dieron el aviso de
las bombas por la radio… Y el logotipo que tenían era el mismo que el del
evento de supervivencia zombi… Hacer fotos aéreas sólo puede obedecer a un
propósito… hacer estrategias… Y uno hace estrategias como parte de un plan
mayor…
Es
imposible que fuera una coincidencia que aquel “juego” lo organizaran el mismo
día en que empezó todo… O alguien… o algo, que ya puestos no hay razones para
descartar a los dioses griegos o los grandes antiguos de Cthulhu de todo esto,
lo hizo porque había esos eventos… opción ridícula, pero dentro del espacio de
posibilidad que ofrece descartar la coincidencia… O hicieron el evento porque
aquello iba a pasar. Eso ya lo tenía claro.
La
cuestión ahora es que son la misma gente que ha visto estar haciendo cosas…
Informando, fotografiando, y a saber qué más… Eso no es inaudito en absoluto.
Si habían organizado algo sabiendo lo que iba a ocurrir, sería con alguna
finalidad futura… Pero si disponían de medios… ¿Por qué no avisaron de lo que
iba a pasar?
No.
Hubiera dado igual. Incluso con unos recursos muy abundantes y un esfuerzo de
campaña brutal, habrían sido el nuevo hazmerreír de turno, de apocalípticos
chiflados… Aunque lo hubieran intentado, lo que hubieran logrado reducir el
impacto de todo aquello habría tendido a cero… Incluso pudiendo aportar
pruebas, internet está… estaba lleno de todo tipo de conspiraciones “con
pruebas”. Hasta ahí es lógico e incluso tal vez el mejor curso de actuación que
se mantuvieran en secreto, si es que no podían evitar que ocurriera.
Además…
Si ellos no lo causaron, sabrían quién iba a hacerlo, o que alguien iba a
hacerlo al menos… Tal vez tuvieran que mantenerse escondidos de ese alguien…
los “nazis”… Sí, ya tenía claro que habían sido ellos. Pero entonces programando
los eventos estarían anunciando su existencia… ¿confiarían en que no llegaran a
los oídos de los otros? ¿Jesús sabría del evento?
De
todos modos no cabe descartar que no sean algún tipo de filial suya… Pero
suponiendo que no… la idea es mínimamente alentadora… Si un grupo estaba
preparando algo… está claro que todavía es pronto para que nadie, que no
estuviera informado, haya podido organizar nada mínimamente significativo, pero
si llevaban tiempo preparándose… sobre todo si no son algo exclusivamente
nacional… puede que haya esperanzas de acabar viendo las cosas solucionadas…
incluso esperanzas para intentar sobrevivir hasta que eso ocurra… Incluso, no
con la población en general, pero si hubieran podido convencer a militares,
inteligencias, gobiernos… Unas simples fotos en un helicóptero le valen como
esperanza de que se esté haciendo algo… sea casi en las sombras aún…
Pero
el evento zombi… ¿Una forma de reclutar gente? Tal vez. Si no pueden hacer
propaganda… puede ser una forma burda de intentar atraer a los mejor preparados
para lo que iba a ocurrir. Los que de algún modo ya sabían algo como él…
De
repente nota un frío en la nuca que le eriza el cogote. Ya se sabía de los
zombis. Nunca lo había pensado así. Él ya
sabía de los zombis. Aceptando la posibilidad de la magia… Todo es posible.
A lo mejor a alguien le hacía gracia el tema de los zombis que se le ocurriera
a algún autor de ciencia ficción ignoto inspirándose en el vudú, y soltara un
hechizo por todo el planeta para crear su mundo de ensueño… pero si decide
mantener aunque sea un dedo del pie apoyado en la tierra… Esto tiene que venir
de mucho antes de lo que aparenta. Como mínimo décadas si no todo un siglo…
¿Cuáles son las posibilidades de que una ficción inverosímil se convierta por
coincidencia en una realidad empírica?
No
le es desconocida la idea de películas y libros, de que vampiros, hombres lobo,
magia, y todas otras tonterías frikis, son vestigios deformados y satirizados
de realidades que se vivieron. Joder, si ha leído hasta algún estudio serio que
relacionaba los mitos del vampirismo con la porfiria, los hombres-bestia con la
rabia, y el dios Quetzalcóatl con el
lago del Catatumbo… Tal vez todo este tema zombi pueda tener una
conexión todavía más directa… Alguien debía de saber algo ya… tal vez incluso
pasara a un nivel mucho más local… y “el consenso mundial” lo tapara… Empieza a
sentirse él mismo como un “conspiranoico” de tres al cuarto… No. Lo más
probable es que gente supiera algo. Y otra gente acostumbrada a que lo inverosímil
no fuera cierto no le diera crédito a lo que esa primera gente contaba; y que
luego, una tercera gente, alentada por las bromas que la segunda gente contaba
sobre la primera, construyera historias. Y luego una cuarta gente leyera u
oyera las historias de la tercera gente… y se creara la idea de los zombis.
Desde luego en la idea de los zombis que él tenía hasta ahora no había ningunos
que fueran invisibles hasta estar cerca de ellos, se teletransportaran o
tuvieran ácido… Y si existía un grupo que mínimamente tuviera interés en
esconder todo eso… no sería difícil reforzar la evolución a ficción de los
zombis… Los “nazis” de Jesús tenían medios. Y no se consiguen de un día para
otro. A saber si ellos mismos no han estado publicando o financiando películas
de no muertos… Vuelve a sentir la alarma de “conspiranoico” en su cabeza…
En
cualquier caso eso es lo de menos. Tal vez haya una conspiración de
nazis-hindúes-masónicos tratando de destruir el mundo y un ejército de
paladines liberadores que han estado batallando entre sí desde hace siglos
hasta que ahora están en su gran guerra final… O todo es mucho más
complejamente simple que aquello. Poco pueden aportar él o Diana a ninguna de
las causas…
Los
orígenes no son asunto suyo. Sólo el presente. Sacude la cabeza. Es difícil no
divagar con tan poco dato y tanta incógnita sugerente… A ver. El caso es, las
pruebas al menos, el evento de los zombis estaba organizado por una gente que
utilizaba un logo idéntico al del grupo que ahora se llama Ejército de
Liberación. Mejor ir paso a paso, por evidente que parezca. ¿Es legítimo asumir
que han sido siempre el mismo grupo? Sí, la coincidencia es muy improbable.
En
ese caso, ¿sabían algo de antemano o se han ido adaptando? La coincidencia de
las fechas tiene mucho peso. Sabían algo de antemano o algún dios les odia
muchísimo.
¿Los
eventos de supervivencia zombi tenían alguna finalidad? Sí. Ninguna mente tan
mezquina como para haberlos hecho coincidir por diversión, habría logrado, a la
vez, sobrevivir el tiempo suficiente como para ejecutar y coordinar un
despliegue a ese nivel, al menos, nacional.
¿Pueden
tratarse de dos caras del mismo grupo al que pertenecía su amigo?, ¿una enemiga
del público y otra “aliada”? Bueno… a eso no puede responder tajantemente…
Tendría sentido… Sin saber sus objetivos ni recursos… es difícil de decir. El
instinto le dice que no. Que los causantes de esto… poco interés en las
sutilezas parecen haber tenido…
Fuera
que sí o que no… ¿por qué? Reclutar gente nada más… Unas pocas personas algo mejor adaptadas a lo
que está ocurriendo no supondrían una diferencia seria, dada la magnitud del
problema… Prácticamente ya es obvio que es mundial… Salvo Corea del Norte.
Seguro que el líder supremo no lo ha permitido. Álvaro, no divagues. No, siendo
mundial ni aunque todos y cada uno de los participantes que asistieron al de
Monte del Jar, el de Sevilla, y algún otro que le suena que había, fueran
“Rambos” de la vida… justificarían el despliegue de medios para encontrarlos,
salvo que se tratara de una iniciativa totalmente desesperada de un bando
perdedor… Podría ser esa una de sus razones… pero tendría que haber otras más…
¿Tal vez una doble jugada? ¿Hacer pensar al bando enemigo que puede
encontrarlos allí, para encontrarlos, en su lugar, a ellos? Realmente no se ve
capaz de indagar mucho más en esa dirección; al menos ahora ya aturullado.
Pero…
entonces… sus amigos… estaban allí… imposible que lo supieran, pero estaban en
el centro de algo… ¿podrían seguir con vida? A lo mejor se han unido a ese tal
Ejército de Liberación… A lo mejor les protegieron en el momento cero… Siente
una punzada de esperanza que no quiere dejar crecer.
Adán,
Danko, Merlo… podrían estar vivos y más accesibles de lo que se cree. “Nota
mental: definitivamente, con muchísima cautela, intentar contactar con el
Ejército de Liberación”. Siente hasta un latido de ilusión… no quiere
hacérselas… “Pero imagínate volver a ver alguna cara conocida…”.
Mira
a su compañera. Parece absorta en alguna clase de observación de los muy
diversos cachivaches con los que cohabitan, como si estuviera en su propio
soliloquio de esclarecer las finalidades de algunos de ellos. De repente da un
leve respingo y cruza miradas con sus ojos atentos. Le sonríe y se encoge de
hombros. Él devuelve la sonrisa. Realmente no necesita a nadie más.
Como
el matrimonio de enfrente… se tienen el uno al otro. Aunque ellos no son un
matrimonio para nada… ¿hace falta acaso? No es el cuerpo de ella lo que
necesita. No, es su sonrisita de vez en cuando, y ese apretón de manos
ocasional…
Recuerda
la historia del gritón de aquellos dos. Esa es otra…
―Diana, ¿tú qué piensas?
―¿Eh?, ¿qué? Estaba pensando que parece
que huele un poco a playa, ¿no?
―¿Eh? ¡Es verdad! ―Fijándose, le llega de vez en cuando ese aroma, sea por la
sal o el iodo, que indica la proximidad de la playa. Hace tiempo que no se ven
rocas, sino matojos y alguna muy ocasional palmera entre otros árboles―. ¿Cómo vais? ―Pregunta en voz alta.
―¿Nosotros? ―Girasol.
―Sí.
―Bien, bien. ¿Y por ahí?
―¡Bien!
―Hace un rato que pasamos la mitad del
camino, más o menos.
―¿Cuánto llevamos?
―Tres horas o así.
―“Hmm”. ¡Gracias!
―Debe de quedar una hora como mucho.
―Gracias.
Es
cierto. Su compañera no sabe leerle la mente aún.
―Diana ―susurra.
―¿“Hmm”?
―No me refería a eso ―sigue en voz baja―; me refiero al gritón…
―¿Qué gritón?
―El que nos contaron que les atacó.
―Ah. No sé… Estaría guay, ¿no?
―¿El qué?
―No tener que pelear con ellos…
―¿Estás pensando que tienen razón?
―¿Qué? ¿Sobre matarlos? ―Él asiente casi sin movimiento―. No, no; no soy tonta Álvaro… Pero… no sé, los normales
son tontos… pero si se pudiera hablar con ellos… con alguno al menos…
―Pero, ¿estás pensando que hemos hecho
mal hasta ahora?
―No, no. De verdad. Tranquilo… Solo digo…
no sé…
―Vale, vale…
―A ver… tú decías que esos eran listos,
¿no?
―Sí…
―Pues lo que nos han dicho… A lo mejor
algún día podemos entendernos… Si les ha pasado eso… ¿no te parece guay?
―Para nada.
―¿Y eso?
―A ver, en concreto que no les atacara y
tal… sí. Bueno no. O sea, para el momento sí… pero lo que implica no.
―¿Por qué?
―A ver… lo que hemos visto hasta ahora…
son cosas que hasta animales podrían haber hecho… Incluso llevar una señal de
tráfico como arma. Muchos monos arrojan cosas y pegan con palos para ahuyentar
depredadores… Pero la interacción que tuvieron. Está a la altura de las
relaciones más complejas de humanos con chimpancés y otras criaturas muy
inteligentes…
―¿Y…? ¿Ya sabíamos que eran listos?
―Sí, pero no tanto… me esperaba que
pudieran llegar a comportarse como una manada organizada. Como lobos o
babuinos… Pero eso… Yo qué sé. Ya te dije que incluso me planteaba que
retuvieran recuerdos… A lo mejor justo el gritón que conocieron era guitarrista
antes. O vete a saber… Pero, es que… que pudieran entenderse hasta ese punto…
que entendiera que ella le estaba dando la guitarra… que se parara cuando la
mujer le dio una voz… que no se los comiera si como pensamos es algo que les
viene de dentro… No sé. Con ese fue bien. Pero si están llegando a ese nivel de
reacción… Me preocupa que el gritón… “amable” ―hace
las comillas con los dedos―, sea la excepción rara, pero todos se
estén volviendo igual de listos… Algo que puede entender eso… puede comunicarse
con los suyos. Algo que se comunica con los suyos… puede hacer planes. Planes
de verdad. Como los tuyos o los míos.
―Es cierto que eres muy negativo…
―¿Tú también vas a empezar con eso?
―Jolín, ¡si lo digo como algo bueno!
Gracias a eso estamos vivos… ―Lo abraza. Se enternece. Le da un beso
en la frente agradeciéndole ser tan mona.
―Pero me entiendes, ¿no?
―Sí… No sé… No quiero ponerme triste
ahora.
―Perdona.
―No. Me gusta que compartas lo que
piensas conmigo.
―Gracias.
―¿Por qué?
―Por nada… ―Le
da otro beso en la frente. Ella sonríe con gesto algo sorprendido.
―Pero vamos que… no te preocupes tanto,
jo. Me gustaría que te fiaras más de mí. Pienso seguir matándolos sin
pensármelo ni un poco…
―¿“Jo”?
―Te hablo en serio.
―Perdona. Sí. No es que no me fíe de ti…
―¿Es que soy pequeña?
―No… sí. No. Es que no paro de sentir que
te quiero proteger…
Ahora
es ella la que, con dificultades por la diferencia de alturas, que le obligan a
tener que hacerlo con gran ceremonialidad, se pone de rodillas irguiéndose y le
da a él un beso en la frente.
―Yo también te protejo.
―Tienes razón… ―Se deja caer de espaldas con el tacto cálido de sus labios
todavía fantasmalmente perceptible en su piel―.
Tienes razón.
Se
quedan en silencio de dedos entrelazados. Mirando, al menos él, hacia el
frente, hacia el fragmento de camino que el ángulo les permite ver. Juraría que
cada vez que bajan por alguna cuesta, puede distinguir una tímida línea azul en
el horizonte, más clara que el cielo sobre ella…
Pese
al frío, mojarse los pies, reminiscentemente doloridos, en el mar ennegrecido,
con el cielo todavía anaranjado sobre los hombros, es muy agradable.
Diana
está a su lado, con los pantalones también arremangados, sentada en otra
piedra.
Es
lo único que criticaría de la cala. Los acantilados que los rodean son
preciosos, y las aguas anochecidas, sobrecogedoras; pero las piedras duelen al
pisarlas descalzos… A ellos sin embargo parece encantarles que sea tan rocosa…
Los
muy bravos han vuelto a darse un chapuzón, y ahora se encuentran secándose al
abrigo de la calefacción de la furgoneta… por desgracia, desnudos… No parecen
muy ecológicos en cuanto al uso de combustible… “Las cosas están ahí para
usarlas…”, recuerda de Invierno… que sean hippies no significa que sean
eco-obsesos, supone… De hecho, por lo que empieza a entenderles, de “eco”
seguramente sólo tengan lo que sus sensibilidades no estén dispuestas a
tolerar…
―Si hubiéramos llegado algo antes
podríamos haber tenido pescado para cenar… ―oye
que dice Invierno.
―Pero si nunca consigues que pique nada ―suelta el otro, con tono de querer chinchar.
―Vale, pues la próxima vez que traiga algún
pez, te daré a ti un poco de “nada”.
―No te lo tomes así, muchacha…
¿Comen
peces? Creía haber entendido que eran vegetarianos… En cualquier caso, solo
habiendo desayunado, sí que tiene hambre…
Después
de vestirse los nuevos compañeros y volver a calzarse ellos dos, Girasol trae
varias maderas y cortezas de palmera relativamente secas que ayuda a arrancar a
arder con un salpicón muy escaso de gasolina, añadiendo ramitas y algún tronco
de arbusto entero. Pone su parrilla portátil sobre las llamas y va dejando que
se hagan unos cuantos espárragos verdes, tomates pasados y cortados en rodajas
y berenjenas, que echan sobre unas tostas de pan envasadas en plástico con un
chorrito de aceite.
Le
preocupa un poco el fuego en la oscuridad… pero el riesgo parece bajo. Sin
haber tenido que decirles nada han conducido todo el tiempo por carreteras
secundarias y, aunque de tanto en cuando los han perseguido algunos no-muertos
atolondrados, desde que empezaron a remontar aquella sierra de matorrales
mediterráneos no han visto ninguno, y la playa está escondida entre dos brazos
de acantilados y un bosquecito de palmetas. Por fin han llegado al mar…
―Muchas gracias, de verdad ―empieza, mordisqueando su primera tosta mediterránea.
―Sí, muchas gracias ―se suma Diana.
―¿Pero por qué, chicos? ―Invierno.
―Por compartir vuestra comida…
―Anda, anda…
―En serio, gracias. Nosotros tenemos
alguna lata también…
―Dádselas otro día a Girasol y que haga
una sopa.
―Hecho. Por cierto… las verduras… están
bastante frescas… ―Más o menos.
―Sí. Las cogimos hace una semana.
―¿Las neveritas las aguantan?
―Sí, más o menos.
―¿Y dónde?
Los
dos se miran un momento.
―En el huerto de Albarracín… ―Sus puntos suspensivos se han vuelto sombríos.
―¿Ha pasado algo? Si se puede preguntar…
―Sí, sí. ―Vuelve
a mirar a Invierno―. No hay que esconder lo que es natural…
Era de unos amigos. No eran parte de la comunidad, pero con lo que estaba pasando
fuimos a hacerles una visita… Habían destrozado su casa… no los encontramos;
pero hemos rezado por que, estén donde estén, estén en paz…
―Vaya, lo siento…
―No pasa nada. Estoy seguro de que
también se habrían alegrado de compartir las cosas de su tierra con vosotros.
―¿Cómo se llamaban?
―Estaban los abuelos, Juan y Miranda ―interviene Invierno― y los hijos, Juan y Paco, con sus
esposas Marta y Adriana… ¿Cómo se llamaban los chiquillos?
―No recuerdo… el “salao” era Juan
también, ¿no?
―Sí, creo que sí.
―Gracias entonces a Miranda, Paco, Marta,
Adriana y los “Juanes”.
Los
dos le sonríen, y siguen comiendo en silencio respetuoso.
Al
final, vuelven a charlar y encenderse ellos unos porros. Diana rehúsa, supone
que teniendo demasiado reciente el desmadre de la noche pasada, y él tampoco
quiere estar disminuido por si ocurre cualquier cosa.
La
velada se hace corta y, prácticamente nada más cae la oscuridad absoluta y
nublada, junto a un mar que casi devora la luz, apagan la fogata y se pasan al
cobijo de la chapa a dormir.
Esta
vez han apagado el motor y la pareja se ha recostado delante, echándose encima
unas mantas gruesas. Ellos, previendo el frío, cogen otra manta y se acurrucan
juntos. Después del día de viaje motorizado, no huelen tan mal para los cuatro
días que llevan sudando y sin lavarse. Pero Diana sí que deja caer avergonzada
que lo siente. Él profiere un bufido intencionado de quitarle importancia y
comenta que mañana, aunque sea, se pueden dar un agua en el mar. Luego cierra
los ojos, aunque no cambia nada prácticamente de lo que podía ver, y se intenta
relajar para dormir… Siente un cierto exceso de energía después del día corto
que llevan sin hacer mucho.
Sigue
temiendo que algo los asalte… Y todavía no sabe cómo afrontar la realidad de
los problemas con el matrimonio. No han vuelto a soñar con el monstruo al
menos… ¿a lo mejor se montaron la película ellos solos? Meditando sobre si
habrá poblaciones cercanas desde las que les pudieran llegar cosas, se duerme.
Despierta.
Su cerebro le envía una advertencia de un sonido ya familiar. Un gemido. Se
yergue a una velocidad que él mismo juzga exagerada después, para un único
gruñido al menos. Diana se sobresalta y arrastra la mano hacia su mochila.
―¿Qué ocurre? ―susurra con voz protestona controlada.
―Tranquila, creo que solo es uno.
Invierno
se gira hacia ellos desde su asiento y pone un dedo mientras les chista bajito.
―Puede que pase de largo…
Él
asiente. No confía en ello. Se queda quieto, un pelín arqueado en el centro,
con su arma bien localizada y a mano.
―“Uehhhh”. ―Sigue
gimiendo lo que quiera que haya fuera. No es capaz de concretar la distancia.
El ruido de las olas camufla cualquier otro sonido que pudiera estar haciendo.
El
ambiente está muy levemente iluminado y azulado. Parece que prácticamente
estuviera empezando a amanecer tras la capa de nubes. Se nota descansado,
aunque entumecido de apoyarse contra metal. La mano se le había dormido bajo el
peso de Diana, y sin la manta se le está helando el sudor acumulado… ¿Y Girasol
Joven?
Intenta,
sin moverse, buscar solo con los ojos, por las ventanillas, a cualquiera de los
dos…
Sin
mover la cabeza no puede localizar al muerto viviente. El compañero, sin
embargo, está allí fuera. Entre ellos y el agua. Vestido solo con los
calzoncillos, y el resto de la ropa arrebuñada bajo el sobaco. Intermitente lo
mira a él y a algo que, siguiendo la trayectoria de sus ojos, debe de estar
oculto para él en algún punto tras las puertas de la furgoneta.
No
tarda mucho en colocar las manos frente a él, enseñando las palmas en gesto
conciliador, y empezar a hablar retrocediendo lentamente.
―Tranquilo amigo, no somos tus enemigos.
Escucha. ¿Quieres comida? Tenemos comida…
―“Behhh”.
El
zombi aparece en el espacio de la ventanilla más trasera. No está demasiado
cerca de la furgoneta, y arrastra despacio los pies hacia el hombre, dando
algún traspiés con las piedrecillas.
―Amigo, tranquilo, ¿vale? No queremos
hacerte daño ―insiste. La cosa no parece cambiar
demasiado en su actitud.
Es
hora de salir. Agarra su hacha-maza y abre las puertas. Diana toma el cuchillo
y, peleando por meter los pies en las botas sobre la marcha, lo acompaña.
―¡No Álvaro, no! Tranquilo. Está
controlado.
Girasol
hace un gesto con una mano hacia ellos, como intentando detenerlos, y luego
vuelve a encarar por completo a lo otro. El no-muerto, un hombre maduro, de
ropas cómodas, arañadas y mojadas, hace caso omiso del ruido que seguro han
hecho al salir. Ni ladea la cabeza. Continúa obcecado hacia el hippie que no
calla.
―¿Cómo te llamas?, ¿desde dónde has
venido? Venga, párate quieto un momento y voy a buscarte comida a la furgoneta.
Te prometo que no nos marcharemos…
―Ten cuidado, cariño… ―Invierno, asomando la cabeza desde la ventana―. Si no, corre para acá y ya está… vámonos, no lo fuerces…
―Tranquila, creo que me está entendiendo.
Seguro que…
Girasol,
mirando a su esposa, tropieza con una roca más grande que el resto y cae de
culo sobre las piedras, pronunciando un doloroso y alto alarido.
El
zombi se tira sobre él sin ninguna elegancia, casi de bruces. Girasol lo ha
conseguido sujetar por las muñecas y está forcejeando con la cosa. Él ya está
corriendo hacia allí. Sus músculos parecen estar logrando sostener el peso,
pero no confía en que dada su edad no le acaben fallando pronto. Está gritando
pidiendo ayuda. Invierno también ha salido del vehículo y va a la escena. Diana
está solo a un par de pasos por detrás.
En
cuanto va a tenerlo a tiro, calcula. Su compañero está completamente desnudo,
no quiere que le salpique nada encima. Balancea hacia su derecha la roca y
después, casi como si de un pesadísimo palo de golf se tratara, golpea la
pelota sobre los hombros del otro con gran vaivén y lo hace rodar medio metro a
un lado, liberando al pobre Girasol. Sin regalarle un segundo en que pudiera
intentar arañar las patas peludas del anciano, todavía a mano, levanta sobre su
cabeza la alabarda, esta vez preparando el lado afilado y, sin preocuparse ya
por las salpicaduras, la deja caer contra la cabeza del otro, que estaba
empezando a gatear.
El
filo abre su cráneo en dos que, casi sin explosión, libera su contenido sobre
una oportuna ola que lo alcanza y moja también sus zapatos.
Nota
a Diana apoyar una mano contra su cadera para ayudarlo a detenerse, llegando de
la carrera desbocada, chapoteando sobre la misma ola desganada que empieza a
recogerse y arrastrar al mar los primeros grumos del muerto, que no paran de
brotar viscosamente de su calavera resquebrajada.
Gira
a ayudar a levantarse al compañero. Cruzan una mirada extrañísima, con los ojos
muy abiertos y los labios temblando, y se queda paralizado en un silencio
incomodísimo, con la mano a mitad de camino de tenderla. Invierno está
exactamente igual; callada y observándolos como si los apuñalara.
Girasol
descoyunta la boca… y empieza a gritar, arrastrándose por las chinas lejos de
él.
―¡CORRE! ―Invierno―. ¡Son unos asesinos! ¡Asesinos!
La
mujer deja abierta la puerta del conductor y se pasa al asiento del copiloto,
mientras sigue gritándoles. El otro corre muy ágilmente hacia allí; ha dejado
caer todas sus ropas y solo corre.
“Esperad…”,
musita casi sin voz, estirando una mano suplicante mientras da un par de pasos
en la misma dirección. Creía… creía que podría ayudarlos… que aquello les
serviría para entender… “solo quería…”, vuelve a pronunciar sin llegar a emitir
sonido.
Girasol
ha cerrado de un portazo y, dedicándoles una mirada profundamente decepcionada,
arranca y da una vuelta apresurada, alejándose en dirección al camino.
Un
pensamiento pasa como un relámpago por su mente.
―¡Esperad! ¡Cabrones, esperad! ¡NUESTRAS
COSAS!
Es
imposible, no puede alcanzarlos. El vehículo se sigue distanciando, empezando a
remontar la cuesta de acceso.
―¡NUESTRAS COSAS!
Corre
sin rendirse. Jadeando. Hasta que cincuenta metros después las piernas le
impiden seguir esprintando y se deja caer de rodillas.
De
repente, Estela de Bengala se para. Él alza la cabeza. Las compuertas se abren
e Invierno, con suma brusquedad, deja caer fuera ambas mochilas y algunos
trastos que habían dejado fuera. Así como los restos destrozados de la mesita
sobre la que bailara Diana. Luego las cierra y se marchan definitivamente.
Él
respira entrecortado, con lágrimas en los ojos que se niega a llorar. Diana
está muy cerca.
―¿Te importa…? ―empieza, peleando por que no se le quiebre la voz―. ¿Te importa ir tú a por ellas? ―No se atreve a mirarla siquiera. ¿Es culpa suya que acabe
de perder a las únicas dos personas con las que había empezado a llevarse bien?
Ella
no responde; simplemente pasa a su lado, apoyándole largamente una mano en el
hombro, y sigue hacia sus bártulos.
Tarda
un buen rato en hacerse el paseo de ida y vuelta. Él ya se ha puesto de pie.
―Lo siento… ―empieza sin mirarla a los ojos.
―¡Son idiotas! ―grita con un enfado profundo. Busca sus ojos. Tienen pena―. ¡No pienso perdonar a nadie que te trate así! ―termina, frunciendo el ceño muchísimo y dejando las cosas
caer al suelo.
¿Lo
ha leído a él? Cierra un momento sus ojos, como intento de resetear su cara,
para abrirlos de nuevo con una sonrisa agridulce pintada.
―Solos tú y yo otra vez…
―Tú y yo. ¡Sí!
Y
se le abraza a la cintura y el pecho.
Sin
ganas, desayunan de sus pocas provisiones y discuten sobre qué hacer ahora.
En
algún momento, guardan y cargan sus cosas, y se marchan; guja en mano él, AK
ella. Siguiendo la costa rumbo sur. Hacia el norte saben que se toparán con el
delta superpoblado hacia el que iban a ir los hippies. Nota la boca pastosa,
después de tantos días sin una higiene adecuada. Y sin una furgoneta en la que
secarse, no hay posibilidad de lavarse.
Encontraron
una población nada más salir de aquella sierra abandonada. Un pueblo de casas
pequeñas. Y tal vez deberían haberse detenido en él a saquear cosas, porque
aunque había zombis deambulando, no han tenido otra oportunidad aceptable.
Rodeándolo, comenzaron a atravesar por campos sin cercar, y aparentemente sin
trabajar. Luego otra vuelta menor evitando un pequeño conglomerado de bloques
en primera línea, en un aspecto lamentable de derrumbe, y después tierras casi
baldías.
Ahora,
atardeciéndoles y con demasiados kilómetros en los pies y demasiados zombis
solitarios ejecutados, se encuentran terminando de circunvalar la ciudad de
Aurepensa, desde la cual, sin siquiera acercarse, el viento les trae ecos de
olas, gemidos y gruñidos. Todo apunta a que se encuentra totalmente dominada
por los muertos. Y las perspectivas de adentrarse por las calles, con la noche
a la vuelta de la esquina, les han disuadido tanto a él como a Diana de ir. Si
no queda más remedio, volverán a buscar un árbol en el que dormir.
En
cuanto pueden, casi una hora después, vuelven a un camino de tierra prensada
que discurre junto al mar, atravesando para llegar campos de matorrales y
cardos. La ruta circula metiéndose en una falla tenebrosa, en la cual se les
hace la oscuridad del último sol desapareciendo que, como un chiste sin gracia,
se marcha al son de una lluvia suave que empieza a caerles por entre las dos
paredes de roca.
Está
bastante escondido y, en la cima del lado cara al mar del artificial corte, se
erige una modesta torre de piedra.
Escalan
la pared hasta su base. Él pide que intercambien armas y se acerca con mucho
sigilo al umbral, encañonando la oscuridad interior.
La
puerta ya ha sido reventada por alguien, pero el espacio interior es tan
pequeño que no permite escondites. Sube paso a paso la escalera de caracol.
Enseguida descubre que el techo de la torre falta; seguramente desde mucho
antes de que ellos nacieran, por el moho que ha crecido en las grietas expuestas,
y el agua vuelve a golpearle en la cara.
Quien
quiera que la usara tirando la puerta, ya no se encuentra allí. Se permite
terminar de subir, para aprovecharla como la atalaya que estaba pensada ser.
Desde allí distingue, de nuevo, un sol mortecino y la silueta de lo que, tras
reflexionar por un rato, tiene que ser… Castellón.
Abajo
comparten una última lata de verduras sin calentar, después de filtrarles el
conservante con sus propias manos, se descalzan, se conforman con no quitarse
la ropa que no ha llegado a calarse en ese rato, y se tumban juntos, al cobijo
de los escalones sobre sus cabezas, sus abrigos puestos por encima y el calor
de sus cuerpos hediondos.
En
cuanto la siente dormida, para que no pase vergüenza ni sufra aún más su peste,
abraza a Diana más envolventemente, con piernas y brazos, asustado de que pueda
volver a coger frío con todo el aire helado que se filtra por el hueco de la
entrada y desde arriba, por el pasillo giratorio.
Tras
el amanecer es ella la que lo despierta, zarandeándolo un poco. Le informa de
que ya hay luz.
Él
se levanta con mucho sueño y dolores por todas partes, recogiendo sin decir una
palabra, al notar un mal humor mañanero que duda poder controlar si abriera la
boca.
Deciden
seguir andando. Cruzando primero una pequeña línea de chalets de lujo que,
siendo tan temprano, no quieren perder horas de luz en saquear y que, aunque
solitarios ahora, tan cerca de la ciudad no suponen una buena idea a largo
plazo.
Ya
están planteándose cómo evitar la capital, en busca de ese pueblo apartado y
costero que desean, cuando el sendero les acerca a la parte más limítrofe de la
playa.
Está
a la misma altura que ellos y solitaria como un colegio fuera de horario. Toda
clase de rumores se filtran por las calles; pero en la arena, en todos los
kilómetros casi rectos que pueden seguir con la vista, apenas se distingue
alguna silueta humana sobre el blanco amarillento. Tiene casi mejor aspecto que
los caminos habituales…
Si
eso cruza la ciudad de punta a punta… será muchísimo más corto que buscar darle
un rodeo lejano. Sabe que seguramente son los pies doloridos de ambos los que
les aconsejan tomar esa ruta imprudente… pero tampoco se nota capaz de discutir
con ellos. La arena es además tan agradable para caminar sobre ella, en
comparación con el asfalto o las piedras…
Pegados
casi al agua, cree, más cerca de la bajamar que de su máxima altura, gran parte
del tiempo la diferencia de altura con las calles casi les esconde de ellas.
Las
primeras franjas de bloques antiguos de vacaciones están casi desiertas pero,
conforme se van adentrando, van viendo más y más zombis. Incluso alguna maraña
agresiva a lo lejos en alguna calle, intentando entrar en alguna parte. Parece
que las bombas no han sido suficiente para desalojar la urbe… a saber cuánto se
notaría la explosión aquí, de hecho. Cuando estudió la guía de carreteras, le
pareció que estaba más o menos a la misma distancia recta de Madrid, que de
Barcelona.
Una
hora y media después, según su reloj, llega el problema. Una frontera de
palmeras que les corta el paso y, tras ella, el misterio desconocido. Atrás, a
cambio, un séquito de tal vez treinta que los persigue.
Retroceder
implicaría luchar o esquivarlos con riesgo; y peor, desandar lo andado… Al
frente unas últimas escaleras de salida de la playa, que ha ido bajando de
nivel respecto a la ciudad… o, lo que tiene más sentido, la ciudad ha ido
subiendo de nivel respecto de ella. Si las suben podrían darles esquinazo
corriendo, pero a saber qué atraen. Y si no… el misterio del fin de la arena. Van
bien armados… pero se nota tan cansado que duda de poder darlo todo en caso de
encontrar gritones o algo peor. Y sólo ha empezado el día. Si siguen a ese
ritmo van a enfermar… y eso da igual ahora. “No pienses en el futuro Álvaro”.
“Problema ahora. Futuro luego”.
Tras
discutir los riesgos, aceptan seguir hacia delante. En el peor de los casos, se
abrirán camino de vuelta a disparos. No necesitan pelear con todos, solo los de
un lateral para poder pasar… Y las palmeras seguro que también los pierden a ellos
si consiguen esconderse en algo tras ellas…
¡Avanzan!
Y
al otro lado, tras saltar un muro de una persona de alto… un aparcamiento. Casi
vacío de coches. Con un par de no-muertos que exclaman bobaliconamente
sorprendidos al verlos aparecer tan de golpe.
Se
dan una carrera, tullida de dolores en piernas y plantas para él, a esconderse
doblando la esquina de un hangar de no sabe qué.
Enfrentan
ahora una serie de calles regulares con naves y descampados, y al otro lado…
¿agua?
Son
unos escasos cien metros, merece la pena cruzarlos y ver qué hay… si pueden
seguir por allí o han metido la pata hasta el fondo yendo por la playa.
No
hay nadie allí. Está tan desértico que decide hacerse cargo con la cuchilla de
los dos que los acompañan desde el parking y librarse de riesgos… Los que los
perseguían habrán dado contra el muro, si ahora no les otorgan más pistas de su
presencia, podrían quitarse ese problema al menos. Dos cortes certeros son
suficientes. Diana los remata con el cuchillo. Le vuelve a proponer que cambien
de armas si quiere… Mejor cuando la situación sea un poco menos extraña.
“¡Sí!”.
Un puerto. Es lo que hay al otro lado, y tras él más playa por la que seguir.
Parece muy vacío, aunque sin referencias anteriores con que comparar no sabría
decir. Pero desde luego ha sido construido para poder alojar muchísimos más
barcos de los que quedan.
No
obstante, aparte de algún pesquero y un ferry bastante grande, queda uno que
capta su atención lo que no está escrito. Un yate bastante limpio, de dos
plantas.
―Mira Diana. ―Lo señala.
―Sí… ―responde
con voz bastante apagada―. ¿Quieres ir o qué?
―No lo sé… imagínate que tuviera las
llaves…
―¿Sabes conducirlo?
―Para nada…
―¿Pero…?
―Pero aunque no sepa. Yo qué sé. Si tiene
las llaves ya nos lo pensaremos…
―En esas cosas se puede vivir… aquí no
parece haber zombis… podríamos descansar un rato al menos. Incluso si algo se
acerca, si quitamos el puente caería al agua…
―¿Y si hay gente…? O en otros barcos…
―Con la que está cayendo… yo creo que los
que quedan, o están rotos, o sus dueños no han podido llegar, o nadie ha sabido
robarlos…
―Podría haber más viviendo en ellos…
―Uf… sí… pero… ¿todo el rato? Una cosa es
hacer una parada en el camino, ¿no? Pero tan cerca de todo esto… Yo creo que
nadie se habría quedado a vivir ahí… tendría problemas cada vez que quisiera ir
a por comida o lo que fuera…
―No lo sé…
―No, no, yo tampoco. De verdad, te estoy
preguntando.
―Supongo… Además… no se ven muchos
alrededor, ¿no? Si hubiera gente moviéndose por ahí… los habría, ¿no?
―Estoy de acuerdo… A ver… propongo ir…
sentarnos un poco… yo qué sé, mirar hasta si tiene ducha o comida… lavarnos los
dientes y los pies aunque sea… a lo mejor podemos quitarte los puntos y todo,
que ya se te ve muy bien eso… me da miedo que sea malo dejarlos puestos más de
lo debido…
―Es verdad… ―Se rasca como con sorpresa la ceja, como esperando que le
duela, sin encontrar lo que busca―. Vale… ―Sacude
la cabeza y continúa con una súbita energía y sonrisa―. ¡Pues vamos!, ¿no?
―Sí, enana… ―Concede él también una sonrisa.
Tienen
que seguir un enorme rectángulo para alcanzar el brazo que se adentra en las
aguas en el que descansa, enfilando el mar abierto. Hay cuerpos humanos
ocasionales flotando… muertos o no-muertos… no sabe. Conforme pasan, se
revuelve enganchado en las redes de un pesquero un hombre. Pálido y azulado,
con aspecto de llevar mucho tiempo siendo zombi, con las articulaciones
desencajadas, seguro, de pelear contra su cárcel de hilos. Se imagina la escena
perfectamente, no tanto de cómo llegó al barco, que a saber, sino de cómo debió
de caerse tropezando con ellas, y sólo ha ido empeorando su situación cada vez
más.
A
su espalda les asusta la aparición de otro, que estaba silencioso tras una
esquina; pero afortunadamente es otro normal y corriente. No quiere perder
tiempo. Llegar al barco es lo primero. La ausencia de gritones sumada a un par
de edificios grandes casi derruidos le escama… Los edificios derruidos pueden
haber sido por los blancos… Los gritones… a esas alturas, o es que se han ido,
por las bombas, supone, o es que… los están vigilando…
Casi
al llegar al barco distingue una enorme franja, tan ancha como un par de casas,
tras el otro lado del puerto, de absoluta destrucción. No son solo farolas,
árboles y coches, sino que hasta los edificios y el suelo están hechos añicos
en un surco gigantesco, que parece como si algo hubiera cruzado devastando,
desde el mar hacia la ciudad, o desde esta hacia las aguas. Eso no han sido
blancos… ¿Será lo mismo que ha tirado los otros edificios? Es como si hubiera
estallado una bomba, pero a lo largo de toda una línea, como imaginaría de una
“onda vital”…
Diana
también lo está mirando. Parece lejos al menos…
―No me gusta ―musita.
―A mí tampoco. Vamos a darnos prisa.
―“¡Hm!” ―le
asiente.
La
preocupación le afloja el yugo un poco, apartada por la curiosidad y la
impresión de ver el precioso yate junto a él, a su alcance. Se fija en que está
amarrado por una cuerda de hebra bastante gruesa.
Cruzan
el puente de tabla de madera y, sin pensárselo dos veces, apenas habiendo hecho
una comprobación muy rápida y provisional de que está despejado, lo aparta.
Sintiendo un muy agradable descargo de tensión al hacer aquello, confiado de
que nada que no sea un gritón podría saltar allí. Ya solo queda comprobar que
todo el barco sea seguro.
Primero
dan una vuelta por la cubierta, nada más allá de la madera embellecedora algo
humedecida y un montón de sillas y una mesa cubiertas por una lona impermeable.
Suben al nivel de la cabina de control… del capitán… o como se llame. Por los
cristales otean la oscuridad interior; no parece haber nada. La puerta está
cerrada con llave. También hay unas escaleras de mano que permitirían llegar a
su tejado donde, desde abajo, saltando, pueden ver que no hay nada más que unas
sombrillas dobladas y con sus peanas.
Bajan
a mirar la otra puerta. De chapa, también está cerrada. Racionalmente
convencido de que debe de ser seguro el resto del barco, se avisa interiormente
de aun así no bajar la guardia y la rompe con tres golpes de la maza y una
patada; algo más ruidoso todo el proceso de lo que le habría gustado… Pero al
menos ningún grito le responde.
Antes
de inspeccionar, antes de alegrarse por nada de todo cuanto están viendo, se
obliga a ambos a revisar cada habitación de ese primer rellano al que acceden y
de todo el nivel inferior. En busca de cualquier zombi, hasta debajo de las
camas y en los armarios en que podría caber alguno…
Y
finalmente… Se aplauden y reconfortan el uno al otro.
El
barco tiene un salón principal con una mesa y dos sofás amplios de cuero;
varios armarios con cubertería, colchonetas hinchables, chalecos y aros
salvavidas y enseres de pesca. También hay un televisor enorme, con DVD y una
colección de películas, ninguna muy fuera de lo común. Una pena que no haya
videoconsola. En la cocinita, algo estrecha, hay una nevera evidentemente
apagada, pero limpia, llena hasta la mitad de botellines de Heineken y cinco
botellas de Coca-Cola. No hay comida almacenada, pero bueno… El cuarto de baño
tiene ducha propia, retrete y un armario botiquín bien provisto; también
bastante apretado todo, pero funcional. Finalmente, dos camarotes principales
abajo, uno con una cama de matrimonio y otro con dos camas individuales
separadas por un pasillito. En los armarios de ambos huele a naftalina que
inunda rápidamente todo al abrirlos, y hay toallas, bañadores y algunas
camisetas veraniegas que como mucho podrían servirle a él, al igual que las
chanclas. En el suelo de ese mismo nivel hay una compuerta que se abre hacia
arriba, permitiendo bajar media planta para acceder a lo que claramente es un
motor enorme.
Incluso
para un yate, le parece gigantesco ese “monstruo”. Deciden volver a la parte de
navegación…
Revisando
los cuadros de mandos, o como se los llame, distingue la palanca rectangular
que intuye sirve para controlar la velocidad y evidentemente el timón. El resto
de cosas… También encuentra la hendidura en la que encajaría la llave; ausente,
claro.
―¡¿Qué hacemos primero?!
―¿Qué?
―Tumbarnos, duchas, cervezas calientes… ―consulta con la sonrisa de oreja a oreja.
―¡No sé! ―dice
con voz y gesto muy alegres… que al igual que el suyo, se tornan en un ceño
fruncido e intrigado―. ¿Qué es eso…?
Un
ruido característico y recientemente familiar se hace cada vez más audible,
aunque distante.
―Creo que…
Salen
los dos y suben al tejado de las sombrillas.
Cruzando
el cielo, a saber a cuántos kilómetros, vuela un helicóptero pintado de verde
oscuro… no parece civil… y no se aprecia en él ningún logotipo; está muy
distante pero es largo…
Ya
debe de estar sobre el mar, y su rumbo es de alejarse más y más de la costa.
Se
queda un rato viéndolo empequeñecer; es majestuoso ver algo en el cielo
todavía, se le antoja que pese a los edificios, pese a un yate como ese… algo
que vuela, es un recuerdo de cuánto habían logrado… y de cuánto han perdido.
¿Qué propósito tendrán? ¿Estarán simplemente huyendo? ¿El color significa que
es militar?
Diana,
a su lado, ha empezado a dar vueltas lentas, como buscando más… Hasta que se
para.
La
mira y reconoce sus ojos de… estar viendo algo. Casi sin querer hacerlo, los
sigue.
En
la ciudad, tras unas líneas de edificios bajos, hay… un…
Una
cabeza. Humana y calva. De un color dorado tan metálico que refleja la luz
plateada de las nubes. Toda la clavícula visible recorrida de músculos
hipertrofiados, desproporcionados. Y sus ojos quedan a la altura de los
balcones de la tercera planta del bloque de viviendas más cercano a él. Y sus
ojos han bajado del helicóptero en el cielo hasta ellos, casi en la misma
línea, solitarios en el tejado de su yate. Y sus ojos… los están mirando. Es
Hulk bañado en oro.
Y
abre la boca. Y grita… su rugido… se siente… dentro… en miedo. El grave retumba
y resuena con su propio pecho. Y empieza a correr haciendo estallar sin
frenarse la primera construcción que se le opone. ¡Ah! Por eso no había
gritones… Sólo les separan otras tres franjas de endebles edificios de hormigón
y ladrillo…
“¡ÁLVARO
PIENSA!”. Diana también le está gritando.
Se
siente paralizado. El cuerpo le tiembla. ¿Cómo puede existir algo así? ¿Qué
pueden hacer contra eso? La siguiente pared de viviendas lo retienen el primer
placaje, pero al segundo se desmoronan… ¡sus puños son casi como coches! ¿Qué
espera el universo que haga ahora? “¡NO ES MOMENTO PARA LA AUTOCOMPASIÓN!”.
Diana sigue gritándole.
Cierra
los ojos. No necesita ver ahora… Su cabeza…. Dentro de ella. No se puede correr
de esa cosa. Vale, es obvio, pero es un principio de empezar a pensar. Algo
vuelve a estallar estrepitosamente fuera de él. “No salgas Álvaro, no salgas”.
Esconderse…
no se puede; hundiría el barco nada más llegara, les tiraría encima cualquier
hangar en el que se metieran… y si se parece a los gritones seguiría aporreando
los escombros. Vale. No. Pues otras ideas.
Luchar…
oye una carcajada de desesperada ironía, de algún Álvaro que se ríe de él y
llora a la vez.
El
agua es lo único que les queda. Lanzarse… y nadar cuanto puedan. Pero… ¿habrá
zombis ahí abajo? Sí, claro que los hay… no deberían de poder alcanzarles si no
flotan… pero qué profundidad tendrá… ¿hará pie esa cosa?, ¿o sabrá nadar? Si cualquiera
de ambas… es imposible que puedan escapar así tampoco. Pero es su única opción.
Una opción de muerte; una opción de mierda… O…
―¡Diana! ―grita,
sabiendo no poder controlar ni sus gestos ni su tono―. ¡Corre a la punta! ¡Si esa cosa llega, salta y nada!
―¡¿Y tú?!
―¡YA! ―ordena.
Pega
un salto con la alabarda entre las manos y acuchilla con todas sus fuerzas el
amarre al muelle. Se gira para meterse en la cabina, y encuentra a Diana a su
lado.
―¡DIANA!
―¡NO ME DA LA PUTA GANA! ―estalla histérica, con la cara roja y descompuesta.
La
última barrera explota y los pasos del coloso reverberan corriendo libres.
Niega
con la cabeza iracundo, pasa y trota a sentarse en la silla del capitán. Sabe
que Diana también ha ido tras él.
Observa
los mandos.
Prefería
morir por una idea ridícula que morir de una forma ridícula. Pero ella… ella
merecía haber tenido las máximas posibilidades. Si sólo hubiera tenido la
garantía de que yendo a por la cosa podría haberle ganado algo de tiempo…
Estira
el dedo índice sin tiempo para ceremonias y, como si pretendiera incrustárselo,
lo estampa contra la cerradura de arranque. “ENCIÉNDETE”.
Una
maraña de relámpagos salta por sus dedos hasta el metal, que se pone al rojo
abrasándole la yema. Y el motor del barco empieza a traquetear.
Sin
tiempo siquiera para no creerse que haya funcionado, o para poner los ojos como
platos, o para alegrarse, agarra la palanca a su derecha y la empuja hasta el
fondo.
La
nave da un tirón y se precipita hacia delante, lanzando a Diana de culo.
El
mundo se mueve hacia atrás. Y ahora ya sí que no se lo cree. Ahora ya sí que
los ojos le duelen no pudiendo cerrarlos sorprendido, ahora ya sí que se le
dibuja una sonrisa estúpida y autocomplacida en la cara, ignorando su dedo
achicharrado y el hilo de sangre cayéndole por la nariz.
Algo
como un meteorito suena impactando contra el agua tras ellos, acompañado de
rugidos y una ola que sienten zarandea el barco cuando lo atraviesa.
Luego
chapoteos como estallidos que hacen que llueva agua sobre ellos, y bramidos
estremecedoramente poderosos. Cada vez… más lejanos.
Diana
se ha abrazado a él y su asiento, y no se atreve ni a mirarla.
La
forma del muelle hace un ángulo recto antes de llegar al mar; tiene que tomar
una curva antes de poder salir.
Empieza
a girar el timón, tiene miedo de reducir la velocidad. La ferocidad de lo que
los persigue no mengua. Pero no tiene ninguna referencia de cómo tomar las
curvas…
Gira
más y más. Hasta que la propia barca empieza a ladearse, momento en que trata
de invertir el giro.
La
pared se acerca muy deprisa. Tira hacia atrás de la palanca esperando frenar.
Ajustadísimo,
ve el lado izquierdo chocar casi sin fuerza contra el muro, y deslizar
chirriando antes de rebotar alejándose. Que no se haya rajado el casco por
favor… No quiere su propia versión de Titanic…
No…
nada parece haberse roto… están abandonando la marina, abucheados por un
frenesí acuático a su espalda… En cuanto puede, trata de encarar… ¿el este?
Media
hora después de navegar con la velocidad lo más baja que podía metida, se
permiten salir un ratito. La costa parece una línea oscura y muy difuminada, en
dirección contraria al sol, a mitad de alzarse. Están mucho más tranquilos los
dos tras haberle limpiado ella la sangre de la cara, puesto vendas en el dedo a
esperas de cómo evoluciona, y haberse mirado en el espejo… Su mano está blanca
y las uñas de un tono entre el negro y un amarillo podrido, y tiene unas ojeras
muy marcadas en las cuencas… pero por lo demás… está mucho mejor de lo que
estuvo cuando le pasó en Buenatarde… o cuando pasaron los blancos… Se siente
bien. Y tras todo lo que le ha celebrado ella lo que ha hecho, muy contento. Y
sigue sin tener ni idea de cómo lo ha conseguido…
También
se han reprochado mutuamente, por supuesto, él a ella que se arriesgara y ella
a él que fuera a sacrificarse…
La
agarra de la mano y habla con ternura.
―Anda, vete a por las tijeras de chapa,
algodón, alcohol y las pinzas de la shisha, “por fa”. Voy a quitarte los
puntos, así puedes ducharte y lavártelos… luego, si te atreves a estar al
timón, intentaré ir yo al baño.
Ella
asiente y se marcha dando un par de saltitos.
Hace
un poco que ha dejado el motor encendido pero sin velocidad… Tiene miedo de
terminar de perder de vista la costa. Tienen que pensar bien qué hacer.
Ella
regresa. Ayudándose con un pellizco untado de alcohol, va untándole la piel
antes de cortar los hilos y tirar de ellos. Ella se va quejando, cada vez
menos.
Con
el último, ni siquiera emite sonido alguno; solo guiña un ojo con gesto
escocido y tuerce el labio un instante.
Se
queda mirándola muy sonriente. La línea aún esta rojiza; cabe esperar que se
vaya volviendo más discreta poco a poco. En breve no se le notará mucho; en
cierto sentido, la marca le da mucha personalidad a su rostro tan joven y
bonito, refuerza la profundidad de su mirada clara y anaranjada.
Descubre
que ella también lo mira fijamente. Sin dejarle incorporarse de la postura encorvada
con que la estaba tratando, le pone las manos en los hombros y le da un beso
lento y torpe en los labios.
“¿Por
qué?”.
Vuelven
a quedarse iris frente a iris. Serios, en silencio…
Le
devuelve el beso.
“¿Por
qué?”.
Gracias…
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